06/07/2018
TEXTO:
JESÚS PIÑERO | FOTOGRAFÍA: DANIEL HERNÁNDEZ
Han
pasado 50 años desde que el historiador Germán Carrera Damas publicó su libro
más emblemático, Culto a Bolívar. A sus 88 años, considera que su momento
histórico es el presente y no hay otra época del pasado que le hubiese gustado
vivir más que ésta. Su propia vida acompaña el devenir de la sociedad global,
tanto como la venezolana. Aquí la cuenta en primera persona
Germán
Carrera Damas acaba de cumplir 88 años. Su vida ha sido un recorrido por los
más importantes momentos de la historia de la Venezuela contemporánea, de la
que no sólo escribe como historiador, sino que además la recuerda con la
emoción de un testigo de los hechos. Es escritor de más de 40 obras sobre los
estudios históricos venezolanos. No hay un solo universitario de las
humanidades o de las ciencias sociales que no conozca su nombre o no haya
escuchado hablar de su popular trabajo sobre el Culto a Bolívar, que en
este 2018 cumple 50 años de haber sido publicado por Ediciones de la Biblioteca
Central.
“Yo
tengo una admiración muy grande por Simón Bolívar. Considero que ha sido uno de
los grandes hombres de la humanidad, no de América, ni de los siglos xviii o
xix. Fue un gran hombre y yo veía con verdadero desagrado de historiador el
cómo podía ser utilizado para mal dirigir un pueblo, desvirtuándolo y
convirtiéndolo en una especie de pacotilla, el culto. Veía que la democracia
seguía con aquellas ideas. Aquello me parecía muy peligroso, entonces publiqué
un trabajito en una revista de la Escuela de Letras, Los ingenuos
patricios del 19 de abril y el testimonio de Bolívar, donde digo eso, que el
testimonio de Bolívar había sido utilizado para desacreditar el poder civil y
enaltecer el militar. Se armó un escándalo tremendo. Porque, en un exceso mío,
dije que había que liberarse del Libertador, pero en tanto testigo de los
hechos, no en tanto los hechos. No entendieron o no quisieron entender y
pensaron que yo quería que quemaran a Bolívar. Publicaron cosas horribles.
Fíjate que en el libro yo digo que no me ocupo de Bolívar, sino del culto”.
Carrera
Damas es profesor titular de la Universidad Central de Venezuela (UCV), donde
además revalidó su formación en el Colegio de México y en la Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM), alcanzando el título de Doctor en la
Escuela de Historia. Allí también se desempeñó como director, fundando las
cátedras de Historia de la Historiografía Venezolana y la de Técnicas de
Investigación Documental. Además, dictó la Cátedra Simón Bolívar en la
Universidad de Cambridge (Inglaterra) y la fundó en la Universidad de Colonia
(Alemania) y en la UNAM (México). Trabajó en la Universidad de Florida con la
Bacardy Family Chair for Eminent Scholars y es experto colaborador de la
Unesco, en el comité que redacta la Historia General de América Latina y la
nueva versión de la Historia del Desarrollo Científico y Cultural de la
Humanidad.
Su
actividad diplomática comenzó una vez fue elegido miembro de la Comisión
Presidencial para la Reforma del Estado (Copre), bajo el gobierno de Jaime
Lusinchi. Igualmente se destacó como embajador en México, Colombia y República
Checa durante las presidencias de Jaime Lusinchi, Carlos Andrés Pérez, Ramón J.
Velásquez y Rafael Caldera.
En
2007 fue incorporado como Individuo de Número de la Academia Nacional de la
Historia, una institución a la que adversó desde joven por su defensa de la
llamada Historia Patria que, según su visión, los gobiernos han
utilizado para justificar sus acciones desde el siglo XIX.
“Yo
escribí mucho contra la Academia Nacional de la Historia. Porque uno de los
factores de atraso de la conciencia histórica del venezolano era el culto a
Bolívar y ellos eran quienes administraban eso, hasta pidieron mi destitución
de la universidad. No escribía por cuestiones personales, sino conceptuales.
Una sociedad necesita una conciencia histórica que la estimule, no que la
degrade al decir simplemente ‘cepíllate los dientes para que honres a Bolívar’.
Ahora he dejado de asistir por varias razones, entre ellas el giro hacia lo que
yo llamo la ‘historiografía de aeropuerto’ y ese tipo de cosas no son para mí.
Cuando uno iba a las sesiones lo que trataban eran cuestiones administrativas.
Una vez publicamos algunas cosas en defensa de la República porque las llevé yo
escritas y ahí estaban Simón Alberto (Consalvi), Manuel Caballero y José Rafael
Lovera, pero ya sin ellos volvió a ser la misma Academia que para mí no
representaba nada”.
En
2018 y octogenario, sigue activo. Se dedica a dictar conferencias tanto en
universidades venezolanas como extranjeras y coordina actividades de la
Fundación Rómulo Betancourt.
La
educación va primero
Tuve
noción de la historia como a los 6 o 7 años, cuando todavía vivíamos en
Caigüire (estado Sucre). Estando el régimen gomecista, recuerdo muy bien que un
día mi mamá salió a donde el jefe civil a rescatar un muchacho de 16 años que
lo habían reclutado, y era el único sostén de su familia. Se lo querían traer
para el cuartel y ella fue allá y se lo entregaron. Ese fue quizás mi primer
recuerdo de lo que significaba un régimen dictatorial y autocrático.
Luego
nos trasladamos a Caracas por dos razones fundamentales:una de carácter
familiar, pues era muy importante para mis padres darnos la oportunidad de
estudiar porque en Cumaná no había liceos; y la otra por mi mamá, quien no
quería quedarse viuda por el paludismo. Sí, así mismo lo decía. Entonces nos vinimos
a Caracas donde no estaba la epidemia.
Éramos
cinco hermanos. Mi padre era comerciante, muy emprendedor. Hombre
extraordinariamente culto y gran lector. Es más, yo creo que le debo a él mi
dedicación a la historia. Fue la persona que realmente me dio ese horizonte.
Aunque no pudo estudiar, tenía una cultura muy vasta y, además de juguetes,
siempre nos llevaba libros y conversaba con nosotros sobre ellos porque los
leía. Yo estoy recordando a Carlomagno desde que tenía 12 años. A los 14 leí
junto a él la biografía de Leonardo da Vinci y El Quijote, y esto no lo
digo con jactancia. También tuve buenos profesores de primaria y, además,
estaba él como un maestro permanente, pero no enseñándonos sino planteando las
cosas. Había la obligación de ver cómo hacíamos para poder hablar de esos temas
en casa.
Un
día de 1939, a este señor, nacido en Cariaco, se le ocurre que quiere ver el
mundo. Se va con mi mamá a Nueva York y estando allá se deslumbró totalmente.
Tomaron un barco y se fueron a Europa. En París lo sorprendió el inicio de la
guerra, lograron irse en el último barco francés que salió a Nueva York. Cuando
regresaron, ya la guerra estaba en curso.
Él
tenía un pensamiento democrático y, de cierta forma, yo diría que adquirí esa
misma orientación. Por ejemplo: 1945. Noche del 17 de octubre. Nuevo Circo de
Caracas, lleno de gente. En las gradas están Antonio Carrera con Germán
Carrera. Estamos oyendo aquel famoso mitin en el que hablaron Andrés Eloy
Blanco, Rómulo Gallegos y Rómulo Betancourt. Al día siguiente inició la primera
y genuina revolución en la historia de Venezuela. Yo estaba en la tribuna junto
a mi papá. Tenía 15 años y sentido político.
La
juventud de aquellos años tiene una diferencia fundamental con la de ahora: en
aquel momento nosotros podíamos imaginar la democracia… Imaginarla. En cambio,
la juventud de ahora puede recordarla. ¿Ves la pequeña diferencia? Podíamos
imaginarla pero no teníamos ni la menor idea de qué era aquello. Sólo la
asociábamos con el concepto de libertad, nada más. Pero ahora nosotros podemos
recordarla, que es diferente.
Deslumbrado
en París
Mi
padre, siempre preocupado por nuestra formación, un día nos reunió y nos dijo:
“Yo no puedo dejarles una herencia pero les voy a dar la oportunidad de que se
preparen para su vida. Nos vamos todos a París”. Nosotros no fuimos ni con
lujos ni con exceso de dinero. Buscábamos un modo de ganarnos la vida y con la
mejor formación posible.
Gracias
a él llegamos todos a París y allí fui donde por primera vez vi lo que era una
agitación política. Te estoy hablando de julio de 1948, es decir, yo me acababa
de graduar de bachiller y llego allá con 18 años. Bueno, lógicamente a mí se me
produjo una especie de embriaguez política de la que no me arrepiento en lo
absoluto.
En
noviembre recibimos la noticia del golpe a Gallegos. Un grupo de estudiantes
firmamos un telegrama dirigido a Pérez Jiménez, protestando por aquel hecho y
eso significó que por 10 años no pudiera volver a Venezuela. Para esa época,
los consulados tenían una lista de “indeseables” y yo estaba en ella. Entonces
no pude volver hasta la caída de Pérez Jiménez. Mi papá y mi mamá sí venían,
pero mis hermanos y yo no podíamos regresar.
En
búsqueda de la historia
Terminé
mi primer libro a los 17 años. Es una biografía de Simón Rodríguez. Yo
estudiaba en el liceo Fermín Toro y tuve un maestro extraordinario, el poeta
Héctor Guillermo Villalobos, que en literatura venezolana nos mandó hacer un
trabajo de fin de curso. Yo hice uno como de ciento y pico de cuartillas y ese
fue mi primer libro de historia.
Llegué
a París con mi vocación de historiador y mi papá me decía que con qué me iba a
ganar la vida, porque ser historiador era lo mismo que condenarse a la pobreza.
Entonces me persuadió y entré a la Facultad de Derecho de la Universidad de
París, destinado a ser como José Gil Fortoul, un abogado historiador. Marché
muy bien en el primero y segundo año, ya en el tercero me planteé que no quería
ser abogado. Me habían interesado esos dos años porque eran de las materias generales.
Entonces
fui a Geografía, hice un semestre y vi que tampoco era mi camino. Así que
presenté examen de ingreso a la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y
aprobé, allí estudié dos años, pero por razones de la Guerra de Corea y la
inminencia de otra guerra mundial, decidimos irnos a México.
Exiliado
e indocumentado
En
1952 llegué a México. Ya era militante del Partido Comunista, pero cometí el
peor error que puede cometer un comunista: estudiar a fondo el humanismo
marxista. Yo soy de los sobrevivientes de El Capital y llegó un
momento en el que me di cuenta que ese humanismo marxista, como todos los
humanismos, es un cuerpo doctrinario en torno a un valor fundamental para el
hombre: la libertad. La libertad del trabajo humillante, de la credulidad y de
la superstición. El poder ser libre del sometimiento al despotismo. Entonces,
yo me preguntaba qué hacía allí si estaba en un partido que buscaba la
dictadura del proletariado con un centralismo absoluto y el abandono de la
libertad.
Pero
convivía con los comunistas exiliados. Tenía visa de estudiante y había que
renovarla cada año. Gracias a la corrupción administrativa, había un señor al
que le entregaba el pasaporte, le daba 200 pesos y entonces me quedaba
encerrado en mi apartamento cuatro o cinco días, mientras lo mandaban a la
frontera con Guatemala y allí el cónsul le ponía un sello de salida y entrada.
Así yo tenía un año más y cuando por fin llegaba el pasaporte podía salir, sino
me detenían como indocumentado. Era duro, pero no me arrepiento.
“Señor,
el decano lo llama”
Fue
cuando regresé que conocí a mi segunda esposa. Yo estuve casado primero en
México con una venezolana, pero ella se fastidió de mí porque siempre andaba
metido en los libros, y se divorció. Después conocí a Alida, ella era
secretaria de la Biblioteca Central y había sido candidata en el Miss Venezuela
de 1956. Salía en la revista Élitecon fotografías y todo eso. Era la mujer
más bella que yo había visto, y eso que yo venía de Francia. Me condenó a 50
años de felicidad. Ella murió cuando cumplía 80 años como yo, en 2010. Tuvimos
dos hijas: Gabriela y Daniela.
Regresé
a Venezuela en mayo el 58, pero repatriado. El gobierno mandó un avión a México
a buscar a los exiliados. Yo sólo conocía a una persona en toda la Universidad
Central de Venezuela (UCV): el director de la Biblioteca Central, porque
habíamos sido compañeros en el Fermín Toro. De resto no conocía a más nadie. Mi
destino era ser profesor de la UCV pero también ser un historiador. Lo que se
me planteaba era el problema de ser un comunista historiador o un historiador
comunista. Podía ser un comunista que escribiera cosas de historia, pero
también podía ser un historiador afiliado al Partido Comunista. Como yo quería
mi libertad, no elegí ni lo uno ni lo otro.
La
persona que dirigía el Colegio de México era Alfonso Reyes, un humanista
mexicano con quien yo hice buena amistad. Un día me dijo: “Carrera, tengo
entendido que te regresas a Venezuela porque ya cayó la dictadura” y me entregó
una carta para que se la diera a un amigo suyo, Juan David García Bacca, el
decano de la Facultad de Humanidades y Educación. Era una carta cerrada que se
la di a la secretaria del Decanato. Me tardé unos minutos haciendo no recuerdo
qué y, cuando voy a bajar las escaleras, la muchacha me detiene: “Señor, el
decano lo llama”. Al entrar a la oficina, me encuentro a García Bacca leyendo
la carta. Se voltea hacia mí y me dice: “Yo no sé cómo ni dónde pero desde este
momento usted trabaja aquí. Tenga esta carta y guárdela”.
En
la carta, don Alfonso hizo un gran elogio mío en unas pocas líneas. Eso fue en
mayo de 1960. Entonces me designó como auxiliar de investigación en el
Instituto de Estudios Hispanoamericanos, dirigido por Eduardo Arcila Farías,
con un fabuloso sueldo de 500 bolívares mensuales. Ya yo estaba casado, tenía
una hija y el apartamento me costaba 750. También escribía algunas cosas en los
periódicos y corregía algunos libros, hasta de cocina.
Haciendo
historia
Nunca
pensé en ser embajador. Todo empezó cuando me nombraron en la Comisión
Presidencial para la Reforma del Estado (Copre), como director de la
Subcomisión de Reforma Institucional. Yo le pregunté a Ramón J. Velásquez el
porqué de mi nombramiento y él, como perfecto andino, me dijo: “Es que yo leí
unas cosas tuyas y quería ver si funcionaban”. En la Copre pasé de escribir
historia a hacer historia.
Un
día me llamó Simón Alberto Consalvi, canciller de Jaime Lusinchi, y me dice que
el presidente me ofrecía la Embajada de Venezuela en México pero que
respondiera ya. No me quedó más recurso que decir “Bueno, Canciller, en
realidad, lo he pensado detenidamente y creo que sí”. Después me dijo que había
una condición, que no se lo dijera a nadie hasta que el Presidente lo anunciara.
Así que llegué a mi casa y no le dije nada a nadie porque la primera virtud de
un diplomático es la discreción. En la mañana sonó el teléfono y Daniela se
enteró. Yo no le había dicho ni a Alida y ya los periodistas lo sabían.
Duré
13 años y medio como embajador y ni siquiera me preguntaron si estaba inscrito
en un partido. Cuando le pregunté a Lusinchi: “Presidente, ¿por qué me nombró
usted como embajador en México?”, él me miró y me dijo: “Porque hablas el
idioma”. Bueno, es verdad, yo había sido compañero universitario de muchos de
los funcionarios de cancillería mexicana y tenía muy buena relación con ellos.
Ningún
Presidente me exigió juramento de fidelidad, ni me pidió cuenta de mi concepción
política. Es más, recuerdo cuando Ramón J. Velásquez fue presidente
provisional, yo vine de Colombia y le dije: “Presidente, ¿qué tiene usted
resuelto para mí?”, porque él podía destituirme y nombrar a otra persona. ¿Sabe
lo que me respondió mi amigo? “Mientras yo esté aquí, usted estará allá”. Yo
valoro mucho la autenticidad. Y eso requiere que uno asuma la responsabilidad
de sus actos. Pero no por vanidad, sino por autoestima.
Recuerdo
que en enero de 1999, una delegación llegó a la oficina del consulado.
Conversamos sobre algunas cosas y nos dimos cuenta de lo que se avecinaba para
el país. Esa misma noche le dije a Alida: “Creo que nuestra vida diplomática
está por terminar”. En la mañana llamé al presidente Rafael Caldera y le dije:
“Presidente, apenas entregue la banda, por favor solicite mi retiro”. Él me
preguntó por qué y yo le dije que no quería ser parte del período que venía
para Venezuela.
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