La venganza de Guaicaipuro
El desaseo, novísima arma mortal contra el Imperio
Por primera vez desde el cuatro de febrero de 1992, debo festejar una ocurrencia del causante de aquella pestilencia que se expandió en el recinto de un Museo Militar que luego permaneció cerrado varios días mientras que a manguerazo limpio, se limpiaban sus paredes. Tiene diez años condenando el genocidio de los españoles en estas regiones equinocciales, pero eso no ha pasado de sus invectivas, inocuas por aquello de que "maldición de piojo no llega al ojo". Lo más lejos que se ha llegado para vengar a nuestros antepasados ha sido el derribo de la estatua del Descubridor en el Paseo Colón por un enguayucado y famélico indiecito cuyo apellido Boulton, como se sabe, es muy común entre los indios pemones que viven su libre vida precolombina alimentándose con los cultivos hidropónicos de la Avenida Bolívar, en el corazón de la Selva Profunda. La hora de la venganza Pero llegó la hora de la venganza, gracias a la ocurrencia del muchachote de Sabaneta como con tanto cariño lo llama Rafael Poleo. La historia es la siguiente: durante muchos años, los historiadores no lograban explicarse la razón del exterminio de los pueblos indígenas; y atribuían la despoblación de nuestros territorios a la crueldad de los españoles. Pero eso dejaba inexplicado por qué África, sometida a los mismos desmanes durante el mismo tiempo, duplicó largamente su población. No es fácil creer que los europeos hubiesen enviado puros ángeles al continente negro y puros diablos a nosotros. Hasta que a alguien se le ocurrió mirar con más detenimiento a un cronista de Indias, el padre Francisco de Figueroa, quien en 1661 constataba asombrado que en los pueblos evangelizados al nomás entrarle ... "por sus casas la luz del cielo la siguen las tinieblas y horrores de pestes y mortandades lastimosas. Estas se ocasionan principalmente, como he tocado en varias partes, a las primeras vistas de españoles cuyo vaho parece les infunde pestes...". Nunca se bañaban Todo se explicaba: los europeos no eran muy afectos al baño, y en la escuela se nos llegó a a decir que Isabel La Católica prometió no cambiarse las enaguas hasta no echar a los moros de Granada. Cuando eso se cumplió, ocho años después, ni Fernando de Aragón parecía muy entusiasmado en cumplir con sus deberes conyugales que, aún entonces, siempre necesitan un cierto grado de desnudez. En cambio, nuestros indígenas, a quienes el clima les imponía bañarse con el agua corriente de los ríos varias veces al día, no habían creado anticuerpos para defenderse de las enfermedades incapaces de entrar en los organismos de los conquistadores protegidos por la cota de malla de una suciedad de siglos. Pero, como solía decir mi abuela, a nadie le falta Dios. Pero dejemos al Altísimo y citemos a Agustín Lara: el tiempo es implacable y vengador. Hoy los europeos, con el modernismo, se bañan todos los días; lo cual los hace sensibles a esos gérmenes que tanto aterrorizan a Monk, el detective paranoico-compulsivo de la serie televisiva. Con la misma moneda Y aquí viene el destello de genio del Ser Supremo de Sabaneta: cinco siglos después, pagarle a los españoles con la misma moneda. La idea es tan simple que no puede ser humana: debe haber sido el propio Dios Uno y Trino quien se lo sopló en el oído al futuro D'Artagnan de esos Tres Mosqueteros cristianos: desaconsejar el uso sistemático, tres veces diarias, de ese baño tradicional que nos legaron nuestros antepasados. Nada de eso, camaradas: una totumita y tres minutos contados en un reloj de arena, no en esos Rolex de oro venidos del imperio. Así nuestros gérmenes se conservarán enteritos, escondidos en los pliegues de grasa de esos michelines que la prosperidad ha hecho crecer en la cintura de los venezolanos; de los cuales para muestra un botón: comparen la foto aquella del 4 de febrero de un teniente coronel pálido y asustado (como que acababa de vaciar sus confesamente flojas tripas) y este rollizo viajero cuyo sólo peso ha hecho que su avión chupadólares no salga del taller y tenga que andar de petardista pidiéndole un avioncito por el amor de Dios a Fidel Castro. ¡Que vengan ahora! Bueno, ahí está: que vengan ahora esos imperialistas del pandorga a querer venir a aposentarse aquí con sus misiles y sus Mirages: los estamos esperando rodilla en tierra con los brazos en alto para dar puerta abierta al vaho de nuestros sobacos; frente a sus botas claveteados, con nuestros pies descalzos para liberar lo que nuestros valeroso combatientes andinos llaman "pecueca"; a ver si sus organismos bañaditos, perfumaditos y encalcados resisten la ofensiva de nuestros humores; sin contar la más definitivamente mortal de todas nuestras armas, "hiroshímica" en sumo grado, la que como Ricaurte en San Mateo, pero más pestilente que la pólvora, hizo estallar en el Museo Militar el héroe de aquella gesta. Aunque esa no haya sido la intención, el empleo por parte nuestra de las armas del desaseo preconizadas con ese baño "pin pan pum" desde el más alto sitial de la República pondrá un freno a la explosión demográfica: ¿quién se va a acercar a quien hieda de tal manera? Los mexicanos suelen llamar "la venganza de Moctezuma" al castigo que los extranjeros sufren ardorosamente al día siguiente de haberse comido una enchilada, nosotros podemos llamar a esta invención de nuestro confeso Tripafloja "la venganza de Guaicaipuro" siguiendo así la recomendación de poner la ciencia popular por encima de la académica, y que con ella podamos vencer las armas del Primer Mundo. hemeze@cantv.net
El desaseo, novísima arma mortal contra el Imperio
Por primera vez desde el cuatro de febrero de 1992, debo festejar una ocurrencia del causante de aquella pestilencia que se expandió en el recinto de un Museo Militar que luego permaneció cerrado varios días mientras que a manguerazo limpio, se limpiaban sus paredes. Tiene diez años condenando el genocidio de los españoles en estas regiones equinocciales, pero eso no ha pasado de sus invectivas, inocuas por aquello de que "maldición de piojo no llega al ojo". Lo más lejos que se ha llegado para vengar a nuestros antepasados ha sido el derribo de la estatua del Descubridor en el Paseo Colón por un enguayucado y famélico indiecito cuyo apellido Boulton, como se sabe, es muy común entre los indios pemones que viven su libre vida precolombina alimentándose con los cultivos hidropónicos de la Avenida Bolívar, en el corazón de la Selva Profunda. La hora de la venganza Pero llegó la hora de la venganza, gracias a la ocurrencia del muchachote de Sabaneta como con tanto cariño lo llama Rafael Poleo. La historia es la siguiente: durante muchos años, los historiadores no lograban explicarse la razón del exterminio de los pueblos indígenas; y atribuían la despoblación de nuestros territorios a la crueldad de los españoles. Pero eso dejaba inexplicado por qué África, sometida a los mismos desmanes durante el mismo tiempo, duplicó largamente su población. No es fácil creer que los europeos hubiesen enviado puros ángeles al continente negro y puros diablos a nosotros. Hasta que a alguien se le ocurrió mirar con más detenimiento a un cronista de Indias, el padre Francisco de Figueroa, quien en 1661 constataba asombrado que en los pueblos evangelizados al nomás entrarle ... "por sus casas la luz del cielo la siguen las tinieblas y horrores de pestes y mortandades lastimosas. Estas se ocasionan principalmente, como he tocado en varias partes, a las primeras vistas de españoles cuyo vaho parece les infunde pestes...". Nunca se bañaban Todo se explicaba: los europeos no eran muy afectos al baño, y en la escuela se nos llegó a a decir que Isabel La Católica prometió no cambiarse las enaguas hasta no echar a los moros de Granada. Cuando eso se cumplió, ocho años después, ni Fernando de Aragón parecía muy entusiasmado en cumplir con sus deberes conyugales que, aún entonces, siempre necesitan un cierto grado de desnudez. En cambio, nuestros indígenas, a quienes el clima les imponía bañarse con el agua corriente de los ríos varias veces al día, no habían creado anticuerpos para defenderse de las enfermedades incapaces de entrar en los organismos de los conquistadores protegidos por la cota de malla de una suciedad de siglos. Pero, como solía decir mi abuela, a nadie le falta Dios. Pero dejemos al Altísimo y citemos a Agustín Lara: el tiempo es implacable y vengador. Hoy los europeos, con el modernismo, se bañan todos los días; lo cual los hace sensibles a esos gérmenes que tanto aterrorizan a Monk, el detective paranoico-compulsivo de la serie televisiva. Con la misma moneda Y aquí viene el destello de genio del Ser Supremo de Sabaneta: cinco siglos después, pagarle a los españoles con la misma moneda. La idea es tan simple que no puede ser humana: debe haber sido el propio Dios Uno y Trino quien se lo sopló en el oído al futuro D'Artagnan de esos Tres Mosqueteros cristianos: desaconsejar el uso sistemático, tres veces diarias, de ese baño tradicional que nos legaron nuestros antepasados. Nada de eso, camaradas: una totumita y tres minutos contados en un reloj de arena, no en esos Rolex de oro venidos del imperio. Así nuestros gérmenes se conservarán enteritos, escondidos en los pliegues de grasa de esos michelines que la prosperidad ha hecho crecer en la cintura de los venezolanos; de los cuales para muestra un botón: comparen la foto aquella del 4 de febrero de un teniente coronel pálido y asustado (como que acababa de vaciar sus confesamente flojas tripas) y este rollizo viajero cuyo sólo peso ha hecho que su avión chupadólares no salga del taller y tenga que andar de petardista pidiéndole un avioncito por el amor de Dios a Fidel Castro. ¡Que vengan ahora! Bueno, ahí está: que vengan ahora esos imperialistas del pandorga a querer venir a aposentarse aquí con sus misiles y sus Mirages: los estamos esperando rodilla en tierra con los brazos en alto para dar puerta abierta al vaho de nuestros sobacos; frente a sus botas claveteados, con nuestros pies descalzos para liberar lo que nuestros valeroso combatientes andinos llaman "pecueca"; a ver si sus organismos bañaditos, perfumaditos y encalcados resisten la ofensiva de nuestros humores; sin contar la más definitivamente mortal de todas nuestras armas, "hiroshímica" en sumo grado, la que como Ricaurte en San Mateo, pero más pestilente que la pólvora, hizo estallar en el Museo Militar el héroe de aquella gesta. Aunque esa no haya sido la intención, el empleo por parte nuestra de las armas del desaseo preconizadas con ese baño "pin pan pum" desde el más alto sitial de la República pondrá un freno a la explosión demográfica: ¿quién se va a acercar a quien hieda de tal manera? Los mexicanos suelen llamar "la venganza de Moctezuma" al castigo que los extranjeros sufren ardorosamente al día siguiente de haberse comido una enchilada, nosotros podemos llamar a esta invención de nuestro confeso Tripafloja "la venganza de Guaicaipuro" siguiendo así la recomendación de poner la ciencia popular por encima de la académica, y que con ella podamos vencer las armas del Primer Mundo. hemeze@cantv.net
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