El país de los perseguidos
En el diario La Tercera de Santiago de Chile, Ricardo Hausmann escribió un artículo el 20 de octubre que muchos habríamos querido escribir (ver al final de este artículo). Que hacía falta que se escribiera y abordara la cuestión con claridad. Se trata de la solidaridad política.
Un asunto que concierne a todos los pueblos democráticos de América Latina, que toca a su historia, y se vincula con la lucha por los derechos humanos.
Un asunto que concierne a todos los pueblos democráticos de América Latina, que toca a su historia, y se vincula con la lucha por los derechos humanos.
A partir de 1959, Venezuela fue el refugio de los perseguidos políticos de todos los países de la región. No inaugurábamos, entonces, ese espíritu de solidaridad.
Venía de antiguo, desde el siglo XIX cuando aquí vino José Martí en una escala de sus contiendas. Desde la reinstauración de la democracia en Venezuela la ruptura con los gobiernos surgidos de la fuerza o contra las dictaduras petrificadas del continente fue uno de los fundamentos de la política exterior. El asilo a los perseguidos era cónsono con esa política.
Durante la Guerra Civil española fueron muchos y notables, por cierto, quienes aquí encontraron una tierra donde sembrar y donde sembrarse. Caribeños y centroamericanos llegaban de tiempo en tiempo. No fueron numerosos porque Trujillo, por ejemplo, no dejaba que sus opositores huyeran vivos. Y cuando lo hacían, los mandaba a matar en el extranjero como sucedió con el español Jesús de Galíndez, profesor de Columbia University, quien una tarde tomó el subway en Nueva York y desapareció para siempre. Fue secuestrado por Trujillo, llevado a República Dominicana y luego lanzado a los tiburones.
Que a partir de 1959 esa solidaridad humana y política despertara con una fuerza que no había tenido antes, era razonable. Infinidad de venezolanos regresábamos del exilio y teníamos en carne viva la experiencia de encontrar un refugio, y quien ejercía la Presidencia de la República había andado de país en país amenazado en algunos y mandado a matar en uno de ellos por el implacable Rafael Leónidas Trujillo.
Este breve introito vale para referirme al artículo del doctor Hausmann, cuyo título es directo y franco: “Venezuela no esperaba esto de Chile”. Leamos el primer párrafo de Ricardo: “Cabía esperar otra cosa. Venezuela, después de todo, fue de los más leales con la democracia y los derechos humanos en Chile, cuando este país vivió sus horas más oscuras.
No solamente por su política exterior, siempre clara y firme opositora a la dictadura chilena, sino por los incontables gestos de solidaridad hacia los miles de refugiados políticos chilenos a quienes Venezuela les abrió sus puertas”.
Ricardo cita nombres, circunstancias, experiencias, ejemplos. No cabe duda, las personas que menciona y otras que no juzgó necesario como el gran líder socialista Aniceto Rodríguez, encontraron no sólo techo amigo, sino que los venezolanos nos esmerábamos porque también tuvieran trabajo y vivieran con dignidad. Debo advertir, porque es preciso, que la gran mayoría de ellos trabajaron para el Estado, las universidades, los medios, la empresa privada, y contribuyeron con su talento a nuestro desarrollo.
Este sentimiento de solidaridad estaba respaldado por nuestra adhesión a la antigua y noble institución del derecho de asilo. Fue este derecho el que permitió que los amigos de Ricardo salieran con vida, fue una fortuna para ellos porque no todos lo lograron, puesto que las persecuciones del general Augusto Pinochet no reconocían ni distancias ni soberanías (como Trujillo, también mandaba a matar a sus adversarios), y así sucedió con Orlando Letelier, asesinado en Washington. El dictador era tan audaz que violó la soberanía del imperio, y no le pasó nada. A Trujillo tampoco.
En los sesenta y setenta Venezuela fue la otra patria de infinidad de perseguidos. Eran los tiempos de los generales del Cono Sur y Venezuela se pobló de argentinos, uruguayos, paraguayos. Cuando en Bolivia, Ecuador o en Perú triunfaban los golpes de Estado, Caracas era el destino de los caídos y de los demócratas. La presencia de tantos desterrados enriqueció la democracia venezolana que vivía sus mejores días.
Abrirles las puertas no fue sólo un gesto humano y político, sino también inteligente.
“Venezuela no esperaba esto de Chile”, escribe Hausmann.
Pero, ¿de cuantos países no podemos decir lo mismo? Hay un capítulo inédito sobre la democracia venezolana y el renacimiento de la democracia española. En alguna ocasión leí un libro de conversaciones de un político español y me di cuenta de que había borrado del mapa a amigos venezolanos que contribuyeron decisivamente a la superación de sus dificultades.
Ricardo Hausmann concluye refiriéndose al cambio de suerte de los países: “Cabía esperar que esta reversión de la fortuna fuera acompañada de reciprocidad en la lealtad, que Chile hiciera algo sobre la violación de los derechos humanos en mi país, que hiciera valer la Carta Democrática de la OEA en defensa de los venezolanos”. Moraleja: nada estorba tanto como la memoria.
sconsalvi @el-nacional.com
Venía de antiguo, desde el siglo XIX cuando aquí vino José Martí en una escala de sus contiendas. Desde la reinstauración de la democracia en Venezuela la ruptura con los gobiernos surgidos de la fuerza o contra las dictaduras petrificadas del continente fue uno de los fundamentos de la política exterior. El asilo a los perseguidos era cónsono con esa política.
Durante la Guerra Civil española fueron muchos y notables, por cierto, quienes aquí encontraron una tierra donde sembrar y donde sembrarse. Caribeños y centroamericanos llegaban de tiempo en tiempo. No fueron numerosos porque Trujillo, por ejemplo, no dejaba que sus opositores huyeran vivos. Y cuando lo hacían, los mandaba a matar en el extranjero como sucedió con el español Jesús de Galíndez, profesor de Columbia University, quien una tarde tomó el subway en Nueva York y desapareció para siempre. Fue secuestrado por Trujillo, llevado a República Dominicana y luego lanzado a los tiburones.
Que a partir de 1959 esa solidaridad humana y política despertara con una fuerza que no había tenido antes, era razonable. Infinidad de venezolanos regresábamos del exilio y teníamos en carne viva la experiencia de encontrar un refugio, y quien ejercía la Presidencia de la República había andado de país en país amenazado en algunos y mandado a matar en uno de ellos por el implacable Rafael Leónidas Trujillo.
Este breve introito vale para referirme al artículo del doctor Hausmann, cuyo título es directo y franco: “Venezuela no esperaba esto de Chile”. Leamos el primer párrafo de Ricardo: “Cabía esperar otra cosa. Venezuela, después de todo, fue de los más leales con la democracia y los derechos humanos en Chile, cuando este país vivió sus horas más oscuras.
No solamente por su política exterior, siempre clara y firme opositora a la dictadura chilena, sino por los incontables gestos de solidaridad hacia los miles de refugiados políticos chilenos a quienes Venezuela les abrió sus puertas”.
Ricardo cita nombres, circunstancias, experiencias, ejemplos. No cabe duda, las personas que menciona y otras que no juzgó necesario como el gran líder socialista Aniceto Rodríguez, encontraron no sólo techo amigo, sino que los venezolanos nos esmerábamos porque también tuvieran trabajo y vivieran con dignidad. Debo advertir, porque es preciso, que la gran mayoría de ellos trabajaron para el Estado, las universidades, los medios, la empresa privada, y contribuyeron con su talento a nuestro desarrollo.
Este sentimiento de solidaridad estaba respaldado por nuestra adhesión a la antigua y noble institución del derecho de asilo. Fue este derecho el que permitió que los amigos de Ricardo salieran con vida, fue una fortuna para ellos porque no todos lo lograron, puesto que las persecuciones del general Augusto Pinochet no reconocían ni distancias ni soberanías (como Trujillo, también mandaba a matar a sus adversarios), y así sucedió con Orlando Letelier, asesinado en Washington. El dictador era tan audaz que violó la soberanía del imperio, y no le pasó nada. A Trujillo tampoco.
En los sesenta y setenta Venezuela fue la otra patria de infinidad de perseguidos. Eran los tiempos de los generales del Cono Sur y Venezuela se pobló de argentinos, uruguayos, paraguayos. Cuando en Bolivia, Ecuador o en Perú triunfaban los golpes de Estado, Caracas era el destino de los caídos y de los demócratas. La presencia de tantos desterrados enriqueció la democracia venezolana que vivía sus mejores días.
Abrirles las puertas no fue sólo un gesto humano y político, sino también inteligente.
“Venezuela no esperaba esto de Chile”, escribe Hausmann.
Pero, ¿de cuantos países no podemos decir lo mismo? Hay un capítulo inédito sobre la democracia venezolana y el renacimiento de la democracia española. En alguna ocasión leí un libro de conversaciones de un político español y me di cuenta de que había borrado del mapa a amigos venezolanos que contribuyeron decisivamente a la superación de sus dificultades.
Ricardo Hausmann concluye refiriéndose al cambio de suerte de los países: “Cabía esperar que esta reversión de la fortuna fuera acompañada de reciprocidad en la lealtad, que Chile hiciera algo sobre la violación de los derechos humanos en mi país, que hiciera valer la Carta Democrática de la OEA en defensa de los venezolanos”. Moraleja: nada estorba tanto como la memoria.
sconsalvi @el-nacional.com
Venezuela no esperaba esto de Chile
Por Ricardo Hausmann el 21 Oct, 2009
Venezuela fue de los más leales con la democracia y los derechos humanos en Chile cuando este país vivió sus horas más oscuras. Cabía esperar que la reversión de la fortuna en nuestros países fuera acompañada de reciprocidad en la lealtad.
Cabía esperar otra cosa. Venezuela, después de todo, fue de los más leales con la democracia y los derechos humanos en Chile, cuando este país vivió sus horas más oscuras. No solamente por su política exterior, siempre clara y firme opositora a la dictadura chilena, sino por los incontables gestos de solidaridad hacia los miles de refugiados políticos chilenos a quienes Venezuela les abrió sus puertas.
Allí llegó Carlos Matus tras salir de la cárcel; allí vivieron por muchos años Sergio Bitar y Claudio Huepe; por allí pasaron Orlando Letelier y también el político radical Eugenio Velasco, padre de uno de mis mejores amigos, rescatado por el gobierno venezolano de Buenos Aires después del crimen de Prats, cuando se temía por su vida. Muchos miles de chilenos terminaron pasando años en Venezuela, trabajando en universidades públicas, en organismos del Estado y en la empresa privada.
En 1980-81 conocí en París a mi amigo de entonces Carlos Ominami, su esposa Manuela y su pequeño hijo Marco, y a través de ellos a muchos exiliados en esa ciudad. Más tarde le conseguí una oportunidad a Ominami para dictar unas clases en la Universidad del Zulia y le organicé una reunión con los chilenos exiliados en Caracas, para discutir los eventos del cacerolazo contra Pinochet y sus implicaciones políticas. Recuerdo visitas a Cieplan, donde gracias a la generosidad de los canadienses y los nórdicos, un grupo de economistas chilenos liderados por mi amigo Alejandro Foxley pensaban en una política pública alternativa.
Sí, muchos en el mundo fueron solidarios con Chile y fue para mí increíblemente grato ver su retorno a la democracia , y haber sido ministro en Venezuela al mismo tiempo que Foxley y Ominami servían a su país en el gobierno de Aylwin.
Desde entonces, la suerte de los dos países ha sido muy distinta. Chile se volvió el modelo a seguir en América Latina -por su manejo económico, su estabilidad democrática y el imperio de la ley-, pero Venezuela ha caído en un autoritarismo arbitrario, con pretensiones totalitarias. Los venezolanos hemos perdido todo sentido de libertad.
Cabía esperar que esta reversión de la fortuna fuera acompañada de reciprocidad en la lealtad, que Chile hiciera algo sobre la violación de los derechos humanos en mi país, que hiciera valer la Carta Democrática de la OEA en defensa de los venezolanos. Cabía esperar que algunos de los 20.000 expertos petroleros expulsados de Petróleos de Venezuela por oponerse al gobierno encontraran asilo en Chile y trabajo en Enap, no que ésta se negara a contratarlos, por temor a supuestas represalias de Hugo Chávez.
Cabía esperar que los estudiantes venezolanos y el alcalde de Caracas no tuvieran que hacer largas huelgas de hambre para que el bien alimentado secretario general de la OEA, chileno y de afiliación política conocida, atendiera sus quejas o exigiera al gobierno venezolano que deje entrar al país a la misión que la Comisión Interamericana de DDHH lleva meses tratando de enviar a Venezuela, pero que Chávez no autoriza. Cabía esperar que alguien en el gobierno chileno, su canciller o su embajador ante la OEA, dijeran algo.
Precisamente por su historia personal, cabía esperar algo más de la Presidenta chilena, que mostrara su incomodidad moral con lo que pasa en Venezuela, como tantos le han pedido que haga, incluso en su propia coalición y en su gabinete. Pero quizás el presupuesto de solidaridad y lealtad del gobierno chileno se encuentre agotado, debido al apoyo que sí supo ofrecerle a ese sufrido líder de la Alemania formalmente llamada Democrática: un tal Erich Honecker.
Por Ricardo Hausmann el 21 Oct, 2009
Venezuela fue de los más leales con la democracia y los derechos humanos en Chile cuando este país vivió sus horas más oscuras. Cabía esperar que la reversión de la fortuna en nuestros países fuera acompañada de reciprocidad en la lealtad.
Cabía esperar otra cosa. Venezuela, después de todo, fue de los más leales con la democracia y los derechos humanos en Chile, cuando este país vivió sus horas más oscuras. No solamente por su política exterior, siempre clara y firme opositora a la dictadura chilena, sino por los incontables gestos de solidaridad hacia los miles de refugiados políticos chilenos a quienes Venezuela les abrió sus puertas.
Allí llegó Carlos Matus tras salir de la cárcel; allí vivieron por muchos años Sergio Bitar y Claudio Huepe; por allí pasaron Orlando Letelier y también el político radical Eugenio Velasco, padre de uno de mis mejores amigos, rescatado por el gobierno venezolano de Buenos Aires después del crimen de Prats, cuando se temía por su vida. Muchos miles de chilenos terminaron pasando años en Venezuela, trabajando en universidades públicas, en organismos del Estado y en la empresa privada.
En 1980-81 conocí en París a mi amigo de entonces Carlos Ominami, su esposa Manuela y su pequeño hijo Marco, y a través de ellos a muchos exiliados en esa ciudad. Más tarde le conseguí una oportunidad a Ominami para dictar unas clases en la Universidad del Zulia y le organicé una reunión con los chilenos exiliados en Caracas, para discutir los eventos del cacerolazo contra Pinochet y sus implicaciones políticas. Recuerdo visitas a Cieplan, donde gracias a la generosidad de los canadienses y los nórdicos, un grupo de economistas chilenos liderados por mi amigo Alejandro Foxley pensaban en una política pública alternativa.
Sí, muchos en el mundo fueron solidarios con Chile y fue para mí increíblemente grato ver su retorno a la democracia , y haber sido ministro en Venezuela al mismo tiempo que Foxley y Ominami servían a su país en el gobierno de Aylwin.
Desde entonces, la suerte de los dos países ha sido muy distinta. Chile se volvió el modelo a seguir en América Latina -por su manejo económico, su estabilidad democrática y el imperio de la ley-, pero Venezuela ha caído en un autoritarismo arbitrario, con pretensiones totalitarias. Los venezolanos hemos perdido todo sentido de libertad.
Cabía esperar que esta reversión de la fortuna fuera acompañada de reciprocidad en la lealtad, que Chile hiciera algo sobre la violación de los derechos humanos en mi país, que hiciera valer la Carta Democrática de la OEA en defensa de los venezolanos. Cabía esperar que algunos de los 20.000 expertos petroleros expulsados de Petróleos de Venezuela por oponerse al gobierno encontraran asilo en Chile y trabajo en Enap, no que ésta se negara a contratarlos, por temor a supuestas represalias de Hugo Chávez.
Cabía esperar que los estudiantes venezolanos y el alcalde de Caracas no tuvieran que hacer largas huelgas de hambre para que el bien alimentado secretario general de la OEA, chileno y de afiliación política conocida, atendiera sus quejas o exigiera al gobierno venezolano que deje entrar al país a la misión que la Comisión Interamericana de DDHH lleva meses tratando de enviar a Venezuela, pero que Chávez no autoriza. Cabía esperar que alguien en el gobierno chileno, su canciller o su embajador ante la OEA, dijeran algo.
Precisamente por su historia personal, cabía esperar algo más de la Presidenta chilena, que mostrara su incomodidad moral con lo que pasa en Venezuela, como tantos le han pedido que haga, incluso en su propia coalición y en su gabinete. Pero quizás el presupuesto de solidaridad y lealtad del gobierno chileno se encuentre agotado, debido al apoyo que sí supo ofrecerle a ese sufrido líder de la Alemania formalmente llamada Democrática: un tal Erich Honecker.
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