viernes, febrero 01, 2013

Nueva publicación de la periodista Milagros Socorro: "Alfonso "Chico" Carrasquel. Con la V en el pecho"

Tomado de Analitica.com


Con la V en el pecho


(Fragmento)

 En los años 50 los latinos éramos vistos y tratados como a los negros. Y hay que ver lo que eso significaba. Anteriormente hubo latinos que jugaron beisbol de Grandes Ligas. Recuerdo a Miguel Ángel González, un hombre rubio; el cubano Adolfo Luque, también rubio; un pelotero venezolano, el Látigo Hernández; mi tío Alejandro, que era un tipo blanco, alto, fuerte. Pero solamente el hecho de llevar el nombre Hernández, González, Carrasquel, nos marcaba como no blancos para el beisbol de Grandes Ligas. Podíamos jugar en esa categoría pero siempre nos rodeaba cierto rechazo que actuaba para los negros y para nosotros, no para los italianos ni para los judíos; al menos yo no lo percibí.

Eso lo viví muy profundamente no solo por la segregación de que yo era objeto por ser latino, sino por las humillaciones que debió soportar mi gran amigo y excelente pelotero Orestes Miñoso: cubano y negro. En el año 52, Paul Richards nos reunió para informarnos que el equipo había decidido integrar un pelotero negro... era Miñoso. Muchas veces, cuando viajábamos, el autobús se paraba en un restorán de carretera para que los peloteros bajáramos a comer. Pero Miñoso no podía hacerlo, tenía que quedarse en el autobús porque era negro. Entonces yo le preguntaba qué quería que le trajera, lo compraba y se lo traía al autobús donde comíamos los dos. En una ocasión le dije: fíjate en el lujo que te estás dando, no te dejan bajar de esta vaina porque eres negro y yo, un blanco, te tomo la orden, te traigo la comida y te sirvo. Y Miñoso me dijo: no comas mierda, viejo, que tú juegas en las dos ligas. Qué gran carajo. Es muy ocurrente. Miñoso se ufana de tener un miembro muy grande y los que han estado en un vestidor cuando él sale de la ducha saben que no le faltan razones. En la época del racismo más violento, Miñoso salía desnudo, se ponía su miembro hacia atrás, como una cola, y hacía la imitación de un mono. Era una broma pero a la vez un desafío, era como si dijera: soy un mono, ¿verdad?, miren al mono, aquí, en medio de todos ustedes, blancos de pipí chiquito.

Hemos sido muy, muy amigos. Él vive en Chicago y con mucha frecuencia nos reunimos para conversar, recordar todas estas cosas y nos reímos mucho. Hace poco hicimos, con las señoras, un crucero por el Caribe, seis días con sus noches en que no hicimos sino hablar de la gran época y morirnos de risa. Aunque hoy en día a Miñoso no le gusta mucho hablar de beisbol sino de sus novias. Le encanta eso y a veces peleamos, porque cuando yo empecé en las Grandes Ligas era un jovencito y Miñoso un hombre hecho y derecho; ahora resulta que yo soy mayor que él. Le encanta bailar, ha sido un gran admirador de Beny Moré y cuando viajábamos por tren —donde nos ponían en los últimos compartimientos dejando a los blancos delante— íbamos todo el tiempo conversando y escuchando al Beny.
Ahora uno habla así, con nostalgia de esos años, pero el racismo era duro. Y también el beisbol lo era. Esa era la época en que los contrarios se te tiraban encima para sacarte del juego. Como yo jugaba en la posición de shortstop, los corredores trataban de lastimarme para sacarme del campo. No por nada conservo las cicatrices de más de cien puntos que me cosieron en las piernas. Hoy me cortaban y me cogían dos puntos, mañana cuatro y así. Sin dejar de jugar nunca. Ni pelear fuera del terreno. Esta cicatriz que tengo aquí es un recuerdo de Hank Bauer, un jugador de los Yankees, que me hirió en el primerinning. Se me tiró en segunda, yo iba a hacer una jugada de doble play, él se me echó encima y me clavó los spikes aquí. Decidí no decirle nada al masajista para que no me sacaran del juego. Me puse de acuerdo con el segunda base: cuando este señor se embase nuevamente, le dije, si te batean por donde estás tú me la pasas rápido que yo se la voy a tirar a la cara. Pasó ese inning y el hombre no se embasaba. Vino el otro y nada. Se vino embasando como en el séptimo u octavo inning, ya para terminar el juego. Y efectivamente, cuando el segunda base me pasó la pelota a mí yo se la tiré a la cara, casi para pegarle, en realidad quería darle un susto. Cuando terminó el juego tuve que ir donde el masajista quien se asombró de que yo hubiera estado desde el primer inning con aquella herida. Vestido de pelotero me metieron en una ambulancia y con la sirena atronando recorrimos las calles de Chicago hasta llegar al hospital donde me sacaron el montón de tierra que tenía allí adentro y me hicieron catorce puntos.
Era un juego rudo, por donde se lo mirara. Yo recibí pelotazos... es muy curioso el cuerpo del hombre: uno recibe un pelotazo ahí, entre las piernas, y el dolor, espantoso, lo siente es aquí, en la garganta. Se tranca la respiración. En mi época había poca protección para el cuerpo del pelotero, nosotros no usábamos ni guantines para batear, ni casco para la cabeza. Uno se paraba en el home plate para batear los lanzamientos de un Bob Feller —uno de los pitchers con mayor velocidad en la historia del beisbol— con una simple gorra. No era broma. Muchos peloteros recibieron lesiones tan graves que debieron abandonar el beisbol. Pero sí, hay que acostumbrarse a verse venir una bola a cien millas por hora. Y uno no puede sentir miedo.
Dicen que la época más difícil del beisbol fue la del 50, año en que los peloteros comienzan a reincorporarse a la pelota después de la Segunda Guerra Mundial y posteriormente de la Guerra de Corea. Tenían más estilo de hombres de guerra que de peloteros. Y los mejores eran, justamente, los veteranos que además eran vistos por los fanáticos como héroes. Allie Reynolds, por ejemplo, era un pitcher de los Yankees que cuando uno le iba a batear lo miraba con un odio. Más de una vez yo pedí tiempo para preguntar qué le pasaba a aquel hombre conmigo. Parecía estar a punto de iniciar una pelea feroz. Es el mismo caso de Early Winn o de Hank Bauer. Había uno, Ferris Fain, que peleaba hasta con sus propios compañeros. Todos ellos eran veteranos en trance de reintegrarse a la vida civil y al beisbol. Ted Williams había sido oficial de la Aviación, inclusive le habían tumbado el avión que piloteaba y había estado a punto de morir en plena guerra. Otro, llamado Mickey Grasso, catcher de los Senadores de Washington, era un hombre que cada vez que cobraba, cambiaba el cheque y se lo invertía íntegro en él mismo, en ropa, perfumes, zapatos... decía que había escapado de un campo de concentración alemán y que cada momento de vida era un extra que debía pasárselo lo mejor posible. Lo escuché decir que él había estado muerto, que sabía lo que era la muerte y estaba decidido a vivir para él en lo sucesivo. Cuando viajábamos en tren, muchos de ellos se ponían a hablar de sus experiencias en la guerra. Mike García, un pitcher de los Indios de Cleveland, de ascendencia mexicana, hablaba conmigo en español y me contaba que él pertenecía a un comando que tenía que desembarcar en las playas ocupadas por los japoneses. Explotaba una mina que mataba al que iba delante y el siguiente debía avanzar para marcar la ruta por donde podía desembarcar la Marina. Su trabajo consistía en pisar terrenos minados y recoger los cuerpos destrozados de sus compañeros muertos. Estaba también el primera base de los Indios de Cleveland, Bic Wertz, completamente calvo. Era joven pero no tenía un pelo en la cabeza. Como teníamos cierta confianza, un día le pregunté qué había pasado con su pelo. Me contó que lo había dejado en los pantanos donde se había sumergido durante la guerra. Uno salía del pantano, me dijo, y el fango se quedaba en el casco, en la cabeza, justo en la raíz del pelo. No era fácil para nosotros, los latinos, convivir con ellos que no nos querían mucho y que además tenían ese carácter endemoniado. Una noche, en un tren, estaba conversando con Beto Ávila (quien es muy orgulloso de su origen, como todos los mexicanos) y cerca había un grupo de peloteros norteamericanos que estaban tomando cervezas. Cuando pasaron al lado de nosotros, uno de ellos comentó que nosotros debíamos agradecer al cielo que en los Estados Unidos se jugara beisbol porque de lo contrario estaríamos en las carreteras de México gritando: Maracas, cinco centavos; maracas, cinco centavos. Yo me lo tomé a chiste pero Beto quedó mascullando insultos contra los gringos.

Era una época difícil. No hay duda de eso. Los pitchers americanos veían en los bateadores a un japonés o a un alemán. Cuando uno iba a hacer un doble play, ellos trataban de herirlo y sacarlo del juego. Con frecuencia mostraban una violencia desmedida. Si perdían un juego, los pitchers rompían las sillas, los espejos de los vestidores. Había un pitcher muy famoso de esa época, se llamaba Hal Newhouser, que tenía fracturados todos los dedos de los pies. Si lo sacaban del juego al segundo o tercer inning, la emprendía a patadas con todo lo que encontrara. Cuando sacaban a Early Winn, pitcher de los Indios de Cleveland y luego de los Medias Blancas de Chicago, los cuidadores de cuarto salían corriendo al vestuario a sacar todo lo que pudieran porque él llegaba como loco partiendo sillas y dándole cabezazos a la pared. Como todos —o casi todos— eran veteranos de guerra, era muy común ver al final del juego a alguien tirando algo o golpeándose con la pared. Si alguno no había dado hit o había cometido un error, eso bastaba para generar violencia.

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El beisbol que yo jugué precisaba mucha, pero mucha habilidad, concentración, dedicación y un gran deseo de superación. Era un deporte personal, aunque lo es de conjunto porque son nueve hombres —hoy en día diez, con el bateador designado—, pero si uno era shortstop, como lo era yo, tenía que tener mucha habilidad de colocación para hacer una jugada a la defensiva, como las de doble play. Hay que tener buen brazo y la cabeza llena de beisbol. Un buen shortstop tiene que tener mucha rapidez mental, es una de las posiciones claves de la defensiva en el beisbol. Debe saberse mover, seguir los lanzamientos del pitcher, el swing del bateador. Por ejemplo, mucha gente piensa que después de la operación que le hicieron, Oswaldo Guillén terminó como pelotero; la verdad es que hoy en día él es mejor shortstop que antes porque ahora tiene experiencia, está a la defensiva, sabe colocarse, sabe cómo jugarles a los bateadores. Por tener yo esas condiciones fue que me colocaron el remoquete de Fantasma de la calle 35. El estadio de los Medias Blancas, el Comiskey Park, está en la calle 35 —sigue estando porque el nuevo lo construyeron frente al antiguo. Como yo tenía buena colocación y hacía esas jugadas que hacían pensar que aparecía de la nada, por todas partes, los periodistas empezaron a llamarme elFantasma. Todavía hay fanáticos que me llaman por ese nombre o por el otro: the Venezuelan cat, el gato de Venezuela, por mis movimientos. En el beisbol la acción está donde está la pelota y uno tiene que saltar para buscarla, no esperar que ella te llegue, sino perseguirla por los aires si es necesario, como un gato. Las mujeres decían que yo tenía la gracia de una pantera. Y los hombres, los fanáticos, los periodistas, los expertos, sabían que yo tenía buen brazo y dominaba mi arte.

Eso es como el que sabe jugar dominó: un experto en dominó sabe quién tiene cuál piedra, sabe lo suyo y sabe lo de los demás, sabe todo lo que ocurre sobre la mesa. Así es el beisbol y yo aprendí a jugar beisbol. En Grandes Ligas se dice que hay dos clases de shortstop: el de 1 a 0, y el de 15 a 0. Este último es el que hace todas las jugadas pero cuando está 1 a 0 se asusta, no las hace. Y el buen shortstop es el que hace la jugada de 1 a 0 que protege esa carrera, protege la defensiva y hace todas las jugadas claves del juego. La prensa especializada me consideró un «shortstop inteligente», un shortstop de 1 a 0, por mi habilidad para hacer los doble plays para superar los problemas, lo que me satisface enormemente porque contraría la idea generalizada de que un pelotero es una fuerza de la naturaleza sin mayores luces. Yo acostumbraba analizar cuatro jugadas antes de que el bateador conectara la pelota: siempre preveía la jugada hacia adelante; la jugada hacia los lados, derecha e izquierda; y la jugada hacia atrás. Eran cuatro posibilidades que tenía ya consideradas en mi mente para que cuando el bateador conectara por cualquier lado, yo supiera qué iba a hacer con la pelota. Mi juego era intensamente cerebral. Había bateadores que tenían fuerza pero no corrían bien, en ese caso yo le jugaba atrás y le daba toda la parte de adelante. A los rápidos les jugaba adentro porque atrás no les podía hacer out. Antes de los juegos me ponía a ver las prácticas de los peloteros contrarios: para dónde bateaban más, hacia qué lado, cuáles eran sus habilidades. Las principales lecciones para hacerme buen shortstop, para afinar mi colocación, las adquirí en las prácticas del contrario. Si en una práctica le daban ocho swings a un bateador y seis de ellas las bateaba al rightfield, en el juego yo le jugaba más hacia ese field que hacia el izquierdo. Un buenshortstop tiene tres etapas, yo las viví: en la primera, cuando uno está en plenitud de condiciones, le dan un batazo entre tercera y short y uno le llega de frente; casi detrás de la tercera base, lanza de frente y hace el out. En la segunda, ese mismo batazo y uno le llega a la pelota con el guante de lado (ya no se fildea de frente). En la última, el mismo batazo (que antes has fildeado de frente y lado) ahora la vas a buscar pero no alcanzas la pelota, ésta sigue de hit y tu tienes que ir hasta la segunda base a esperar el tiro del leftfield porque no atrapaste la pelota. Lo grave es que la experiencia que se ha ganado no compensa la falta de poder físico porque uno puede conservar la habilidad de colocación para las jugadas de rutina, pero para dar ese paso extra ya el cuerpo no responde. (Una vez fui a ver al Morocho Hernández, ya en sus últimas peleas, y lo vi llevando muchos golpes del contrario. Pregunté por qué estaba sucediendo eso y me explicaron que él se dejaba pegar para buscar el mejor momento de responder. A quién le va a gustar que le peguen, pensé. Por qué no le pegaban al comienzo de su carrera. Comparé con mi propia experiencia y concluí que ya el Morocho estaba en la tercera etapa de unshortstop). Cuando eso sucede, uno tiene conciencia de que debe buscarse otra posición si es que quiere seguir en el beisbol. Muchos terminan jugando primera base y cuando llegan allí ya a un lado tienen la tribuna... la próxima etapa. Cuando me pasó a mí, opté por retirarme de la posición. No quería dar la cómica ante un público al que me había entregado con la pasión con que lo había hecho y frente al cual mantenía un orgullo a prueba de todo. Qué va. Yo sabía que eso me iba a ocurrir, estaba preparado. Y no me deprimí. Cuando me vi saliéndoles a los batazos y a no llegarles a las jugadas que antes hacía de frente, me dije: bueno, Alfonso, te tienes que ir para primera. Sin amarguras. Tenía que conservar el nombre del Chico Carrasquel. Y así lo hice.

Hoy en día, ya retirado, suelo encontrarme con fanáticos que me dicen: Chico, tu fuiste un buen jugador de beisbol. No me dicen que fui un buen shortstop, ni un buen bateador, sino un buen jugador de beisbol, lo que implica que fui bueno integralmente. Y eso me agrada porque hace un reconocimiento a la habilidad integral que es preciso tener para jugar correctamente este gran deporte: hay que conocer a fondo la estrategia, conocerse a sí mismo, analizar el propio desempeño, conocer a los compañeros de equipo y a los del contrario. Hay que saberse hasta el último detalle del propio picheo, de la defensa, de los outfielders, de los infielders y también analizar la ofensiva. Saber quién es el manager contrario, cuál es su habilidad para mover sus piezas y cuál es la propia para vencerlo. Creo que desde que nací... desde que estaba en el vientre de mi madre... ya estaba jugando beisbol.

He sido jugador, entrenador, manager, coach, scout, comentarista, de todo. El beisbol ha significado para mí todo, todo. En él me he desarrollado como ser humano porque el beisbol te inculca una responsabilidad: tienes práctica a tal hora, un juego a tal hora, tienes que mantener unas condiciones físicas, bien el brazo, las piernas, la mente... todo. En el terreno se piensa en beisbol y todo el cuerpo está puesto para el beisbol, allí no se piensa en más nada. No se piensa en mujeres... por ejemplo.

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En el terreno los peloteros se ven muy bonitos, como héroes. Pero otra cosa es en los vestidores. Eramos veinticinco o treinta hombres que andaban por ahí, desnudos. Sobre todo cuando teníamos juego, que debíamos bañarnos juntos. Ahí lo más normal es que cada quien hable de sus habilidades... las de fuera del campo, quiero decir. Hablaban de lo que iban a hacer después del juego, de con quién iban a salir. Yo tuve fama de mujeriego y la verdad es que he sido un gran admirador de las mujeres. Ha habido quién me pregunte qué me gusta más, el beisbol o las mujeres. Y me ha sido difícil escoger. Por lo menos puedo decir con toda seguridad que me gusta más una mujer que comer, eso sí. A veces he visto una mujer que me ha gustado tanto que he perdido la noción de lo que estoy haciendo para dedicarle todo mi pensamiento a ella. He tenido la oportunidad de compartir con mujeres bonitas, feas, blancas, negras, japonesas, alemanas. Eso ha formado parte de mi vida, incluso cuando estuve casado. Sé que puede sonar muy machista, pero es la verdad. Yo disfruto a las mujeres, disfruto hablar con una mujer, comer con una mujer. A la persona con quien estoy casado actualmente (mi segundo matrimonio), la conocí en mis años de joven en Chicago. En el año 60 me fui a Venezuela, allí tuve otras relaciones y otros hijos... no hablemos de cuántos, digamos que son varios... los he ayudado con su vivienda, con sus estudios, no son peloteros, pero algunos son profesionales, incluso uno de ellos es oficial de la Armada, y todos llevan mi apellido. Yo tuve una novia que pertenecía a una familia de la alta sociedad de Caracas y todo era, tú sabes, chofer uniformado, vestidos bonitos, tardes en el club... y un día ella me invitó a cenar en la casa de un familiar que vivía en el Country Club. Me preparé, me puse mi traje, llegué a la casa, mucho gusto, apretones de manos. Nos sentamos a la mesa y veo como seis cubiertos de un lado y seis del otro. Ella quedó sentada frente a mí y cuando me sirvieron el pescado, le pedí al mesonero un poquito de salsa de tomate; esa mujer empezó a abrirme los ojos y a pegarme patadas por debajo de la mesa. Qué es lo que pasa, le dije y me levanté. Ella miró a todos con sonrisitas y se levantó también. Cómo le vas a poner salsa de tomate al pescado, me dijo apretando los dientes. No regresé a la mesa. Me fui y el noviazgo se terminó por un poquito de salsa de tomate. Todavía me acuerdo del mesonero conteniendo la risa y tratando de mirar para otro lado. Les tengo terror a los problemas de pareja. A veces me ha pasado, con una muchacha, que todo comienza muy bien, mucho cariño, mucho amor, pero después, cuando empiezan los reproches... ya no puedo, me espanto. Lo de la aeromoza es verdad, ¿quién te lo dijo?, algún periodista chismoso... ella me llamaba desde Caracas y me decía sus rutas y ahí nos encontrábamos, en Nueva York, en Boston, en Chicago. Una vez fui en mi carro a buscarla a su casa, en Caracas, y cerca de donde ella vivía había una estación de servicio. Me paré a poner gasolina y en ese momento pasó a mi lado un carro conducido por una muchacha. Ella se me quedó mirando y yo empecé a hacerle señas. Cuando me di cuenta de que mi amiga me estaba viendo desde su casa, me puse a hacer la payasada de que estaba practicando para hacerle señas a los bateadores. Nunca me creyó, las mujeres nunca me han creído lo que yo he dicho.

Mi primera esposa, Marcela, es de Naiguatá —con ella tuve seis hijos—; yo siempre le decía: si tú hubieras sido pelotero, hubieras sido tremendo primer bate porque qué vista tienes. Yo salía, me iba a bailar a algún sitio, y cuando dejaba a mi pareja en su casa, le pedía a algún amigo que me revisara por todas partes. En todas las estaciones de servicio me paraba: mírame bien por aquí, ¿no se me ve nada? Nada, chico, tranquilo, me decían los tipos. ¿Pero no tengo pintura, ni nada de nada? Nada, vale, tranquilo. Y cuando llegaba a la casa, prácticamente a oscuras, mi mujer me miraba y me decía: mira, gran carajo, estás pintado aquí y aquí. Como mi única obsesión en la vida era el beisbol, fui poco bailarín y casi nada sabía de las orquestas, de los cantantes, de ese mundo. Pero ahora me analizo y observo que cuando bailaba bolero me hacía cosquillas a mí mismo. ¿Cómo lo haría?, me pregunto. Es que bailaba tan pegado que me hacía cosquillas yo mismo. Qué bandido, verdad. Yo tenía un sistema para bailar: agarraba la mano de la muchacha y echaba hacia atrás su brazo para que sacara el pecho y yo sentirlo aquí, en el mío. Yo trabajé lavando vasos en el Roof Garden, en la esquina de Gradillas, tenía ocho o nueve años. Desde el lavaplatos veía a la gente bailando, las mujeres con aquellos trajes, las joyas, los hombres abrazando a sus parejas y yo me decía: algún día voy a estar de aquel lado. Pasaron los años y un día fui al Roof Garden. Entré con mi traje y me quedé mirando a los muchachos que lavaban los vasos. Y pensar que yo estuve de aquel lado, pensé, pero ahora estoy de este, con mi buen traje y bailando con mi pareja. Ya no lavaba vasos.

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