Traducción del excelente artículo de Francisco Rodríguez (exasesor de la Asamblea Nacional chavista) de la revista Foreign Affairs. Sé que es viejo (febrero, 2008) pero vale la pena tenerlo archivado acá. Lo separaré en varios posts. El subrayado es nuestro.
Una revolución vacía (III)
por Francisco Rodríguez
LAS CONSECUENCIAS ECONÓMICAS DEL SR. CHÁVEZ
DE HECHO, aun cuando la creencia común se ha vuelto más fuerte fuera de Venezuela, la mayoría de los venezolanos, de acuerdo con encuestas de opinión, ha tenido conciencia, durante mucho tiempo, de que las políticas sociales de Chávez son inadecuadas e ineficaces. Seguramente, a los venezolanos les gustaría que los programas del gobierno —en particular, la venta de alimentos subsidiados— siguieran en vigor, pero eso es muy distinto a creer que han atendido de manera razonable el problema de pobreza en el país. Una encuesta realizada por la empresa venezolana Alfredo Keller y Asociados, en septiembre de 2007, mostró que sólo el 22% de los venezolanos piensa que la pobreza ha disminuido durante el mandato de Chávez, mientras que el 50% opina que se ha incrementado y el 27% considera que se ha mantenido igual.
Sin embargo, al mismo tiempo, los votantes venezolanos han dado crédito a Chávez por el importante crecimiento económico del país. En las encuestas, una mayoría aplastante ha expresado su apoyo a la manera como Chávez ha manejado la economía y ha señalado que su situación personal estaba mejorando. Por supuesto, esto no sorprende: con una economía apoyada en el aumento en las ganancias del petróleo, para 2006, Venezuela había disfrutado 3 años consecutivos de cifras de crecimiento de 2 dígitos.
No obstante, para finales de 2007, el modelo económico de Chávez había comenzado a fracasar. Por primera vez desde comienzos de 2004, la mayoría de los votantes afirmaba que tanto su situación personal como la del país habían empeorado durante el año anterior. La escasez de alimentos básicos, como leche, frijoles negros y sardinas, era crónica, y la diferencia entre la tasa de cambio oficial y la del mercado negro alcanzó el 215%. Cuando la Junta del Banco Central recibió el informe de precios de noviembre, que señalaba que la inflación mensual se había elevado a 4.4% (equivalente a una tasa anual de 67.7%), decidió retrasar la publicación del informe hasta después de que tuviera lugar el referendo sobre la reforma constitucional.
Esta crisis económica que se agrava cada vez más es el resultado predecible del severo mal manejo de la economía que ha hecho el equipo económico de Chávez. Durante los últimos 5 años, el gobierno de Venezuela ha buscado con determinación aplicar políticas económicas y fiscales expansionarias, incrementando el gasto real en 137% y la liquidez real en 218%. Este derroche ha excedido incluso la expansión en las ganancias del petróleo: el gobierno de Chávez ha logrado la hazaña admirable de tener un déficit presupuestario en medio de un auge petrolero.
Tales políticas expansionarias fueron apropiadas durante la profunda recesión con la que se enfrentó Venezuela después de la crisis política y económica de 2002-2003. Pero, al continuar la expansión una vez terminada la recesión, el gobierno generó una crisis inflacionaria. El problema se ha visto complicado, por un lado, por los esfuerzos para atender los desequilibrios resultantes con una red cada vez más compleja de controles de precios y del tipo de cambio, y, por otro, por las constantes amenazas de expropiación dirigidas a los productores y dueños de negocios, como una advertencia para que no aumenten los precios. No sorprende que la respuesta haya sido una abrupta caída en la producción de alimentos y una creciente escasez de comida.
Una solución sensata a la sobreexpansión de Venezuela requeriría controlar el gasto y el crecimiento de la oferta monetaria. Sin embargo, dicha solución es un anatema para Chávez, quien en repetidas ocasiones ha equiparado cualquier llamado a la reducción del gasto con el dogma neoliberal. En cambio, el gobierno ha intentado lidiar con la inflación, aumentando la oferta de moneda extranjera dirigida a las empresas nacionales y a los consumidores, e incrementando los subsidios del gobierno. Como resultado, se tiene una economía muy distorsionada, en la que el gobierno subsidia, efectivamente, dos tercios del costo de las importaciones y viajes al extranjero para los ricos, mientras que los pobres no pueden encontrar alimentos básicos en los anaqueles de las tiendas. El asombroso crecimiento de las importaciones, que casi se han triplicado desde 2002 (incluso, las importaciones de artículos tan lujosos como Hummers y whisky escocés de 15 años de añejamiento han aumentado en forma aún más dramática), ahora amenaza con borrar el excedente de la cuenta corriente del país.
Lo más triste es que todo esto era predecible. De hecho, la “chavezeconomía” de ninguna manera surgió de la noche a la mañana, sin precedente alguno: a grandes rasgos esta historia es la misma que siguen las desastrosas experiencias de muchos países latinoamericanos durante los años setenta y los ochenta. Los economistas Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards han calificado a esas políticas como “la macroeconomía del populismo”. Con base en las experiencias económicas de gobiernos tan diversos políticamente como el de Juan Perón, en Argentina, de Salvador Allende, en Chile, y de Alan García, en Perú, estos especialistas encontraron fuertes similitudes en sus políticas económicas y en la evolución económica resultante. La macroeconomía populista se caracteriza, invariablemente, por aplicar políticas fiscales y económicas expansionarias y por mantener una moneda sobrevaluada con la intención de acelerar el crecimiento y la redistribución. En general, esas políticas se ponen en marcha en el marco de una desatención a las restricciones fiscales y al tipo de cambio extranjero, y las acompañan los intentos por controlar las presiones inflacionarias, manteniendo los precios y el tipo de cambio. Los economistas latinoamericanos ya conocen bien el resultado: el surgimiento de cuellos de botella en la producción, la acumulación de severos problemas fiscales y en la balanza de pagos, la inflación galopante y el desplome de los salarios reales.
El comportamiento de Chávez es típico de tales experimentos económicos populistas. Los éxitos iniciales tienden a animar a los formuladores de políticas públicas, que cada vez están más seguros de que tuvieron razón al descartar las recomendaciones de la mayoría de los economistas. La formulación racional de políticas se convierte en algo crecientemente más difícil, a medida que los líderes se convencen de que las restricciones económicas convencionales no se aplican a ellos. Sólo se comienzan a tomar medidas correctivas cuando la economía se ha salido de control. Pero, para entonces, ya es demasiado tarde.
Mi experiencia al tratar con el gobierno de Chávez confirmó este patrón. En febrero de 2002, por ejemplo, tuve la oportunidad de hablar largo y tendido con Chávez sobre el estado de la economía venezolana. En ese momento, la economía había entrado en una recesión como resultado de una expansión fiscal insostenible llevada a cabo durante los primeros 3 años del mandato de Chávez. Miembros moderados dentro del gobierno habían organizado la reunión con la esperanza de que ésta estimulara cambios en el manejo de las finanzas públicas. Tal como un colega y yo le explicamos a Chávez, no había forma de evitar la profundización de la crisis macroeconómica del país sin un esfuerzo creíble para elevar el ingreso y racionalizar los gastos. El Presidente escuchó con interés, tomando notas y haciendo preguntas durante tres horas de conversación, y terminó nuestra reunión con la petición de que habláramos con los ministros de su gabinete y programáramos futuras reuniones. Sin embargo, cuando procedimos a entrevistarnos con los funcionarios, la crisis económica se estaba extendiendo al terreno político, y la oposición convocaba a hacer manifestaciones en las calles en respuesta a la caída de la popularidad de Chávez, según las encuestas. Poco después, los trabajadores de la empresa petrolera estatal, PDVSA, se unieron a las protestas.
En el debate que siguió dentro del gobierno sobre cómo manejar la crisis política, los izquierdistas de la vieja guardia persuadieron a Chávez de adoptar una línea dura. Así, despidió a 17 000 trabajadores de PDVSA y marginó a los moderados que había dentro de su gobierno. Cuando recibí una llamada en la que se me informaba que nuestras futuras reuniones con Chávez se habían cancelado, supe que los políticos de línea dura habían tomado la delantera. El manejo que hizo Chávez de la economía y de la crisis política tuvo costos significativos. Chávez usó hábilmente los errores de la oposición (convocar a una huelga nacional e intentar un golpe de Estado) para desviar la culpa de la recesión. Pero, de hecho, el PIB real se contrajo en 4.4% y la moneda había perdido más de 40% de su valor en el primer trimestre de 2002, antes del inicio de la primera huelga de PDVSA, el 9 de abril. Desde enero del mismo año, el Banco Central ya había perdido más de 7 000 millones de dólares en un intento inútil por defender la moneda. En otras palabras, la crisis económica había empezado mucho antes que la crisis política —un hecho que sería olvidado en las secuelas del tumulto político que siguió—.
La respuesta del gobierno a la crisis ha tenido más consecuencias para la economía venezolana. La toma de PDVSA por parte de los partidarios de Chávez y la subordinación de las decisiones de la empresa a los imperativos políticos del gobierno han resultado en una disminución drástica de la capacidad de producción petrolera de Venezuela. La producción ha estado disminuyendo de manera sostenida desde que el gobierno consolidó su control sobre la industria a finales de 2004. De acuerdo con estadísticas de la OPEP, Venezuela produce actualmente sólo tres cuartas partes de su cuota de 3.3 millones de barriles al día. El gobierno de Chávez, en consecuencia, no sólo ha desperdiciado el mayor auge petrolero en Venezuela desde los años setenta, sino que también mató a la gallina de los huevos de oro. A pesar del aumento en los precios del petróleo, PDVSA está cada vez más agotada por la combinación del aumento en los costos de producción, debido a la pérdida de capacidad técnica y a las demandas de una red de clientelismo político cada vez mayor, y por la necesidad de financiar numerosos proyectos para el resto de la región, que van desde la reconstrucción de refinerías cubanas hasta el suministro de combustible barato a alcaldías controladas por los sandinistas en Nicaragua. Como resultado, la capacidad que ofrecen las ganancias del petróleo para aligerar las restricciones fiscales del gobierno se está volviendo cada vez más limitada.
ARANDO EL MAR
SIMÓN BOLÍVAR, líder de la independencia de Venezuela y héroe de Chávez, dijo alguna vez que para evaluar las revoluciones y a los revolucionarios se necesita observarlos de cerca, pero juzgarlos a distancia. Ya que tuve la oportunidad de hacer ambas cosas con Chávez, he visto hasta qué punto ha fracasado al no cumplir con sus promesas ni con las expectativas de los venezolanos. Ahora, los votantes están haciendo el mismo descubrimiento, lo que terminará por conducir a la caída de Chávez. Las dificultades para asegurar una transición política pacífica se verán agravadas, ya que, en los últimos 9 años, Venezuela se ha vuelto una sociedad cada vez más violenta. Esta violencia no sólo se refleja en el enorme incremento en los índices de criminalidad, sino que también afecta la forma como los venezolanos resuelven sus conflictos políticos. Si Chávez es responsable de esto o no, carece de importancia. Pero es vital que los venezolanos encuentren la manera de evitar que la crisis económica inminente encienda un conflicto político violento. A medida que la popularidad de Chávez comience a menguar, la oposición se sentirá cada vez más animada para llevar a cabo iniciativas para debilitar el movimiento chavista. El gobierno puede volverse cada vez más autoritario, en cuanto comience a entender los altísimos costos que pagará si pierde el poder. Por lo tanto, a menos que se cree un sistema por medio del cual el gobierno y la oposición puedan llegar a un acuerdo, hay un riesgo significativo de que uno de los dos lados recurra a la fuerza.
En retrospectiva, una pregunta persistente (en sí misma digna de un estudio potencialmente fascinante en materia de economía política internacional) será de qué manera el gobierno venezolano ha sido capaz de convencer a tantas personas del éxito de sus esfuerzos por combatir la pobreza, a pesar de la completa falta de evidencia real sobre su eficacia. Probablemente, cuando se escriba ese estudio, se descubrirá que la estrategia del gobierno de Chávez de cabildear activamente a los gobiernos extranjeros y de lanzar una campaña de relaciones públicas de alto perfil —encabezada por la Oficina de Información de Venezuela, con sede en Washington— ha desempeñado un papel vital. El generoso desembolso de préstamos a países caribeños y latinoamericanos carentes de efectivo, la venta de petróleo y gas para calefacción baratos para apoyar a aliados políticos en países desarrollados y en desarrollo, y el uso encubierto de contribuciones políticas para comprar la lealtad de políticos en países vecinos también forman parte, con toda seguridad, de la explicación.
Sin embargo, tal vez una razón aún más importante de este éxito sea la disposición que tienen los intelectuales y políticos en países desarrollados de creer una historia en la que los dilemas del desarrollo latinoamericano se explican por la explotación de las masas de pobres a manos de élites adineradas y privilegiadas. La historia de Chávez como un revolucionario social que, finalmente, está rectificando las injusticias generadas por siglos de opresión encaja muy bien en los estereotipos tradicionales de la región, lo que refuerza la visión de que el subdesarrollo latinoamericano se debe a los vicios de sus clases gobernantes depredadoras. Una vez que uno adopta este punto de vista, es fácil olvidarse de diseñar iniciativas que deriven en políticas públicas que podrían realmente ayudar al crecimiento latinoamericano, como terminar con los subsidios agrícolas que reducen los precios de las exportaciones de la región o aumentar de manera significativa la ayuda económica que se otorga a países que llevan a cabo esfuerzos serios por combatir la pobreza.
El periodista estadounidense Sydney Harris escribió una vez que “creemos lo que queremos creer, lo que nos gusta creer, lo que viene bien a nuestros prejuicios y aviva nuestras pasiones”. La idea de que los gobiernos latinoamericanos están controlados por élites económicas puede haber sido cierta en el siglo XIX, pero es totalmente inconsistente con la realidad en un momento en el que todos los países latinoamericanos, excepto Cuba, tienen elecciones regulares con altos niveles de participación popular. Al igual que los gobiernos del resto del mundo, los gobiernos latinoamericanos tratan de equilibrar el deseo de una redistribución de la riqueza con la necesidad de generar incentivos para el crecimiento económico, las realidades del poder estatal efectivo limitado y las incertidumbres de la eficacia de iniciativas de políticas públicas específicas. Ignorar esas verdades no sólo es anacrónico y desacertado, sino que también impide el diseño de políticas exteriores sensatas, dirigidas a ayudar a los líderes de la región a formular y a instrumentar estrategias para alcanzar un desarrollo sostenible y equitativo.
Sería temerario afirmar que es obvio lo que Latinoamérica debe hacer para sacar a su población de la pobreza. Si hay una lección que pueda extraerse de las experiencias de otros países es que las estrategias de desarrollo exitosas son diversas y que lo que funciona en un lugar puede no funcionar en otro. No obstante, experiencias recientes en países como Brasil y México, donde programas hábilmente diseñados para llegar a los grupos más débiles de la sociedad han tenido un efecto significativo en su bienestar, muestran que las soluciones eficaces se encuentran al alcance de los formuladores de políticas públicas pragmáticos que están dispuestos a ponerlas en marcha. Es la tenacidad de esos actores realistas, más que la audacia de los idealistas, la que encarna la mayor promesa para aliviar las dificultades de los pobres de América Latina.