domingo, septiembre 14, 2008

Historiador venezolano (Manuel Caballero) opina sobre la comparación de los regímenes personalistas

Artículos de opinión de los historiadores venezolanos

Les dejo acá el artículo semanal del historiador Manuel Caballero que publica todos los domingos en
El Universal.
El subrayado es nuestro.
De acuerdo, pero...

Dios los crea y ellos se juntan... o al menos se parecen

Por mucho que se auxilie con diversos instrumentos, la percepción generalizada liga siempre a determinado profesional con uno solo de ellos. Así, entendemos que cuando se dice que fulano "es un gran bisturí", sabemos que se está hablando de un cirujano aunque ahora sólo emplee un rayo laser para extirpar un tumor. De pareja si bien no idéntica manera, es la crítica interna el instrumento que define al historiador, aunque emplee también la cronología, la antropología, la sociología, la economía, la sigilografía, la diplomática y un montón de etcéteras.
La crítica interna se ejerce cuando se está en presencia de un documento y una vez determinada su autenticidad por la crítica externa (un papiro egipcio de la decimonovena dinastía no puede contener un texto escrito a máquina) la crítica interna entra a evaluar otras cosas: pueden ser la coherencia interna, la congruencia de su lenguaje, su correspondencia con la realidad y con la época.
Un ejemplo accesible
Pero no queremos convertir este ar- tículo en una lección de metodología que sólo interese a los especialistas. Vamos entonces a recurrir a un ejemplo accesible a todos. Imaginemos a un historiador venezolano del siglo veintidós o veintitrés examinando un texto de dos o tres centurias atrás, que contiene la reseña biográfica de un personaje cuyo nombre se ignora porque alguna circunstancia o voluntad hizo desaparecer sus primeras líneas. Pero allí se habla de un gobernante cuya característica esencial era, de acuerdo con el resto de la reseña, un ego que llevó a un siquiatra de la época, sin embargo nada hostil, a diagnosticarle un narcisismo descomunal. Su nombre debía estar en todas las bocas, repetido hasta el cansancio por la "comunidad carismática", o sea, la piara de sus adoradores dispuestos a cada momento a descoyuntarse riéndole sus retorcimientos histéricos y hasta sus retortijones. Pero sobre todo, su vera efigie debía aparecer en todas las esquinas, todos los rincones de cada casa de su país.
En todas las esquinas
Debía vérsele cargando bebés, abrazando viejitas, manejando maquinaria pesada y regalando hasta el último centavo del tesoro público como si lo estuviese sacando de su propio bolsillo inagotable. Nunca antes, en una historia repleta de egos y personalismos, de caudillos y tiranos, había alcanzado niveles tan altos el culto a una personalidad, por mucho que en su propio siglo tal manía había florecido como los hongos después de un día de lluvia. Una de sus obsesiones era la de abolir la historia, ante todo la de los "gobiernos anteriores" que él desdeñaba llamándolos con el nombre de una ciudad donde él juraba que los tales habían nacido. La historia debía comenzar con su llegada al poder. Todo eso era expuesto día y noche por una propaganda obsesiva, a comenzar por sus interminables discursos de audiencia obligatoria; en un lenguaje hamponil porque, pensaba, el orador no se debe dirigir a la parte más culta de su auditorio, ni a la intelectualmente mediana, sino a la más primitiva.
Volverlos escuálidos
O sea, a la más fácil de captar estimulando sus bajas pasiones, y proclives a aceptar como verdades los prejuicios más mineralizados. No los incitaba sólo al odio social, sino incluso racial: todo aquel que no tuviese el propio, real o supuesto origen del líder, debía ser considerado el enemigo y por tal execrado, excluido, impedido de trabajar y hambreado al punto de que al vérsele en la calle, luciese tan "escuálido" que ese apelativo fuese el que mejor pudiese calzarle a él y a sus congéneres. Todos los males de la sociedad debían ser atribuidos a un sólo enemigo, mejor si extranjero. Con el pretexto de su amenaza, buscaba exacerbar el más insano nacionalismo, y encontraba pretexto para lanzarse a una desenfrenada carrera armamentista. Para darse un ropaje que luciese moderno, creó un partido tomando como modelo el cuartel con sus batallones de disciplina vertical inapelable. A ese partido le colgó el apelativo de "socialista". Sus militantes se daban el trato de "camaradas", y su bandera era roja, el color que desde mucho antes que él habían adoptado los socialistas de todas las tendencias.
Una espantosa conclusión
Llegó al poder por elecciones, pero cerró el Parlamento, para que, en su lugar, una asamblea sumisa y delirante le otorgase poderes especiales para legislar por decreto. La reseña biográfica de la que apenas llegaron al historiador del futuro pocas cosas más de las aquí dichas, se cerraba con una espantosa conclusión: que ese personaje había llevado, a un país como el suyo dueño de las más halagadoras potencialidades, a la mayor ruina de su historia, e incluso a su desaparición como Estado por mucho tiempo. Pero ese historiador del futuro ya debe haber afilado mucho más el arma de su crítica interna. Sin dejarse llevar por las apariencias, ni tampoco por la casi arquetípica medianía intelectual del personaje estudiado, llegó a una visión correcta, sin las aberraciones ópticas de su observatorio nacional venezolano.
Esto es, que, al revés de lo que llegó a pensar mucha gente, el documento no hablaba de la Venezuela del siglo XXI, sino de la Alemania de los años treinta del siglo XX.
En otras palabras, de la dominación de un partido (nacional) socialista de bandera roja, de su odio a los gobiernos anteriores "de Weimar", de su guerrerismo esencial y del desmelenado culto a la personalidad de un hombre de una desoladora mediocridad personal: Adolfo Hitler.
(A Elías Pino Iturrieta)

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