lunes, agosto 02, 2010

Historiador venezolano (Elías Pino Iturrieta) nos habla sobre la única guerra que ha ocurrido entre Colombia y Venezuela

Artículos de opinión de los historiadores
Transcribimos el artículo del historiador Elías Pino Iturrieta que publica todos los sábado en El Universal. Él no señaló que fue la única guerra, solamente narró el incidente de 1901, la verdad es que no tengo claro si existió otro tipo de incidente que haya llevado a un enfrentamiento armado como sí ocurrió en el caso que describe.
La guerra con Colombia

Una guerra que nadie declaró, pero que sucedió, por desdicha. ¿Y colorín colorado?

Comienza 1901. Formado en Colombia y venido de allá con sus huestes después de copiosa actividad que ha provocado entusiasmos y rencores, Cipriano Castro ha proclamado la idea de la reconstrucción de la Gran Colombia. Es un sueño que no le cabe en el pellejo. Lo ha saboreado en correspondencia para José Santos Zelaya, dictador de Nicaragua y hombre ganado para las apuestas patrióticas. Le ha enviado una estampita de Bolívar y un proyecto de decreto integracionista. Antes ha tenido conferencias sigilosas con el líder del liberalismo colombiano, Rafael Uribe, quien ha recibido su protección traducida en armas y plata para montar campamentos en la frontera con el propósito de combatir a los godos desde plaza guarecida. Los lugareños hablan de la inminencia de una guerra.
No se trata de un movimiento unilateral. El gobierno de Bogotá se queja de los ataques de don Cipriano y el presidente Marroquín quiere una pelea mortal. Según cuenta Pedro Nel Ospina, uno de los habitantes de la cúpula "reaccionaria", Marroquín ha ordenado dinero para ayudar a los capitanes desplazados por la Revolución Restauradora. Por disposiciones expresas del primer magistrado, el canciller Abadía Méndez redacta una "Contramemoria" en la cual describe las causas que pudieran argumentarse a la hora de una declaración de hostilidades, entre ellas la salida de un vapor desde Puerto Cabello con bagajes para una insurrección liberal y la copia de una carta escrita por Uribe en San Cristóbal, en la cual anunciaba "que venía a continuar la guerra con Colombia". El canciller de Venezuela, Eduardo Blanco, desea la conclusión de las diferencias pero topa con la belicosidad del empecinado tachirense, quien aborrece al conservatismo desde sus tiempos de estudiante en Pamplona.
Colombia pasa a la acción partiendo de gestiones de uno de sus voceros, el general González Valencia, quien ofrece ayuda al general andino Carlos Rangel Garbiras para una invasión armada. La invasión sucede por la frontera tachirense el 25 de julio, con soldados del vecino país que llegan a sumar seis mil, según la versión venezolana. Castro dirige las operaciones desde el telégrafo de Caracas y obtiene un triunfo contundente en el cual destaca la participación de su hermano Celestino, o así lo pregona la retórica que inflama al gallo montañés. El triunfo es aprovechado por el colombiano Uribe, quien calienta las orejas de su anfitrión para que responda con un acto semejante. El anfitrión se anima, ordena un ligero estudio de la situación y escoge a su hermano Carmelo, formado en West Point y llamado por todos don Carmelito, para que coordine las operaciones. "Usted no tiene jefes para semejante aventura", dice ante el presidente en pleno gabinete el general José Ignacio Pulido, ministro de Guerra y Marina, quien se ve obligado a renunciar debido a la respuesta indignada de su interlocutor.
Bajo las órdenes del general José Antonio Dávila y con don Carmelito en la vanguardia, parte de Maracaibo hacia la Guajira una fuerza de 1.500 hombres. Van a vengarse de los invasores. Van a restaurar la Gran Colombia después de echar del gobierno a Marroquín. Van a izar la bandera amarilla en la Plaza de Bolívar, mientras Uribe se encarga de la presidencia de la República. De los eriales de Sinamaica a la cima de las montañas, como el Libertador, así ha esbozado el itinerario don Cipriano. El entusiasmo termina el 13 de septiembre, en un sitio llamado Carazúa. Atormentados por el hambre y desorientados en una áspera topografía, los venezolanos pierden un combate que deja seiscientos muertos y trescientos prisioneros. Los "guates" les dan una paliza memorable, de la cual nadie quiere hablar en el futuro. Castro hace desfilar un esmirriado grupo de prisioneros por las calles de Caracas y ordena una campaña de prensa contra la ignominia de los godos, que llega a la "vehemencia teológica" según Mariano Picón Salas, pero los observadores de la insólita marcha de prisioneros saben que no es sino una farsa que preludia otras más bulliciosas y vacías. El embajador de Chile ante Caracas y Bogotá intenta una mediación, a la cual responde don Cipriano solicitando un arrepentimiento público del presidente Marroquín. La respuesta del aludido es categórica: "se declaran interrumpidas las relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela".
En adelante se habla cada vez menos del asunto porque causa la vergüenza de ambas partes. Es una guerra que nadie declaró, pero que sucedió, por desdicha. ¿Y colorín colorado?

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