Sesenta años del Instituto
de Investigaciones Históricas
TOMÁS STRAKA (Publicado el 22 DE OCTUBRE
2015 en El Nacional).
Para 1955 la Universidad
Católica, recientemente bautizada con el epónimo de “Andrés Bello”, iniciaba su
camino en el “rascacielos” del Colegio San Ignacio en el centro de Caracas. Se
trataba de un experimento novedoso y no carente de riesgos. Recientemente una
reforma legal había permitido el funcionamiento de universidades privadas en el
país, cosa que la Conferencia Episcopal aprovechó para llevar adelante su viejo
proyecto de crear una universidad de la Iglesia. Pero no era fácil hallar una
sede adecuada y sobre todo el alma de cualquier casa de estudios superior: un
profesorado con la formación suficiente para llevarla adelante. La Compañía de
Jesús tenía ambas cosas. No solo su experiencia regentando el Seminario y el
Colegio San Ignacio había sido muy alentadora, sino que, en aquella Venezuela,
era probablemente uno de los colectivos con más títulos de doctor en sus
miembros y, en términos de aquellos que lo habían obtenido en universidades
europeas, probablemente superaba en número a la Universidad Central de
Venezuela. Por eso su prestigio rápidamente se transmite a la nueva
universidad. Aunque la UCAB, como pronto la comienzan a llamar, estaba realmente
en el esquina de Mijares, todos llamarán (y siguen llamando) a aquella sede la
de la “esquina de Jesuitas”, que en realidad queda una cuadra más abajo. Los
jesuitas de mediados del siglo XX ya eran tan famosos en la ciudad como sus
predecesores que en el siglo XVIII hicieron que su recuerdo se inmortalizara en
la esquina que aún lleva su nombre.
Es en el trajín de aquellos
días fundacionales que dos jóvenes jesuitas, los padres Hermann González
Oropeza (1922-1998) y Pablo Ojer (1923-1996), se encuentran en el “rascacielos”
de la nueva universidad y comienzan a compartir su interés por la historia.
Ojer, navarro con quince años en Venezuela, acababa de graduarse como profesor
de historia en el Instituto Pedagógico Nacional (hoy de Caracas) y ejercía la
cátedra en el Colegio San Ignacio y en la UCAB; mientras al padre Hermann,
caroreño “de rancia estirpe”, la pasión por la historia le surgió junto a sus
convicciones de nacionalista convencido y comprometido. En efecto, al novicio
Hermann lo había impresionado e indignado, como a tantos otros venezolanos, la
publicación del Memorándum de Severo Mallet-Prevost en 1948. En este
documento, Mallet-Prevost, uno de los árbitros en el laudo de 1899 que dejó en
manos inglesas los más de 150.000 kilómetros cuadrados del territorio del
Esequibo, había puesto al descubierto las maniobras y componendas entre
potencias imperialistas que hubo detrás del laudo. En una sociedad que ya
estaba muy afectada por el acuerdo territorial con Colombia de 1941, en el que
Venezuela aceptó las pérdidas territoriales de 1891, aquello cayó como una
bomba. En especial entre los jóvenes de los sectores católicos y
nacionalistas. Fue en ese contexto en el que el Hermann González que en
breve decide unirse a la Compañía de Jesús se encaminó, tal vez sin saberlo,
hacia la historia.
En efecto, aunque el
Memorándum Mallet-Prevost era una confirmación de lo que ya todos sospechaban,
para emprender una acción diplomática estructurada había que buscar otras
fundamentaciones documentales; y eso fue, precisamente, lo que el novicio
Hermann inició por cuenta propia mientras estudiaba Teología y “pasaba hambre”
(como recordaba) en la Gran Bretaña de la posguerra. Con paciencia hurgó en los
archivos del Foreing Office y las bibliotecas británicas, compró libros y
mapas, revisó periódicos, cotejó fuentes, preguntó acá y allá, consultó
expertos, se metió en despachos públicos y así, en poco tiempo, hizo el acopio
documental más importante que sobre el tema había en Venezuela.
Para 1955 González Oropeza
(ya para todos el padre Hermann) había regresado a Venezuela y junto a Pablo
Ojer emprende un conjunto de investigaciones de historia territorial. Ambos
jesuitas sistematizan lo traído de Gran Bretaña, analizan los mapas, buscan en
archivos venezolanos y comienzan a publicar algunos estudios (en 1957 aparece,
firmada por los dos, La fundación de Maturín (1722) y la cartografía del
Guarapiche). Era el funcionamiento de facto de lo que a partir de 1957 comenzó
a ser formalmente el Centro de Investigaciones Históricas (Ojer fungió como su
primer director), elevado en 1977 a Instituto de Investigaciones Históricas y
desde 2001 bautizado con el nombre de Hermann González Oropeza. Por eso el día
de hoy estamos celebrando su sesenta aniversario. Han sido seis décadas de
trabajo constante cuyo balance no debe medirse solo por la amplísima
bibliografía producida por sus investigadores, sino también por aportes
concretos que influyeron, en grados notables, a la vida venezolana. En 1963,
por ejemplo, el presidente Rómulo Betancourt nombró a los padres González
Oropeza y Ojer asesores de la Cancillería en el reclamo del Esequibo. Así,
aquellos documentos reunidos y sistematizados de forma casi romántica y
quijotesca en Gran Bretaña, se convirtieron en uno de los principales
fundamentos de la contención venezolana. A ello pronto se sumó un renovado
esfuerzo de investigación en Gran Bretaña, España y Venezuela. Nuevos
investigadores como el P. José del Rey Fajardo, se incorporaron a la tarea. El
hermano Nectario María ayudaba desde Sevilla. De todo aquello resultaron las
decenas de rollos de microfilme con documentos ingleses y de legajos con traslados del
Archivo de Indias, así como una de las mejores mapotecas históricas de
Venezuela con las que hoy cuenta el Instituto, así como, en buena medida, en el
éxito que la diplomacia venezolana pronto empezó a cosechar, como el Acuerdo de
Ginebra (1966), en el que Gran Bretaña y Guyana, en trance de independizarse,
aceptan (diga lo que diga David Granger) la nulidad del Laudo de 1899 y se
comprometen a llegar a una solución práctica.
Pero no solo en historia
territorial el Instituto ha hecho aportes significativos. En torno a él
comenzaron a aparecer en la década de 1960 nuevos centros de investigación que
al final, cuando se convirtió en Instituto, se integraron a su estructura.
Hablamos del Centro de Investigaciones Literarias (1965), cuyo primer
director fue Efraín Subero (1931-2007); del Centro de Lenguas Indígenas (1968),
cuyo primer director fue fray Cesáreo de Armellada (1908-1996); del Centro de
Religiones Comparadas (1972), bajo la dirección de la destacada antropóloga
austríaca Angelina Pollak-Eltz; y del Centro Venezolano de Historia
Eclesiástica (1977), bajo la dirección del padre Hermann. Fueron centros
pequeños, a veces casi iniciativas individuales, pero que precisamente por eso
tuvieron una producción sorprendente, tanto por la cantidad como por la
calidad. Baste decir, por ejemplo, que la condición pluriétnica y multicultural
que actualmente proclama la nación venezolana en gran medida se debió a la
tarea paciente de investigadores como el P. Jesús Olza, que se encargaron de
estudiar y sistematizar las gramáticas de las lenguas indígenas. Sin ellas la
educación intercultural bilingüe y todo lo que ha significado para la formación
de un liderazgo indígena con mayores herramientas para defender su identidad y
luchar por sus derechos, hubiera sido, cuando menos, difícil. La Gramática
guajira (1977) y el Diccionario guajiro(1978) publicados por el padre
Olza y Miguel Ángel Jusayú; así como la gramática (1994), el diccionario (1981)
y las leyendas (1972) de lengua pemón elaboradas por fray Cesáreo de Armellada,
valdrían por sí solos para garantizarle un nombre al Instituto en la historia.
Si vamos a hablar de libros
que marcaron un hito es imposible soslayar el monumental La formación del
Oriente venezolano (1966), de Ojer, texto indispensable para comprender a
toda la región; la compilación documental Iglesia-Estado en Venezuela (1977)
y el erudito (y hermosamente editado) Atlas de historia cartográfica de
Venezuela (1987) del padre Hermann; Vestigios africanos en la
cultura del pueblo venezolano (1972), La familia negra en Venezuela(1976), María
Lionza: mito y culto venezolano (1985) y Medicina popular
venezolana (1987), entre otros, de Angelina Pollak-Eltz; o la segunda
edición del Fuero Indígena Venezolano (1977), de fray Cesáreo de
Armellada. Origen y expansión de la quema de Judas(1974) y La décima
popular venezolana (1977), por solo nombrar dos de los numerosos libros de
Efraín Subero. La revista Montalbán que empezó a editarse en 1972 y
hoy suma 46 números, llegó a canjearse con más de 500 publicaciones en el
mundo, convirtiéndose en una referencia en áreas tales como la antropología y
la historia. La Colección Manoa comprendió 33 libros de bolsillo, aparecidos
entre 1977 y 1981, muchos de los cuales se convirtieron en clásicos (pensemos
en el ineludible Programas políticos venezolanos de la primera mitad del
siglo XX de Naudy Suárez). En 1979 nace la Maestría de Historia de las
Américas por iniciativa del profesor Oscar Abdala y del P. Del Rey Fajardo, a
la que se le sumaron en 1990 el doctorado en Historia y la Maestría de Historia
de Venezuela. Hasta el día de hoy estos programas están estrechamente
vinculados al Instituto, sus investigadores dictan clase en ellos y su fondo
bibliográfico y documental respalda los trabajos de los cursantes.
Hacia mediados de la década
de 1980 el Instituto entra en una nueva etapa. Los centros fueron
desdibujándose en la medida en que sus líderes se marcharon a otros sitios o se
jubilaron, y la investigación comenzó a enfocarse en lo específicamente
histórico bajo la dirección de Elías Pino Iturrieta, que asumió la dirección
tras la muerte del P. Hermann en 1998. Manuel Donís, su discípulo más cercano,
mantuvo viva la llama de la historia territorial, al tiempo que los postgrados
de historia se fueron posicionando entre los más importantes del país y Montalbán,
reconvertida en una revista exclusivamente historiográfica, lograba indizaciones
internacionales. También se avanzó en la organización del archivo y la
biblioteca, que suma varios miles de volúmenes que aún no están del todo
catalogados. Los legajos con los traslados del Archivo General de Indias tienen
un índice y están a disposición de los investigadores; así como está organizada
y preservada la mapoteca bajo los más estrictos criterios de conservación. No
obstante aún queda trabajo por hacer. Los archivos de Pedro Pablo Barnola,
Hermann González Oropeza, Ángel Grisanti y Miriam Blanco-Fombona de Hood, aún
aguardan por un investigador que termine de trabajarlos y sistematizarlos.
Es, en definitiva, un legado
por el que la UCAB debe sentir legítimo orgullo. Y un compromiso para
quienes hemos tomado el testigo en el Instituto. Hoy, con el P. Del Rey Fajardo
otra vez en la dirección, se ha planteado el rescate de algunas líneas en las
que se hicieron grandes aportes y que parecen no tener continuadores, como la
de las lenguas indígenas. El actual reavivamiento del problema del Esequibo ha
servido para recordar que hay un legado de investigación que puede seguir
siendo útil para la nación. Además del P. Del Rey, en el Instituto trabajan
Manuel Donís, Francisco Javier Pérez, Dora Dávila, Ricardo Castillo, María
Soledad Hernández y quien escribe esta nota. Esto significa que hay dos
individuos de número de la Academia de la Historia (Del Rey y Donís) y uno de
la Lengua (Pérez). Hasta su reciente jubilación estuvieron con nosotros Elías
Pino Iturrieta y Demetrio Boersner. Todos coincidimos en el compromiso con la
historia, la cultura y la nación que representa formar parte de aquel esfuerzo
que dos jóvenes soñadores echaron a andar en un “rascacielos” del centro de
Caracas en 1955.
@thstraka
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