Me ha parecido un excelente discurso que dejo por acá como fuente primaria de una posición prodemocrático en contra de los populismos y los peligros en general que afrontan las democracias y las libertades en la segunda década del siglo XXI.
Profeballa
“Seguid alzando la voz” (discurso íntegro video)
Intervención de Barack Obama en la Conferencia Anual sobre
Nelson Mandela de 2018
El exvicepresidente Barack Obama, durante su discurso del 17
de julio en Johanesburgo, en el centenario de Nelson Mandela. SIPHIWE
SIBEKO (REUTERS)
Gracias a Mama Graça Machel, a los miembros de la familia
Mandela, la familia Machel, el presidente Ramaphosa, que ha dado una nueva
esperanza a este gran país, distinguidos invitados, Mama Sisulu y la familia
Sisulu, el pueblo de Sudáfrica. Es un honor especial para mí estar aquí con
todos ustedes, reunidos para celebrar el nacimiento y la vida de uno de los
auténticos gigantes de la historia. Empezaré con una pequeña corrección (risas)
y unas cuantas confesiones. La corrección es que bailo muy bien (risas). Quiero
que quede claro. Michelle baila un poco mejor. Empecemos ahora con las
confesiones:
La primera es que no estaba
exactamente invitado a estar hoy aquí. Graça Machel me ordenó educadamente que
viniera (aclamaciones). La segunda confesión es que he olvidado mis
conocimientos de geografía y el hecho de que en Sudáfrica estamos ahora en
invierno (risas). No me he traído ningún abrigo, y esta mañana he tenido que
enviar a una persona al centro comercial porque me he tenido que poner unos
calzoncillos largos (risas). Al fin y al cabo, nací en Hawái. La tercera cosa
que debo contar es que cuando mi equipo me dijo que tenía que dar una
conferencia pensé en esos viejos profesores estirados, con traje de tweed y
pajarita. Me pregunté si esta era una señal más de mi nueva etapa, junto con
las canas y los problemas de la vista. Pensé en que mis hijas creen que todo lo
que les digo es un sermón (risas). Me acordé de los periodistas estadounidenses
y de lo frustrados que solían sentirse con mis respuestas interminables en las
ruedas de prensa, cuando no lograban sacarme declaraciones ni de dos minutos.
Sin embargo, dados los extraños e inciertos tiempos en
los que vivimos —que son extraños, y son inciertos-, en los que las noticias de
cada día generan nuevos titulares confusos e inquietantes, he pensado que tal
vez sería útil retroceder un instante y tratar de ver las cosas con cierta
perspectiva. Por eso les pido que me disculpen, —a pesar de que hace
algo de frío—, si dedico gran parte de esta conferencia a recordar dónde
hemos estado y cómo hemos llegado hasta aquí, con la esperanza de que esta
reflexión nos sirva de guía para saber cuál es el camino a seguir.
Hace 100 años Madiba nació en la aldea de M —vaya, siempre
me pasa lo mismo (risas), tengo que aprender a pronunciar bien la M cuando
estoy en Sudáfrica— Mvezo, eso es. En realidad, es porque hace tanto frío que
se me pegan los labios (risas). En su autobiografía, él habla de una infancia
feliz: cuidaba del ganado, jugaba con otros niños, y luego fue a una escuela
donde una maestra le puso el nombre inglés de Nelson. Como muchos de ustedes
saben, Madiba decía que “no tenía ni idea” de por qué lo llamó así.
No había ninguna razón para creer que un niño negro en esa
época, en este lugar, iba a cambiar la historia. Sudáfrica no llevaba ni una
década liberada del dominio británico. En ese momento ya se estaban elaborando
las leyes para poner en práctica la segregación y la opresión racial, lo que se
conocería luego como el Apartheid. La mayor parte de África, incluida la tierra
natal de mi padre, vivía bajo el poder colonial. Las potencias europeas,
que habían puesto fin a una horrible guerra mundial pocos meses antes de que
naciera Madiba, decidieron que este continente y sus habitantes eran, sobre
todo, el botín de una disputa por el territorio, por sus abundantes recursos naturales
y su mano de obra barata. La inferioridad de la raza negra se daba por
descontada, así como la indiferencia hacia la cultura, los intereses y las
aspiraciones de la gente de color.
Esta visión del mundo —que defiende que ciertas razas,
naciones y grupos son superiores al resto, que fomenta la violencia y la
coacción como la base fundamental para gobernar, basada en la ley del más
fuerte y cimentada en la idea de que la riqueza se obtiene sobre todo por la
fuerza— no se limitaba a las relaciones entre Europa y África ni entre blancos
y negros. Los blancos también explotaban a otros blancos cuando podían. Y,
por cierto, los negros también estaban muchas veces dispuestos a hacer lo mismo
con otros negros. En todo el mundo, la mayoría de la gente tenía una vida de
subsistencia, sin voz ni voto en la política ni en la economía. A menudo
estaban sometidos al capricho y la crueldad de unos líderes ajenos a la
realidad de sus países. Una persona corriente no tenía posibilidades de cambiar
las circunstancias que determinaban su lugar de nacimiento. Las mujeres
estaban supeditadas a los hombres. El privilegio y el estatus estaban
rígidamente vinculados a la casta y al color de la piel, el origen étnico y la
religión. Incluso en mi propio país, en una democracia como Estados Unidos,
basada en la declaración de que todos los hombres son iguales, la segregación
racial y la discriminación sistemática eran legales en casi la mitad del país y
habituales en todo el resto.
Así era el mundo hace solo 100 años. Hoy todavía siguen
vivas muchas de las personas que vieron aquella realidad. Por eso no es ninguna
exageración calificar de extraordinarias las transformaciones que han tenido
lugar desde entonces. Una Segunda Guerra Mundial, todavía más terrible que la
primera, y una cascada de movimientos de liberación en África, Asia,
Latinoamérica, Oriente medio, acabaron, por fin, con el poder colonial. Cada
vez más pueblos, que habían sido testigos de los horrores del totalitarismo,
las matanzas masivas del siglo XX, empezaron a adoptar una nueva visión para la
humanidad, una nueva idea basada no solo en el principio de autodeterminación
de los pueblos, sino en la democracia, el Estado de derecho, los derechos
civiles y la dignidad de cada persona.
En los países con economías de mercado surgieron movimientos
sindicales, se instituyeron normas comerciales y de salud e higiene. Se amplió
el acceso a la enseñanza pública, nacieron los sistemas de bienestar social
para contener los excesos del capitalismo y reforzar su capacidad de ofrecer
oportunidades, no a unos pocos, sino a todo el mundo. El resultado fue un
crecimiento económico sin precedentes. La expansión de la clase media. En mi
país, la fuerza moral del movimiento de los derechos civiles no solo acabó con
las leyes de Jim Crow, sino que abrió las puertas para que las mujeres y los
grupos históricamente marginados encontraran su espacio público y reclamaran
sus derechos de plena ciudadanía.
Nelson Mandela dedicó su vida a este largo camino hacia la
libertad, la justicia y la igualdad de oportunidades. Al principio luchó
por este lugar, su país, para terminar con el Apartheid y garantizar la
igualdad política, social y económica de los ciudadanos no blancos y sin
derechos de Sudáfrica. Sin embargo, gracias a su sacrificio, su liderazgo
infatigable y, sobre todo, a su ejemplo moral, Mandela y el movimiento que
encabezaba cruzó fronteras. Su figura encarnó las aspiraciones universales de
las personas más desfavorecidas. Les insufló esperanza y les hizo ver que era
posible una transformación moral en la conducta de los seres humanos.
La luz de Madiba era tan brillante que incluso desde su
estrecha celda de Robben Island llegó a inspirar a un joven estudiante que
vivía en el otro extremo del planeta a finales de los setenta. Fue capaz de
hacerme pensar en cómo podría contribuir a hacer del mundo un lugar más justo,
me ayudó a cuestionarme mis prioridades. Más tarde, cuando estudiaba Derecho,
vi a Madiba salir de prisión, sólo unos meses después de la caída del muro de
Berlín. Sentí la ola de esperanza que recorrió los corazones de todo el
planeta. ¿Recuerdan ese sentimiento? Parecía que las fuerzas del progreso
eran imparables. Con cada paso que daba Madiba, uno sentía que ese era el
instante en el que las viejas estructuras de violencia y represión y los
antiguos odios que durante tanto tiempo habían cercenado las vidas de la gente
y reprimido el espíritu humano, estaban derrumbándose ante nuestros ojos.
Y luego, cuando Madiba condujo a esta nación a través de las
laboriosas negociaciones, la reconciliación, las primeras elecciones libres y
democráticas, cuando todos presenciamos la delicadeza y la generosidad con la
que aceptó a sus antiguos enemigos y la sabiduría que demostró al apartarse del
poder cuando pensó que su labor estaba hecha, comprendimos (aplausos) que los
subyugados y los oprimidos no eran los únicos que estaban liberándose de los
grilletes del pasado. Madiba estaba ofreciendo al opresor un regalo, la
oportunidad de ver la realidad de otra manera, de participar en la construcción
de un mundo mejor.
Durante las últimas décadas del siglo XX, la visión
progresista y democrática que representaba Nelson Mandela estableció, en muchos
sentidos, los términos del debate político internacional. Eso no quiere decir
que su manera de hacer política fuera siempre la triunfadora, pero sí que fijó
las condiciones, los parámetros; nos enseñó una forma de reflexionar sobre el
significado del progreso y siguió empujando el mundo hacia adelante. Todavía
hubo tragedias, sangrientas guerras civiles, desde los Balcanes hasta el Congo.
Sin embargo, a pesar de las luchas étnicas y sectarias que siguieron estallando
con una frecuencia desgarradora, la persistencia de la disuasión nuclear, la
existencia de un Japón próspero y pacífico, de una Europa unificada y afianzada
en la OTAN y de la entrada de China en el sistema comercial mundial redujeron
enormemente la posibilidad de una guerra entre las grandes potencias. En
Europa, África, Latinoamérica y el sudeste de Asia las dictaduras empezaron a
dejar paso a las democracias. El mundo fue a mejor. El respeto a los derechos
humanos y el principio de legalidad, plasmado en una declaración de Naciones
Unidas, se convirtieron en la norma básica para la mayoría de los países,
incluso en los sitios en los que la realidad estaba muy alejada de todos esos
ideales. Incluso cuando se violaban los derechos humanos, los culpables
empezaron a tener que estar a la defensiva.
Todos estos cambios geopolíticos llegaron acompañados de
transformaciones económicas. Las economías que habían estado cerradas se
abrieron, y eso, unido a la integración mundial impulsada por las nuevas
tecnologías, permitió que se pusiera en marcha el talento emprendedor entre
quienes habían permanecido al margen de la economía mundial. De pronto,
empezaron a ser importantes. Tenían poder y la posibilidad de hacer cosas.
Después llegaron los avances científicos, las nuevas infraestructuras y la
disminución de los conflictos armados. De pronto, salieron de la pobreza mil
millones de personas. Algunos de los países que siempre habían pasado hambre
fueron capaces de alimentarse, y las tasas de mortalidad infantil cayeron en
picado. Mientras tanto, la difusión de Internet permitió que la gente de todos
los continentes se conectara. Las culturas y los continentes se unieron de
forma inmediata. Surgió la posibilidad de que un niño pudiera tener a su
alcance todos los conocimientos del mundo incluso en la aldea más remota.
Esto sucedió en solo unas décadas. Todos esos avances son
reales, amplios y profundos, y se produjeron, si tenemos en cuenta toda la
historia de la humanidad, en un abrir y cerrar de ojos. Hoy existe una
generación que ha crecido en un mundo que, en la mayoría de los aspectos, es
cada vez más libre, más saludable, más rico, menos violento y más tolerante.
Todo esto debería darnos esperanzas. Pero, aunque no
podemos negar los grandes avances que ha hecho nuestro mundo desde que Madiba
salió de prisión, también debemos ser conscientes de todos los aspectos en los
que el orden internacional no ha estado a la altura de las expectativas. El
hecho de que los gobiernos y los poderosos no hayan afrontado verdaderamente
los fallos y las contradicciones de ese orden internacional es una de las
razones por las que gran parte del mundo corre hoy el peligro de volver a una
vieja forma de actuar más brutal y peligrosa.
Por eso tenemos que empezar por reconocer que, por más leyes
que existan sobre el papel, por más declaraciones maravillosas que figuren en
las constituciones, por más bellas palabras que se hayan pronunciado en las
últimas décadas en las cumbres internacionales o en los pasillos de Naciones
Unidas, las viejas estructuras de poder y privilegio, de injusticia y
explotación nunca desaparecieron del todo. Nunca se desmantelaron por completo (aplausos).
Las diferencias entre castas siguen determinando la vida de los habitantes del
subcontinente indio. Las diferencias étnicas y religiosas siguen influyendo en
las oportunidades de la gente, ya sea en Europa central o en el Golfo. Es
innegable que la discriminación racial sigue presente tanto en Estados Unidos
como en Sudáfrica (aplausos y aclamaciones). Y también es innegable que
las desigualdades acumuladas durante años de opresión institucional han creado
inmensas diferencias de rentas, riqueza, educación, sanidad, seguridad personal
y acceso al crédito. En todo el mundo, a las mujeres y las niñas se les sigue
obstaculizando el acceso a posiciones de poder y autoridad (aplausos y
aclamaciones). Se les sigue impidiendo el acceso a una educación básica. Son
víctimas, en una proporción abrumadora, de violencia y malos tratos. Se les
paga menos que a los hombres por el mismo trabajo. Todo eso sigue ocurriendo (aplausos
y aclamaciones). Hay barrios, ciudades, regiones, países enteros a los que las
oportunidades no han llegado, a pesar de las maravillas de la economía
globalizada y los rascacielos relucientes que han transformado paisajes en todo
el mundo.
En otras palabras, existen demasiadas personas para las que,
cuanto más han cambiado las cosas, más han seguido siendo iguales (aplausos).
Y, si bien la globalización y la tecnología han abierto
nuevas oportunidades, han impulsado un crecimiento económico extraordinario en
zonas del mundo que antes malvivían, también han trastocado los sectores
agrarios e industriales de muchos países. Han reducido enormemente la demanda
de ciertos tipos de trabajadores y han contribuido a debilitar a los sindicatos
y la capacidad de negociación de los trabajadores. Han permitido que al capital
le resulte más fácil eludir las leyes y los reglamentos fiscales de las naciones-Estado
y transferir millones, miles de millones de dólares con solo tocar una tecla de
un ordenador.
La consecuencia de todas estas tendencias ha sido el
estallido de las desigualdades económicas. Unas cuantas docenas de
personas tienen tanta riqueza como la mitad más pobre de la humanidad
(aplausos). Esta no es una exageración, es pura estadística. En muchos países
de rentas medias y en vías de desarrollo, la nueva riqueza ha seguido
empeorando la situación de la gente, porque ha reforzado y aumentado los
modelos de desigualdad existentes, y la única diferencia es que ha creado
todavía más oportunidades de corrupción a una escala gigantesca. Para las
familias de clase media en economías avanzadas como Estados Unidos, que antes
disfrutaban de una situación estable, estas tendencias han significado más
inseguridad económica, especialmente para las personas que no tienen una
especialización laboral, que trabajaban en el sector industrial, en fábricas,
en agricultura.
Prácticamente en todos los países, el desproporcionado poder
económico de los que están en la cima les ha otorgado una influencia desmedida
en la vida política y los medios de comunicación, la capacidad de decidir qué
políticas son prioritarias y qué intereses acaban menospreciados. Hay que señalar
que esta nueva élite internacional y la clase profesional que la sostiene son
diferentes de las viejas aristocracias gobernantes. Muchos de sus miembros se
han hecho a sí mismos. Entre ellos hay defensores de la meritocracia. Y, aunque
en su mayoría siguen siendo varones blancos, como grupo, reflejan una
diversidad de nacionalidades y etnias imposible de imaginar hace 100 años.
Muchos de ellos se consideran de ideas políticas progresistas, cosmopolitas y
modernos. No caen en el provincianismo ni el nacionalismo, en el prejuicio
racista descarado ni en un sentimiento religioso demasiado fuerte, están igual
de cómodos en Nueva York como en Londres, Shanghái, Nairobi, Buenos Aires o
Johannesburgo. Muchos ejercen un humanitarismo sincero. Para algunos, Nelson
Mandela es uno de sus héroes. Algunos incluso apoyaron a Barack Obama en las
elecciones presidenciales de Estados Unidos y, gracias a mi condición de
antiguo jefe de Estado, me consideran miembro honorario de su club (risas). Y
me invitan a todo tipo de actos (risas), me pagan el billete.
Aun así, en sus negocios, muchos titanes de la
industria y las finanzas están cada vez más al margen de un lugar concreto, de
una nación-Estado, tienen vidas cada vez más aisladas de las penalidades que
sufre la gente en sus respectivos países (aplausos). Y sus decisiones —la
de cerrar una fábrica, la de intentar pagar los mínimos impuestos a base de
trasladar sus beneficios a un paraíso fiscal con la ayuda de contables o
abogados muy bien remunerados, la de emplear a trabajadores inmigrantes, más
baratos, la de pagar un soborno—, muchas veces, no tienen motivos perversos; no
son más que la respuesta racional, dicen, a las exigencias de sus hojas de
balance, sus accionistas y las presiones de la competencia.
Pero esas decisiones se toman demasiadas veces sin tener en
cuenta la solidaridad humana, ninguna comprensión básica de las consecuencias
que esas decisiones van a tener para personas concretas en comunidades
concretas. Desde sus salas de juntas y sus retiros, los que toman las
decisiones que repercuten en el mundo entero no tienen la oportunidad de ver el
dolor en el rostro de un trabajador despedido. Sus hijos no sufren cuando se
hacen recortes en educación y sanidad porque hay menos ingresos fiscales debido
a la evasión de impuestos. No pueden oír el resentimiento de un viejo
obrero cuando se queja de que el recién llegado al lugar en el que él trabajaba
no habla el mismo idioma que él. No sufren la incomodidad y el desplazamiento
que pueden sentir otros ciudadanos cuando la globalización provoca un vuelco,
no solo de las estructuras económicas, sino también de las costumbres sociales
y religiosas.
Por eso hubo tanta gente que, al acabar el siglo XX, mientras
varios comentaristas occidentales estaban proclamando el fin de la historia y
el triunfo inevitable de la democracia liberal y las virtudes de la cadena de
suministro mundial, no supo ver las señales de la reacción que estaba
fraguándose, una reacción que adoptó muchas formas. Se anunció de manera
violenta con el 11-S y la aparición de las redes terroristas internacionales, alimentadas
por una ideología que tergiversaba una de las grandes religiones mundiales y
proclamaba una lucha entre el islam y Occidente y entre el islam y la
modernidad, y la desafortunada decisión de Estados Unidos de invadir Irak no
contribuyó a mejorar las cosas, sino que aceleró un conflicto sectario
(aplausos). Rusia, humillada por la pérdida de influencia desde la caída de la
Unión Soviética y amenazada por los movimientos democráticos junto a sus
fronteras, empezó de pronto a reafirmar un control autoritario y, en ciertos
casos, a interferir en los asuntos de sus vecinos. China, envalentonada por sus
éxitos económicos, empezó a enfurecerse por las críticas a su actuación en
materia de derechos humanos y dijo que la defensa de los valores universales no
era más que una injerencia extranjera, el viejo imperialismo con un nombre
nuevo. Dentro de Estados Unidos, y la Unión Europea, los retos a la
globalización surgieron primero en la izquierda pero luego adquirieron más
fuerza en la derecha, y empezamos a ver movimientos populistas —por cierto, a
menudo cínicamente financiados por multimillonarios de derechas que solo
quieren reducir las restricciones oficiales a sus intereses económicos— que
conectaron con el malestar que sentían muchas personas apartadas de los centros
urbanos, el temor a perder su seguridad económica, a que se erosionasen su
estatus social y sus privilegios, a que su identidad cultural estuviera
amenazada por unos extranjeros, unas personas que no tenían su mismo aspecto ni
hablaban ni rezaban como ellas.
Lo peor fue seguramente el devastador efecto de la crisis
financiera de 2008, el comportamiento irresponsable de unas élites que provocó
años de dificultades para la gente corriente de todo el mundo y que dejó sin
contenido todas las garantías anteriores de los expertos, todas esas
afirmaciones de que los reguladores financieros sabían lo que hacían, que había
gente supervisando, que la integración económica mundial era algo
indiscutiblemente bueno. Gracias a las medidas tomadas por los gobiernos
durante la crisis y las enérgicas medidas aprobadas por mi gobierno, la
economía mundial ha recuperado un firme crecimiento. Pero la credibilidad del
sistema internacional, la fe en los expertos en sitios como Washington y
Bruselas, quedó dañada.
Y entonces empezó a aparecer una política del miedo, del
resentimiento y la trinchera, y ese tipo de política está hoy progresando. Está
progresando a un ritmo inimaginable hace unos años. No soy alarmista, me limito
a exponer los hechos. No hay más que mirar alrededor (aplausos). De pronto
está en ascenso la política del hombre fuerte, que conserva las elecciones y
una pseudodemocracia —solo en la forma— mientras que los que ocupan el poder
tratan de socavar todas las instituciones y las normas que dotan a la
democracia de significado (aplausos). En occidente tenemos partidos
de extrema derecha que a menudo no solo presentan programas proteccionistas y
de cierre de fronteras sino también un nacionalismo racista apenas oculto. Muchos
países en desarrollo se fijan hoy en el modelo de control autoritario y
capitalismo mercantilista de China y lo consideran preferible a las complicaciones
de la democracia. ¿Qué más da tener o no libertad de expresión mientras la
economía vaya bien? Se ataca la libertad de prensa. La censura y el control
estatal de los medios son cada vez mayores. Las redes sociales, que se
consideraban un mecanismo para promover el conocimiento, la comprensión y la
solidaridad, han demostrado su eficacia a la hora de fomentar el odio, la
paranoia, la propaganda y las teorías de la conspiración (aplausos).
Por consiguiente, ahora que conmemoramos el 100 aniversario
de Madiba, nos encontramos en una encrucijada, un momento en el que dos
visiones muy distintas del futuro de la humanidad compiten para conquistar a
los ciudadanos de todo el mundo. Dos relatos diferentes sobre quiénes somos y
quiénes debemos ser. ¿Cómo debemos reaccionar?
¿Debemos pensar que la ola de esperanza que sentimos cuando
Madiba salió de la cárcel y cayó el Muro de Berlín era una esperanza ingenua y
equivocada? ¿Debemos interpretar los últimos 25 años de integración
mundial como un mero desvío del inevitable ciclo de la historia en el que el
fuerte siempre tiene la razón y la política es una rivalidad hostil entre
tribus, razas y religiones, en el que los países compiten en un juego de suma
cero y están constantemente al borde del conflicto hasta que estalla una guerra
total? ¿Es eso lo que pensamos?
Les voy a decir lo que creo yo. Creo en la visión de Nelson
Mandela. Creo en una visión que era también la de Gandhi, Martin Luther King y
Abraham Lincoln. Creo en una idea de igualdad, justicia, libertad y democracia
multirracial, construida sobre la premisa de que todas las personas son iguales
y nuestro creador dio a todas unos derechos inalienables (vítores y aplausos).
Y creo que un mundo regido por esos principios es posible y puede lograr más
paz y más cooperación en busca del bien común. Eso es lo que creo.
Y creo que no tenemos más remedio que seguir adelante; que
quienes creemos en la democracia, los derechos civiles y una humanidad común,
tenemos un relato mejor que contar. Y pienso que no es una opinión basada en
sentimientos, sino en hechos irrefutables.
El hecho de que las sociedades más prósperas y triunfadoras
del mundo, las que tienen el mayor nivel de vida y el mayor grado de
satisfacción entre su población, sean precisamente las que más cerca están
de ese ideal progresista y liberal y las que han fomentado el talento y las
contribuciones de todos sus ciudadanos.
El hecho de que se ha demostrado, una y otra vez,
que los gobiernos autoritarios generan corrupción, porque no rinden
cuentas ante nadie; que reprimen a su pueblo, acaban perdiendo el contacto con
la realidad, cuentan cada vez más mentiras y, al final, provocan el
estancamiento económico, político, cultural y científico. Comprobadlo en la
historia. En los datos.
El hecho de que los países que se apoyan en el nacionalismo
desatado y la xenofobia y en doctrinas de superioridad tribal, racial o
religiosa, en los que ese es el principio que mantiene unidos a los
ciudadanos, acaban por consumirse en guerras civiles o externas. No hay
más que ver los libros de historia.
El hecho de que la tecnología no es un genio que pueda
volver a la lámpara, por lo que ahora tenemos que acostumbrarnos a la idea
de que estamos más conectados, las poblaciones van a seguir desplazándose y los
retos medioambientales no van a desaparecer por sí solos, de modo que la única
manera eficaz de abordar problemas como el cambio climático, las migraciones de
masas y las enfermedades pandémicas será desarrollar sistemas que aseguren más
cooperación internacional, no que la reduzcan (aplausos).
Nosotros tenemos un relato mejor. Pero decir que nuestra
visión del futuro es mejor no significa que vaya a ganar inevitablemente.
Porque la historia también demuestra el poder del miedo. La historia
demuestra cómo la codicia y el deseo de dominar a otros se apodera de las
mentes de los hombres. Especialmente de los hombres (risas y aplausos). La
historia demuestra lo fácil que es convencer a la gente de que se vuelva en
contra de los que tienen un aspecto distinto o rezan a Dios de otra
forma. Por eso, si verdaderamente queremos continuar el largo camino de
Madiba hacia la libertad, vamos a tener que esforzarnos más y vamos a tener que
ser más inteligentes. Vamos a tener que aprender de los errores del pasado
reciente. De modo que, en el breve tiempo que me queda, quiero sugerirles
unas cuantas pautas para seguir de ahora en adelante, unas pautas sacadas de la
labor de Madiba, sus palabras y las enseñanzas de su vida.
En primer lugar, Madiba nos enseña, a quienes creemos
en la libertad y la democracia, que vamos a tener que luchar más para reducir
las desigualdades y promover unas oportunidades económicas duraderas para todos
(aplausos).
Yo no creo en el determinismo económico. No solo de pan vive
el ser humano. Pero sí necesita pan. Y la historia nos enseña que las
sociedades que toleran grandes diferencias de riqueza dan pie a resentimientos,
disminuyen la solidaridad y crecen más despacio; y que, cuando la gente alcanza
un nivel que va más allá de la mera subsistencia, empieza a medir su bienestar
en comparación con sus vecinos y en función de si sus hijos tendrán una vida
mejor. Y la historia demuestra también que, cuando el poder económico está
concentrado en manos de unos pocos, detrás va el poder político, y esa es una
dinámica que socava la democracia. A veces puede tratarse de abierta
corrupción, pero a veces puede no tener nada que ver con el intercambio de
dinero, sino solo consistir en que los ricos consigan todo lo que quieren, que
es una situación que erosiona la libertad.
Madiba lo comprendió. No es nada nuevo. Nos lo advirtió.
Dijo: “Cuando la globalización significa, como ocurre tantas veces, que los
ricos y los poderosos tienen nuevos medios para enriquecerse más y dotarse de
más poder a expensas de los pobres y los débiles, [entonces] tenemos la
responsabilidad de protestar en nombre de la libertad universal”. Eso es lo que
dijo (aplausos). Por eso, si hoy nos tomamos en serio la libertad
universal, si nos preocupa la justicia social, tenemos la responsabilidad de
hacer algo al respecto. Y, con todos los respetos, quiero corregir lo que
dijo Madiba. No suelo hacerlo, pero creo que no basta con que protestemos;
tenemos que construir, tenemos que innovar, tenemos que averiguar cómo cerrar
esas diferencias de riqueza y oportunidades que son cada vez más amplias dentro
de cada país y entre unos países y otros (aplausos).
La forma de lograrlo será distinta según cada país, y sé que
su nuevo presidente está muy dispuesto a remangarse para intentarlo. Los
últimos 70 años nos han enseñado que no debe ser un capitalismo descontrolado,
inmoral y sin regular, y tampoco un socialismo de vieja escuela en el que se
controle todo desde arriba. Esas cosas ya se probaron y no dieron muy buenos
resultados. En casi todos los países, el progreso dependerá de un sistema
de mercado integrador, que asegure la educación a todos los niños, que proteja
la negociación colectiva y garantice los derechos de todos los trabajadores
(aplausos), que rompa los monopolios para fomentar la competencia en las pequeñas
y medianas empresas, y que tenga unas leyes que acaben con la corrupción y
garantice el juego limpio en los negocios; que mantenga cierto tipo de
fiscalidad progresiva para que los ricos sigan siendo ricos pero devuelvan algo
a la sociedad, de modo que todos los demás ciudadanos tengan dinero para
financiar la sanidad universal y la jubilación, y sea posible invertir en
infraestructuras e investigación científica con el fin de construir plataformas
para la innovación.
Tengo que añadir, por cierto, que estoy sorprendido por el
dinero que he cobrado, y no tengo ni la mitad que esa gente, ni la décima
parte, ni la centésima parte. Hay un límite a lo que uno puede comer o la casa
que se puede comprar (vítores y aplausos). Hay un límite a los viajes que se pueden
hacer. Basta ya (risas). No hace falta hacer un voto de pobreza para
decir: “Voy a ayudar un poco a otra gente, voy a atender a ese niño que no
tiene suficiente para comer o necesita dinero para la escuela, voy a ayudarle.
Voy a pagar un poco más de impuestos. No pasa nada. Puedo permitírmelo”.
(Vítores y aplausos.) Me refiero a que es poco ambicioso no querer más que
tener cada vez más , en vez de decir “Cuántas cosas tengo. ¿A quién puedo
ayudar? ¿Cómo puedo dar cada vez más?” Porque esa es la verdadera ambición, las
ganas de influir. Qué regalo tan maravilloso es poder ayudar a la gente, y
no solo a uno mismo (aplausos). ¿Dónde estaba? Me he distraído (risas). Ya
me entienden.
Se trata de promover un capitalismo integrador dentro de
cada país y entre unos países y otros. Por ejemplo, mientras trabajamos
para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, debemos superar la
mentalidad de obras benéficas. Tenemos que llevar más recursos a las
bolsas más olvidadas del mundo mediante inversiones y acciones emprendedoras,
porque en todo el mundo existe el talento, si se le da una oportunidad (vítores
y aplausos).
En el sistema internacional de comercio, es legítimo que los
países más pobres busquen acceso a los mercados más ricos. Y, por cierto, a los
mercados más ricos les digo que su gran problema no es un pequeño país africano
que vende té y flores. Ese no es su mayor obstáculo económico. También es
normal que las economías avanzadas como Estados Unidos demanden reciprocidad a
países como China, que ya no son países exclusivamente pobres, que exijan el
acceso a sus mercados y que dejen de robar la propiedad intelectual y piratear
nuestros servidores (risas).
No obstante, aunque haya cosas que discutir sobre las
relaciones económicas y comerciales, es importante reconocer esta
realidad: por más que la deslocalización de los puestos de trabajo del
Norte hacia el Sur y de Occidente hacia Oriente fuera una tendencia dominante a
finales del siglo XX, hoy, el mayor reto para los trabajadores en países como
el mío es la tecnología. Y el mayor reto para su presidente, cuando piense en
cómo aumentar el empleo, también va a ser la tecnología, porque la
inteligencia artificial ya está aquí y es cada vez más poderosa, y van a tener
coches sin conductor, y cada vez más servicios automatizados, y eso va a hacer
más difícil dar empleo de calidad a la gente, y vamos a tener que ser más
imaginativos y reconcebir por completo nuestra organización social y política,
para proteger la seguridad económica y la dignidad que van asociadas al
empleo. Un trabajo no solo da dinero; da también dignidad, y estructura, y
una posición en el mundo, y un propósito (aplausos). Por eso vamos a tener
que pensar en nuevas formas de reflexionar sobre estos problemas, como la renta
universal, la revisión de nuestra jornada semanal, cómo reconvertir a nuestros
jóvenes, cómo hacer que todo el mundo sea, en cierto modo, emprendedor. Y
vamos a tener que preocuparnos por la economía para restablecer verdaderamente
la democracia.
En segundo lugar, Madiba nos enseña que ciertos principios
son auténticamente universales. El más importante es el principio de que
estamos unidos por una humanidad común y que cada persona tiene una dignidad y
un valor intrínsecos. Es increíble que tengamos que seguir reivindicando esto
hoy día. Más de un cuarto de siglo después de que Madiba saliera de la
cárcel, todavía tengo que estar aquí y dedicar tiempo a decir que los negros, y
los blancos, y los asiáticos, y los latinoamericanos, y las mujeres, y los
hombres y los gays, y los heterosexuales somos todos seres humanos, que
nuestras diferencias son superficiales, y que debemos tratarnos unos a otros
con atención y respeto. Me parece que a estas alturas ya deberíamos saberlo.
Pero resulta que ahora estamos presenciando la reciente deriva hacia la
política reaccionaria, que la lucha por una justicia fundamental nunca termina.
Tenemos que estar constantemente alerta y luchar contra la gente que intenta
ascender a base de aplastar a los demás. Tenemos que ofrecer una resistencia
activa, y este es un aspecto importante, especialmente en algunos países
africanos como la tierra natal de mi padre. Ya he hablado en otras ocasiones de
esto; debemos resistirnos a la idea de que los derechos humanos esenciales,
como la libertad de discrepar, el derecho de las mujeres a participar
plenamente en la sociedad, el derecho de las minorías a la igualdad de trato y
el de las personas a no ser atacadas ni encarceladas por su orientación sexual
no son cosa nuestra, debemos tener cuidado de no caer en ello, de no decir que
son unos conceptos occidentales, y no unos imperativos universales (aplausos).
Una vez más, Madiba lo había previsto. Sabía de lo que
hablaba. En 1964, antes de que lo condenaran a cadena perpetua, explicó desde
el banquillo de los acusados que “la Carta Magna, la Petición de Derechos, la
carta de derechos son documentos venerados por los demócratas de todo el mundo”.
En otras palabras, no dijo: “Esos textos no los escribieron unos sudafricanos,
así que no puedo hacerlos míos”. Lo que dijo fue: “Esos textos son parte de mi
patrimonio. Son parte del patrimonio de la humanidad. Tienen que ver con este
país, conmigo, contigo. Y ese fue uno de los elementos que le dieron la
autoridad moral que nunca logró tener el régimen del Apartheid, porque Madiba
estaba más familiarizado con estas ideas que los responsables de aquel sistema
(risas). Había leído sus documentos con más atención que ellos. Y por eso dijo
después: “La división política basada en el color de la piel es completamente
artificial y, cuando desaparezca, desaparecerá también la dominación de un
grupo sobre otro”. Así hablaba Nelson Mandela en 1964, cuando yo tenía tres
años (aplausos).
Lo que era cierto entonces sigue siendo cierto hoy. Las
verdades esenciales no cambian. Y esta es una verdad que pueden adoptar los
ingleses, los indios, los mexicanos, los bantúes, los lúos, los
estadounidenses. Es una verdad que reside en el centro de todas las
religiones del mundo: que debemos tratar a los demás como nos gustaría que nos
tratasen a nosotros (aplausos). Que nos reflejamos en otras personas. Que
podemos reconocer sueños y esperanzas comunes. Y esa es una verdad incompatible
con cualquier forma de discriminación basada en la raza, la religión, el sexo o
la orientación sexual. Es una verdad que produce beneficios prácticos, porque
garantiza que cada sociedad aproveche el talento, la energía y las aptitudes de
todos sus miembros. Y si tienen alguna duda, pregúntenselo a la selección
francesa de fútbol que acaba de ganar el Mundial (aclamaciones y aplausos).
Porque no me parece a mí que todos esos jugadores tengan aspecto de galos
(risas). Y, sin embargo, son franceses. Son franceses (risas).
Asumir nuestra naturaleza humana no significa que tengamos
que renunciar a nuestras identidades étnicas, nacionales y religiosas. Madiba
nunca dejó de estar orgulloso de su origen tribal. Nunca dejó de estar
orgulloso de ser un hombre negro, ni de ser sudafricano. Pero creía, como yo,
que uno puede estar orgulloso de su origen sin denigrar a los que tienen
otro origen distinto (aplausos). Es más, eso es deshonrar los propios
orígenes. Si alguien tiene que denigrar los orígenes de otra persona, yo
tendría la impresión de que se siente un poco inseguro sobre su propia herencia
(risas). Claro que sí (risas). ¿No tienen a veces la sensación —y estoy
volviendo a improvisar— de que esas personas que hacen todo lo posible para
aplastar a otros y son tan vanidosas, en realidad, son personas amedrentadas,
muertas de miedo? Madiba sabía que no podemos exigir justicia para nosotros, si
solo se ofrece justicia a algunos. Madiba sabía que no podemos decir que
tenemos una sociedad justa, si nos limitamos a sustituir en la cima del sistema
a una persona de un color por otra de un color distinto y quedarnos tranquilos
porque la persona nueva se parece más a nosotros, aunque siga haciendo las
mismas cosas de siempre. No se trata de eso (vítores y aplausos). La justicia
no consiste en que la persona nueva que llega a la cima haga con los anteriores
lo mismo que los anteriores hacían con ella. Eso no es justicia. “Detesto el
racismo”, decía, “tanto si procede de un negro como de un blanco”.
Tenemos que ser conscientes de que hay una desorientación
lógica, derivada de la velocidad de los cambios y la modernización y del hecho
de que el mundo se ha empequeñecido, y vamos a tener que encontrar formas de
atenuar los miedos de quienes se sienten amenazados. Por ejemplo, en el
debate que está desarrollándose actualmente en Occidente sobre la inmigración,
no está mal insistir en que las fronteras nacionales son importantes, en que el
hecho de que uno tenga o no la nacionalidad es importante para un gobierno, en
que las leyes deben respetarse y en que, en el ámbito público, los recién
llegados deben hacer un esfuerzo para adaptarse al idioma y las costumbres de
su nuevo hogar. Son preocupaciones legítimas y debemos ser capaces de
dialogar con las personas que sienten que las cosas no marchan como es
debido. Pero eso no puede servir de excusa para unas políticas migratorias
basadas en la raza, en el origen étnico y en la religión. Es necesario que haya
cierta coherencia. Podemos hacer respetar la ley y, al mismo tiempo, respetar
la condición humana de quienes luchan para tener una vida mejor (vítores y
aplausos). Cuando vemos a una madre con su hijo en brazos, debemos pensar que
esa madre podría ser alguien de nuestra familia, que ese podría ser nuestro
hijo.
En tercer lugar, Madiba nos recuerda que la democracia
no consiste solo en celebrar elecciones.
Cuando Madiba salió de prisión, su popularidad tenía unos
niveles… imposibles de medir. Habría podido ser presidente vitalicio. ¿Acaso no
tengo razón? (risas) ¿Quién iba a presentarse contra él? (risas) Quiero decir,
Ramaphosa era popular, pero seamos serios (risas). Además, era joven, demasiado
joven. Si hubiera querido, Madiba habría podido gobernar por decreto, sin
molestarse en votaciones ni controles. Sin embargo, condujo Sudáfrica a través
de la redacción de una nueva Constitución, para la que se inspiró en todas las
prácticas institucionales y los ideales democráticos que habían demostrado más
solidez, sin olvidarse de que ninguna persona individual posee el monopolio de
la sabiduría. Nadie —ni Mandela, ni Obama— es totalmente inmune a la capacidad
de corrupción del poder absoluto, cuando puede hacer todo lo que quiere y todos
los que le rodean tienen demasiado miedo para decirle que está cometiendo un
error. Nadie es inmune a ese peligro.
Mandela lo comprendió. Dijo: “La democracia se basa en el
principio de mayoría. Sobre todo, en un país como el nuestro, en el que la gran
mayoría se ha visto sistemáticamente desposeída de sus derechos. Al mismo
tiempo, la democracia exige que se protejan los derechos de las minorías
políticas y de otro tipo”. Madiba comprendía que no se trata solo de saber
quién tiene más votos. Se trata de la cultura cívica que construimos y que hace
que la democracia funcione.
Por consiguiente, debemos dejar de fingir que los
países que celebran elecciones en las que, por arte de magia, el ganador
obtiene el 90% de los votos, porque toda la oposición está en la cárcel (risas)
o no puede aparecer en televisión, son democracias. La democracia necesita unas
instituciones fuertes, y la protección de los derechos de las minorías, y un
sistema de controles y equilibrios, y libertad de expresión, y libertad de
prensa, y el derecho a protestar y a reclamar al gobierno, y un aparato
judicial independiente, y que todo el mundo tenga la obligación de respetar la
ley.
Y es verdad que la democracia puede ser caótica, puede ser
lenta, puede ser frustrante. Les aseguro que lo sé (risas). Pero la eficiencia
que ofrece un autócrata es una falsa promesa. No hay que hacerle caso, porque
conduce de manera inevitable a una mayor consolidación de la riqueza y el poder
en la cima y hace que sea más fácil ocultar la corrupción y los abusos. A pesar
de todas sus imperfecciones, una democracia genuina es el sistema que mejor
defiende la idea de que el gobierno está para servir al individuo, y no al
revés (aplausos). Y es la única forma de gobierno que tiene la posibilidad de
hacer realidad esa idea.
De modo que los que estamos interesados en fortalecer la
democracia debemos dejar de prestar toda nuestra atención a las capitales del
mundo y los centros de poder y empezar a pensar más en las bases, porque ahí
nace la verdadera legitimidad democrática. No en la cima, no en teorías
abstractas, no en los expertos, sino en las bases. En las vidas de los que
luchan para salir adelante.
Cuando era organizador comunitario en Chicago, descubrí que
aprendía tanto de un trabajador metalúrgico despedido o de una madre soltera en
un barrio pobre como de los mejores economistas del Despacho Oval. La
democracia significa estar en contacto y en sintonía con la vida de nuestras
comunidades, y eso es lo que debemos exigir a nuestros líderes, y será posible
si desde la base cultivamos unos líderes que sean capaces de introducir cambios
sobre el terreno y decir a las autoridades, en sus elegantes despachos, que sus
ideas no funcionan en la calle.
Madiba nos enseña que, para que la democracia funcione,
además, debemos enseñar constantemente a nuestros hijos —y a nosotros mismos—
algo muy difícil, a dialogar con personas que no solo tengan un aspecto
distinto sino también opiniones distintas. Es muy difícil (aplausos).
En general, todos preferimos rodearnos de opiniones que den
validez a lo que ya pensamos. Uno suele pensar que las personas a las que
considera inteligentes son las que están de acuerdo con él (risas). Es curioso.
Pero la democracia exige que seamos capaces también de introducirnos en la
realidad de otros que son distintos a nosotros, para comprender su punto de
vista. Quizá podemos hacerles cambiar de opinión, pero quizá sean ellos los que
nos hagan cambiar de opinión a nosotros. Y es imposible hacerlo si, para
empezar, despreciamos lo que quieren decir los adversarios. Es imposible si
insistimos en que los que no son como nosotros —porque son blancos o porque son
hombres— no pueden entender de ninguna manera nuestros sentimientos, que, en
cierto modo, carecen de autoridad para hablar de ciertos temas.
Madiba vivió esta complejidad. En la cárcel estudió
afrikáans para entender mejor a sus carceleros. Y al salir, tendió la mano a
los que le habían encarcelado, porque sabía que debían formar parte de la
Sudáfrica democrática que deseaba construir. “Para hacer las paces con un
enemigo”, escribió, “hay que trabajar con ese enemigo, y entonces el enemigo se
convierte en nuestro socio”.
Por tanto, quienes manejan ideas absolutas en política, ya
sean de izquierdas o de derechas, hacen imposible la democracia. Uno no puede
aspirar a obtener el 100% de lo que quiere todas las veces; a veces tiene que
hacer concesiones. Eso no significa abandonar nuestros principios, sino
aferrarse a esos principios y tener la confianza suficiente para pensar que
pueden soportar un debate democrático serio. Es lo que quisieron los Padres
Fundadores para Estados Unidos: un sistema en el que, a base de someter a
examen las ideas, utilizar la razón y recurrir a las pruebas, fuera posible
alcanzar una base común de entendimiento.
Y me gustaría añadir que, para que eso sea así, necesitamos
creer en una realidad objetiva. Esta es otra de esas cosas sobre las que no
debería ni tener que hablar. Debemos creer en los hechos (risas). Sin hechos
objetivos, no existe ninguna base para la colaboración. Si yo digo que esto es
un podio y ustedes dicen que es un elefante, será difícil que podamos trabajar
juntos (risas). Si puedo encontrar un denominador común con quienes se oponen a
los Acuerdos de París porque, por ejemplo, ellos dicen que va a ser imposible
conseguir que todo el mundo coopere, o que es más importante proporcionar
energía barata a los pobres, aunque a corto plazo eso signifique más
contaminación, entonces, por lo menos, podré discutir con ellos y tratar de
demostrarles por qué creo que las energías limpias son una alternativa mejor,
en particular para los países pobres, y es posible superar las tecnologías
anticuadas (vítores). Con quien no puedo encontrar ningún punto de acuerdo es
con el que dice que el cambio climático no se está produciendo, cuando casi
todos los científicos mundiales nos dicen que sí. Con esa persona, no sé ni por
dónde empezar a hablar (risas). Si dice que todo es un sofisticado engaño, ¿de
qué vamos a hablar? (risas)
Por desgracia, gran parte de la política actual parece
rechazar el concepto de verdad objetiva. La gente se inventa cosas. Lo vemos
en la propaganda de Estado, en las noticias inventadas que corren por internet,
en el desdibujamiento de los límites entre información y espectáculo, en la
absoluta pérdida del pudor entre los líderes políticos cuando se descubre que
han mentido: insisten y mienten un poco más. Los políticos siempre han mentido,
pero, normalmente, cuando se les pillaba, se mostraban contritos. Ahora siguen
mintiendo.
Por cierto, creo que a esto se refería Mama Graça al hablar
de la humildad que sentía Madiba, a algo muy básico; no mentir a la gente me
parece fundamental, uno no se cree un gran líder solo porque no se está
inventando cosas todo el rato. Eso debería ser evidente. Sin embargo, hoy vemos
las actitudes anti-intelectuales y el rechazo a la ciencia por parte de unos
dirigentes que parecen pensar que el pensamiento crítico y los datos resultan
políticamente incómodos. Como sucede con la negación de los derechos, la
negación de la realidad es contraria a la democracia e incluso puede
destruirla, por lo que es crucial que protejamos celosamente a los medios de
comunicación independientes: y debemos estar alerta ante la tendencia a que las
redes sociales se conviertan en una plataforma para el espectáculo, la
indignación y la desinformación; debemos insistir en que nuestras escuelas
enseñen pensamiento crítico a nuestros jóvenes, en lugar de una obediencia
ciega.
Lo cual —y estoy seguro de que me lo agradecerán— me lleva a
mi último argumento: tenemos que seguir el ejemplo de persistencia y esperanza
de Madiba.
Es tentador ceder al cinismo, creer que los cambios
recientes en la política mundial son demasiado fuertes para oponerse a ellos y
esta oscilación del péndulo es permanente. Igual que se hablaba del triunfo de
la democracia en los años noventa, ahora se oye hablar del fin de la democracia
y el triunfo del tribalismo y el hombre fuerte. Debemos resistirnos a caer en
ese cinismo.
Porque hemos vivido épocas más oscuras, hemos atravesado
valles más bajos y más profundos. Es verdad que, en la última etapa de su vida,
Mandela representó el triunfo de la lucha por los derechos humanos, pero el
recorrido no fue fácil, no fue predeterminado. Madiba estuvo en la cárcel
durante casi tres décadas. Partió piedra caliza bajo el sol, durmió en una
estrecha celda y estuvo sometido al régimen de aislamiento en varias ocasiones.
Y recuerdo que, cuando hablé con varios de sus antiguos colegas, me dijeron
que, al salir en libertad, no se habían dado cuenta de hasta qué punto ver a un
niño, pensar en tener a un niño en brazos, les iba a hacer pensar en todo lo
que se habían perdido durante décadas.
Aun así, durante esos años, su poder aumentó, y el de sus
carceleros disminuyó, porque sabía que, si uno se aferra a la verdad, si sabe
de verdad lo que siente en su corazón y está dispuesto a sacrificarse por ello,
incluso con todo en contra, incluso sabiendo que puede no conseguirlo mañana ni
la semana que viene, quizá incluso en toda su vida, al final, aunque haya
retrocesos provisionales, la razón acaba venciendo, el mejor relato puede triunfar.
Por muy fuerte que fuera el espíritu de Madiba, no habría mantenido la
esperanza si hubiera estado solo en su lucha. Parte de lo que le sostenía era
saber que, año tras año, las filas de los combatientes por la libertad se iban
poblando de hombres y mujeres jóvenes que, en Sudáfrica, en el Congreso
Nacional Africano y en otros lugares, negros, indios y blancos, en todo el
país, todo el continente y todo el mundo, siguieron trabajando para hacer
realidad su visión.
Eso es lo que necesitamos ahora, no solo un líder, sino,
sobre todo, ese espíritu colectivo. Y sé que en todo el mundo están reuniéndose
esos jóvenes portadores de esperanzas. Porque la historia demuestra que, cuando
el progreso está amenazado y se ponen en tela de juicio las cosas que más nos
importan, debemos hacer caso de lo que dijo Robert Kennedy aquí, en Sudáfrica:
“Nuestra respuesta es la esperanza del mundo: confiar en los jóvenes. Confiar
en el espíritu de los jóvenes”.
Así, pues, jóvenes, los jóvenes que estéis entre el público,
los que estéis escuchando, mi mensaje es sencillo: seguid creyendo, seguid
avanzando, seguid construyendo, seguid alzando la voz. Cada generación tiene la
oportunidad de rehacer el mundo. Mandela dijo: “Cuando despiertan, los jóvenes
son capaces de derribar las torres de la opresión y levantar las banderas de la
libertad”. Este es un buen momento para despertar. Es un buen momento para
ponerse en marcha.
Los que valoramos el legado al que hoy estamos rindiendo
homenaje —un legado de igualdad, dignidad, democracia, solidaridad, bondad—,
los que seguimos siendo jóvenes de corazón, aunque no de cuerpo, tenemos la
obligación de ayudar a nuestros jóvenes a triunfar. Algunos de ustedes saben
que mi Fundación va a reunirse en los próximos días aquí, en Sudáfrica, con 200
jóvenes de todo el continente que están trabajando duro para transformar sus
comunidades, que reflejan los valores de Madiba y van a ser los próximos
líderes.
Personas como Abaas Mpindi, un periodista de Uganda que
fundó la Media Challenge Initiative, para ayudar a otros jóvenes a obtener la
formación necesaria para que aprendan a contar las historias que el mundo
necesita saber.
Personas como Caren Wakoli, una emprendedora de Kenia que
fundó la Emerging Leaders Foundation, para lograr que los jóvenes se impliquen
en la lucha contra la pobreza y la defensa de la dignidad humana.
Personas como Enock Nkulanga, director de la misión de
African Children, que ayuda a niños en Uganda y Kenia a recibir la educación
que necesitan y, en sus horas libres, defiende los derechos de los niños en
todo el mundo. Fundó una organización llamada LeadMinds Africa, para formar a
la próxima generación de líderes.
Cuando uno habla con ellos, sale lleno de esperanza. Ellos
están tomando el testigo. Saben que no pueden conformarse con los logros del
pasado, ni siquiera unos logros tan trascendentales como los de Nelson Mandela.
Se apoyan en la experiencia de quienes los precedieron, incluido aquel chico
negro nacido hace 100 años, pero saben que ahora les corresponde trabajar a ellos.
Madiba nos recuerda: “Nadie nace odiando a otra persona por
el color de su piel, sus orígenes o su religión. La gente tiene que aprender a
odiar, y si puede aprender a odiar, también puede aprender a amar, porque el
amor es algo más consustancial al corazón humano”. El amor es
consustancial al corazón humano, recordemos esta verdad. Que esa sea
nuestra estrella polar y nuestra guía, alegrémonos de nuestra lucha para poner
esa verdad de manifiesto, de manera que, dentro de 100 años, las generaciones
futuras puedan recordar y decir: “Siguieron avanzando y, gracias a ellos, hoy
vivimos con nuevas banderas de libertad”.
Muchas gracias, Sudáfrica, gracias.
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