domingo, octubre 12, 2008

Historiador venezolano (Simón Alberto Consalvi) opina sobre la intolerancia en política

Artículos de opinión de los historiadores venezolanos

Les dejo acá el artículo semanal del historiador Simón Alberto Consalvi que publica todos los domingo en El Nacional.
Hablar (o no) con el enemigo
Uno de los temas que han suscitado más especulaciones en la campaña presidencial de Estados Unidos surgió a raíz de estas preguntas a los candidatos: ¿Hablaría usted con el presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad? ¿Hablaría usted con Hugo Chávez? ¿Hablaría usted con Kim Jong-il? ¿Hablaría usted con Fidel o Raúl Castro? De los candidatos, sólo Barack Obama se arriesgó a responder que sí, que hablaría con el diablo, si de allí pudiera obtenerse algún beneficio para su país. Pero le repreguntaron, ¿hablaría usted sin condiciones? Esta es una de las necedades de las que no se salvan las campañas políticas. "Sí, sin condiciones", respondió Obama.
La agresiva Sara Palin consideró que las respuestas del demócrata le ofrecían un buen flanco para atacarlo y acusarlo ante los norteamericanos de que era un candidato "poco confiable" porque quería hablar con los enemigos y, sobre todo, hacerlo "sin condiciones". Por allí van las tonterías de la campaña. Abrumados por la catástrofe de Wall Street, los electores no han tenido tiempo para pensar en la estupidez de negarse a conversar con el adversario (o con el "enemigo", como se prefiera). Parece como si de pronto hubieran olvidado la enorme importancia que tuvo para Estados Unidos eso de "hablar con el enemigo".
Valdría la pena pensar sobre las implicaciones y las consecuencias del viaje de Richard Nixon a Pekín en 1972, sus conversaciones con el premier Chu En-lai y con el jefe Mao Tse-tung. No había países que se detestaran más en ese momento que China y Estados Unidos. Los tercermundistas estuvimos condenados al envenenamiento de las guerras ideológicas que generalmente encubren intereses de otras categorías. Es probable que a partir de aquella visita, armada en la trastienda por Henry Kissinger, comenzaran a despejarse las dudas y las tormentas, que no estaban condenados a autodestruirse en una guerra funesta, sino que en el mundo había espacio para todos. Quizás entonces tuvieron origen los elementos que en la primera década del siglo XXI han acercado de manera evidente a los dos grandes países.
No sé si estoy equivocado, pero me atrevo a escribir que son más los intereses que Estados Unidos y China comparten (y compartirán en el futuro) que sus discrepancias. En Estados Unidos se acepta, y no sólo entre los analistas, que el siglo XXI será "el siglo amarillo". ¿Qué decir de las conversaciones de Roosevelt con José Stalin, si pensamos que no cabía imaginar enemigo más astuto ni más contumaz? ¿O las conversaciones de John F. Kennedy con Nikita Jruschov? ¿O, incluso, las de Ronald Reagan con Gorbachev, no obstante pensar que la Unión Soviética era el "imperio del mal"? Pero, ¿por qué vamos tan lejos si el mismo George W. Bush, además de encontrarse con el zar Vladimir Putin, dijo, urbi et orbe, haber leído "en sus ojos que era un hombre en quien se podía confiar"? El gran Putin apenas sonrió cuando se enteró de tan tejana confesión.
Es de suponer (y de esperar) que el mundo del siglo XXI nos preserve de tan anacrónicos equívocos. La Revolución Cubana celebrará dentro de poco sus 50 años en el poder. No es poco. La reina Victoria rigió 13 años más que Fidel Castro, pero era la reina y vio subir y caer primeros ministros. Era una soberana de armas tomar, pero, con todo, el poder político estaba en otra parte. ¿No es hora, acaso, de que los presidentes de Estados Unidos y de Cuba se encuentren, conversen, pongan las cartas sobre la mesa, con la confianza de países (la potencia del siglo XX y la pequeña isla que implantó el comunismo a tan pocas millas de Florida) que aprendieron a respetarse, que, por tanto, tienen mucho que decirse entre sí, y que si no conversan la historia los dejará atrás, como ya se vislumbra? No sé si con el delirante Mahmoud Ahmadinejad pueda conversar alguien más o menos sensato. Pero, de pronto, quizás baste con eso, darle jerarquía entre los grandes. Antes, eso sí, de que se arme de armas nucleares, ponga de rodillas al mundo y nos haga repetir que "Hitler no existió".
Aun cuando en las campañas se dicen y repiten tonterías, es inevitable girar en torno a ellas, y es lo que ahora hago, gracias a John McCain, pero sobre todo a su compañera de ticket. Hablar o no hablar con el enemigo, esa es la cuestión. Ser o no ser. Explotar tonterías patrioteras para impresionar a los pobres de espíritu. Así son las campañas en el Imperio, y también en sus alrededores. Esta simpleza no es, por cierto, monopolio de los más conservadores del Imperio. No querer hablar con el adversario (o con el "enemigo", como se prefiere en Venezuela) también es política practicada en el país de Bolívar. En estas originalidades se dan la mano Hugo Chávez Frías y Sara Palin.

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