domingo, mayo 18, 2008

Historiador venezolano (Manuel Caballero) opina sobre el populismo

Artículos de opinión de los historiadores venezolanos

Les dejo acá el artículo semanal del historiador Manuel Caballero que publica todos los domingos en El Universal.
El subrayado es nuestro.
Notas sobre "el pueblo" y sus amigos

Ni "el pueblo" es siempre pueblo, ni son amigos "sus amigos"

Muchos van a buscar el origen de la palabra "populismo" en los narodniki rusos del siglo XIX: ellos eran, o pretendían ser, "Amigos del Pueblo". Acaso en ese nombre esté la mejor definición del populismo: lo de "amigos" lo define como una especie de paternalismo; lo de "pueblo" por su indefinición: la palabra "pueblo" es tan inclusiva como aquellos famosos albergues españoles, donde cada quien comía lo que llevaba, y acaso sólo eso. Así, lo que caracteriza a un populismo no es tanto esta o aquella política económica; sino el hecho de que se pretenda imponerla al pueblo porque "el pueblo la quiere". En ese sentido, una política de esas que hoy se llaman neoliberales podría ser tan populista como su adversaria. Claro, se supone que ellas sólo se pueden aplicar desde el gobierno.

Y si éste es bastante rico para repartir recursos a diestra y siniestra, calificando de "pueblo" a todo el que extienda la mano para recibir el maná estatal, pues mejor. Lo que define el carácter populista de una medida es casi siempre menos el beneficio social real, que su popularidad. Por eso se suele pensar en el populismo como una deformación de la democracia. La diferencia entre la democracia y el populismo es que la primera sólo tiene sentido si los derechos y libertades se conquistan; mientras que en el segundo, ellas son otorgadas por un líder carismático y/o por una élite iluminada y ungida por la "voluntad del pueblo".Un peligroso desprecio

La primera vez en mi vida que me oí llamar "intelectual" con una punta de desprecio fue en los meses en que terminaba mi bachillerato y maldecía porque a la hora de la cena todo el mundo desaparecía en aquella pensión y teníamos que aguantar hambre hasta que terminase el lacrimógeno capítulo de El derecho de nacer. "Lo que pasa es que tú eres un intelectual, y a los intelectuales no les gusta la radionovela", nos ripostaban mirándonos de arriba abajo, incomprensibles como eran quienes no se sentían conmovidos por los esfuerzos de don Rafael para hablar desde su mudez hemipléjica.

Eso lo considerábamos entonces, y más ahora, como algo inofensivo. Lo que nos alarmaba en cierto momento no era la infatuación popular por una figura frívola o de un azote de barrio, sino el hecho de que rindieran ante ellas partidos e intelectuales que, y esto es lo más grave, renuncian y aborrecen la propia condición. Referirse con un dejo despectivo a "un sector de la intelectualidad y de los políticos" no es sólo negar la condición misma de quien eso escribe, sino algo peor: puede sugerir que determinada posición es buena porque la rechacen intelectuales y políticos. O sea, la típica propuesta populista, la misma de todos los demagogos: el pueblo siempre tiene la razón, así se encapriche y se equivoque.
Rodeos y eufemismos

Al juez ante el cual debió comparecer Gustave Flaubert le molestó de manera especial que Emma Bovary hablase de "las desilusiones del adulterio y la suciedad del matrimonio" cuando debía haber escrito todo lo contrario: "las desilusiones del matrimonio y la suciedad del adulterio". Pero no era eso lo que Flaubert quería decir, y no lo dijo.

Hay sin embargo autores a quienes no les molesta en verdad la censura, pues ven allí una espléndida ocasión para burlarla: el hambre de libertad, como la física, aguza el ingenio. Para no hablar del Siglo de Oro, en los años finales del franquismo floreció como nunca antes la prensa que cultivaba el género humorístico "dentro de lo que se puede" como rezaba el lema de Hermano Lobo. Por ejemplo, nadie se atrevía a hablar de la próxima muerte de Franco, pero se le daba un rodeo: a eso se le llamaba "preparar el futuro"; y un Día de los Difuntos, esa misma publicación ponía a hablar hasta por los codos a los únicos a quienes "el futuro" no le iba ni les venía, o para decirlo en lenguaje chorizo, les "refanfiflaba": los muertos.

Salvador Garmendia contaba que el más sorprendente e ingenioso eufemismo se lo había escuchado siendo niño a una tía suya, que conminaba a una nieta a que mirase para otro lado, pues en la calle por la que pasaban había un hombre orinando en la calle "con la malacrianza en la mano".
Asesinos y sicarios

Desde que el Viejo de la Montaña comenzó a entrenar sus huestes para matar a todo sospechoso (y mucho más si era poderoso) de no seguir al pie de la letra las enseñanzas del Corán o mejor, su interpretación rigorista, se extendió por todo el orbe entonces conocido no sólo su temible fama, sino también su nombre, los haschichins, de donde derivó nuestra palabra asesinos. Se pensó que ese nombre era a su vez un derivado de haschichs, uno de los nombres de la marihuana.
Amin Maalouf no lo cree así, puesto que la capacidad de disimulo y de self control durante el largo tiempo en que se vigilaba a la víctima, eran incompatibles con el empleo de estimulantes. Él piensa que la palabra designa a los Assasiyoum, aquellos que son fieles al Assa, o sea a la estricta ortodoxia sunnita.

Como sea, desde entonces se ha tendido a atribuir esa condición de asesinato y premeditación a los musulmanes. Pero no eran ellos los únicos. Se conoce también, a través de cierta literatura colonial inglesa, a los thugs de la India, y hoy sobre todo el cine ha popularizado a los ninjas japoneses, lo que parece ser pura fantasía celuloidal.

Pero antes de que existieran los haschichins, y más aún, antes de que Mahoma iniciara con la Hégira la expansión de su imperio religioso, entre los judíos existía una secta, los zelotes, cuyo argumento preferido era también el puñal. De hecho, se les llamaba "portadores de puñal", lo que en su lengua se decía sicarios. De modo que su origen nada tiene que hacer con el narcotráfico y sus diferentes "carteles".

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