Artículos de opinión de los historiadores venezolanos
Les dejo acá el artículo semanal del historiador Manuel Caballero que publica todos los domingos en El Universal. El mismo afirma lo que dijimos al saber la noticia del Premio Príncipe de Asturias: que era un premio para el "puntofijismo" en gran parte. El subrayado es nuestro.
Una rueda de prensa del maestro José Antonio Abreu sobre el Premio Príncipe de Asturias otorgado al Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles, fue cortada bruscamente para infligirnos una cadena del más parlanchín gobernante que haya tenido Venezuela, cadena en la cual recitó una vez más la desafinada cantaleta sobre la guerra que el imperio tiene emprendida contra Venezuela. Esa interrupción no fue obra del Gobierno, sino del cielo: ella nos dio la posibilidad, "en vivo y en directo" de hacer la comparación entre las dos Venezuela que hoy coexisten en nuestro espacio y en nuestro tiempo.
El prestigioso premio internacional a la primera tiene diversas implicaciones, pero la más importante y significativa, la que la hace ejemplar, es la de estar nadando contra una de las más fuertes corrientes de la idiosincrasia venezolana, la tendencia a la improvisación.
Dos regalos divinos
Ningún angel bajó del cielo para posarse sobre la cabeza de nuestros muchachos y premiarlos con un hermoso billete de lotería. Durante casi todo el siglo XX, se nos ha conocido en el extranjero por dos cosas que para nada son producto de nuestra voluntad, sino de la de Dios Padre Todopoderoso: petróleo y reinas de belleza. Desde hace algún tiempo, y mucho más de ahora en adelante, se nos conocerá como el país de la música. Pero sobre todo, servirá para quitarnos esa fama de haraganes en la que nos acompañan casi todos los pueblos de América Latina. Porque "el Sistema", como se le suele llamar abreviadamente, no nació de la noche a la mañana, ni por generación espontánea, ni (para no ahorrarnos la ripiosa comparación jupiterina) nació armada de pies a cabeza de algún dios musical. No: es el producto de más de treinta años de trabajo.
Pero no de un trabajo rutinario como el de todos los burócratas del universo, de ocho a doce y de dos a seis: es un trabajo de cada minuto, de cada segundo, en días que la mayoría de las veces tienen más de treinta horas. No es "un puesto": es una vida.
Un tiempo muy preciso
Decir que sea el producto de treinta años de trabajo lo ubica además en un tiempo muy definido y preciso de la historia venezolana: el de los gobiernos civiles. Es decir, un tiempo en que los venezolanos parecían estarse acostumbrando a pensar en años y en décadas, más que en días y en horas. A comprender que para que el trabajo pueda dar frutos perdurables, no puede provenir de un subitáneo rapto de inspiración ni va a caernos del cielo o a brotar del subsuelo.
Por mucho que las loterías y los hipódromos continuasen trabajando horas extras, esa actitud del homo ludens venezolano que tanto horrorizaba a Arturo Uslar Pietri, era relativamente inofensiva, porque no derivaba hacia la acción política. Se iba dejando en el polvoriento desván de los recuerdos el hombre que "tiraba la parada" y parecía irse instalando en nuestra mentalidad el convencimiento de que la democracia política y el desarrollo económico y social se ganaban en la pelea cotidiana y de todos, no por la acción de un demiurgo, de un santón (de un matón) de uniforme.
La otra Venezuela
Pero hablábamos más arriba de dos Venezuela que coexisten. Lo hacen desde siempre, pero sólo durante los gobiernos civiles ha podido el trabajo tesonero y creador crecer en el acatamiento y la admiración públicos para poder carearse con la otra Venezuela, la de la improvisación, del golpe de mano, la viveza y la deshonestidad, la de la fuerza bruta y la pobreza intelectual y moral. En una palabra, la Venezuela militar o para ser más precisos, militarizada. La Venezuela que, para vergüenza nuestra, el mundo conoce riéndose a mandíbula batiente, porque combina la verborrea payasa y la cobardía. La Venezuela que amenaza a nuestros vecinos con el verbo de la guerra a muerte, pero cuyos batallones se devuelven despavoridos sin haber llegado ni a la frontera. No porque a nuestros soldados se les hayan aflojado las tripas, sino porque conocen muy bien la actitud de su Capitán Araña de Comandante en Jefe en la heroica batalla del Museo Militar.
El purgante
Pero la característica más saliente de esta Venezuela que el electorado se impuso a partir de 1998 (creyendo que un purgante serviría para curar una diarrea) es la improvisación. Mientras que en la Venezuela del sistema de orquestas juveniles el ensayo y la corrección de los errores se combinan con la confianza en el genio y el ingenio de nuestros jóvenes para dar como fruto ese prodigio de armonía que hoy mantiene en vilo al mundo entero, en la Venezuela de botas y uniforme el destino del país se decide en los incorregidos dislates que el comandante en jefe excreta cada domingo frente a un micrófono que pareciera untado con un euforizante alcohol que pone la lengua pastosa y el verbo incoherente pero incontenible. Allá, la armonía producto de una larga paciencia. Acá, un ruido caótico, un alboroto sin orden ni concierto, donde lo único que no desafina es el caletreado aplauso de los aduladores. Y donde puede advertirse no sólo esa improvisación sino el desprecio por el trabajo serio. Para decirlo como lo hizo alguna vez su vicepresidenta Adina Bastidas, el de "esos PhD que tanto mal le han hecho al país".
Maquiavelo decía que somos los árbitros de la mitad de nuestros actos, y que la otra mitad la comanda la fortuna. Hoy, la primera Venezuela recibe el aplauso del mundo entero. La Venezuela militar de segunda nos ha convertido en su hazmerreír. Pero no es cosa de desesperar: no debe olvidarse que la fortuna es caprichosa e inconstante.
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