Desde el siglo XVII al XX los mosquitos que propagan la malaria y la fiebre amarilla han sido los verdaderos hacedores de la historia, más que conquistadores, piratas, misioneros y negreros
Mario Vargas Llosa
(Publicado en el diario español El País el 05 de septiembre de 2010).
El abuelo Pedro viajó mucho en su juventud por la cordillera y las selvas del Perú y Bolivia y oírlo contar las aventuras y desventuras que vivió en sus recorridos, en la casona familiar de la calle cochabambina de Ladislao Cabrera, era tan entretenido como leer las novelas de Salgari, Miguel Zévaco o Julio Verne. Mis primas y yo lo escuchábamos extasiados. En uno de sus viajes, a orillas del Urubamba, se encontró con la expedición que dirigía Hiram Bingham y que poco después redescubriría el santuario-fortaleza de Machu Picchu, hasta entonces solo conocido por los campesinos de la región. Pernoctó con los expedicionarios y recordaba muy bien la madrugada que se despidieron, "ese gringo larguirucho hacia la fama y yo hacia las tercianas".
El abuelo Pedro llamaba "tercianas" a las fiebres palúdicas o malaria, que por entonces infestaban toda América Latina, pues, aunque ya se usaba la quinina para combatirla, no existía, ni existe todavía, una vacuna que sirviera para frenar eficazmente los estragos que causa la picadura del siniestro Anopheles. La curación era larga y elemental, poner a sudar al enfermo envolviéndolo en mantas como una momia y haciéndole tragar infusiones ardientes para bajarle las altísimas fiebres que lo hacían delirar y temblar como atacado por el mal de San Vito. Muchos sucumbían a las fiebres o al tratamiento. Pero, peor todavía que la malaria, era la fiebre amarilla, transmitida por otro mosquito, hembra en este caso, peste para la que simplemente no había curación posible: sus víctimas adquirían un color verdoso amarillento y se iban escurriendo hasta perecer sacudidas por el vómito negro. Las historias del abuelo Pedro hicieron que yo contrajera precozmente un odio visceral contra los mosquitos y zancudos, que estos me han devuelto con creces, sobre todo en mis viajes por la Amazonia, de los que he salido siempre rascándome, devorado por las picaduras.
El abuelo Pedro llamaba "tercianas" a las fiebres palúdicas o malaria, que por entonces infestaban toda América Latina, pues, aunque ya se usaba la quinina para combatirla, no existía, ni existe todavía, una vacuna que sirviera para frenar eficazmente los estragos que causa la picadura del siniestro Anopheles. La curación era larga y elemental, poner a sudar al enfermo envolviéndolo en mantas como una momia y haciéndole tragar infusiones ardientes para bajarle las altísimas fiebres que lo hacían delirar y temblar como atacado por el mal de San Vito. Muchos sucumbían a las fiebres o al tratamiento. Pero, peor todavía que la malaria, era la fiebre amarilla, transmitida por otro mosquito, hembra en este caso, peste para la que simplemente no había curación posible: sus víctimas adquirían un color verdoso amarillento y se iban escurriendo hasta perecer sacudidas por el vómito negro. Las historias del abuelo Pedro hicieron que yo contrajera precozmente un odio visceral contra los mosquitos y zancudos, que estos me han devuelto con creces, sobre todo en mis viajes por la Amazonia, de los que he salido siempre rascándome, devorado por las picaduras.
Me ha hecho recordar las historias del abuelo Pedro que encandilaron mi infancia un artículo de Gabriel Paquette, que acabo de leer en el Times Literary Supplement (Julio 30, 2010). Reseña un libro recién aparecido en Inglaterra, Mosquito Empires, cuyo autor, J. R. McNeill, es un historiador empeñado en dar a la ecología y el medio ambiente un protagonismo en la historia de la que tradicionalmente han sido excluidos y que, según él, en buena parte han modelado y orientado con tanto (y a veces más) vigor que los seres humanos. El subtítulo del libro, "Ecología y guerra en el Gran Caribe", indica que su investigación se centra en este territorio. Abarca unos trescientos años, desde la llegada de los europeos a la región hasta la Primera Guerra Mundial. El héroe de la historia es el maldito mosquito, tanto el que propaga la malaria como la hembra que inocula la fiebre amarilla, y, si el profesor McNeill ha acertado en sus investigaciones, esta pareja ha hecho más para fraguar la historia de esa encrucijada de culturas, razas, lenguas y tradiciones que es el Caribe, que todos los indígenas, conquistadores, piratas, misioneros, contrabandistas, negreros e inmigrantes instalados en esas islas, costas y selvas bañadas por ese mar esmeralda e iluminadas por esos cielos color lapislázuli.
El Caribe que aparece en el libro de J.R. McNeill, según Gabriel Paquette, no es el paraíso turístico de las playas de arenas doradas y los cocteles de recio ron y palmeritas de plástico, sino un mundo al que, en los barcos de esclavos procedentes del África, llegan en algún momento las hembras del Aedes aegypti y se domicilian felizmente en las selvas desarboladas y convertidas por los colonos en haciendas cañeras. Al parecer, esta deforestación y erosión del suelo creó unas condiciones muy propicias para la supervivencia y reproducción de mosquitos y virus. Su alimento estaba garantizado con la gran abundancia de material humano, en especial los braceros de las plantaciones, los soldados de las guarniciones y los marineros de los barcos militares, cargueros y piratas.
Tanto Francia como Inglaterra hicieron múltiples intentos para erradicar del Caribe al imperio español, enviando expediciones militares e instalando colonias de inmigrantes en las islas y cabeceras de playa que conquistaron. Según McNeill, la razón primordial de que todos estos esfuerzos fracasaran no fue la resistencia que opusieron los soldados del rey de España sino la labor silenciosa y corrosiva de los inesperados aliados volantes con que contaron -el Anopheles y la Aedes aegypti- cuyos picotazos diezmaron y a veces desaparecieron a los invasores. Por lo visto, quienes ya estaban instalados allí y sobrevivieron a las plagas, habían adquirido inmunidad, a diferencia de los recién llegados cuyos organismos eran pasto veloz de las fiebres mortíferas.
Algunas de las cifras que cita Paquette producen vértigo. A fines del siglo XVII, Inglaterra logró instalar en las selvas del Darién, en una zona que es hoy la frontera entre Colombia y Panamá, una colonia de escoceses que fue íntegramente exterminada por los microbios. En lo que es ahora la Guayana Francesa, entre 1764 y 1765 desaparecieron en el curso de solo un año once mil de los doce mil europeos que el gobierno francés había instalado en Korou, víctimas de la malaria, la fiebre amarilla y otras enfermedades tropicales. Una de las expediciones militares lanzadas por Gran Bretaña contra España en el Caribe fue la dirigida por el Almirante Vernon en 1741, cuyas fuerzas militares pusieron sitio a las ciudades de Cartagena (Colombia) y Santiago (Cuba). Los mosquitos liquidaron a 22 mil de los 29 mil sitiadores en pocos meses, en tanto que solo un millar de los soldados británicos murieron combatiendo.
En 1762, el conde de Albemarle consiguió cercar con su ejército a la ciudad de La Habana. Esta parecía condenada a caer en poder de los británicos. Pero los sitiados consiguieron resistir hasta la llegada de la estación de las lluvias, con sus nubes de mosquitos, que en poco tiempo dieron cuenta de unos diez mil sitiadores. En los combates militares, en cambio, apenas 700 soldados ingleses murieron. Estas cifras indican de manera inequívoca que el mosquito venenoso fue el verdadero conquistador de América y también factor decisivo de que prevalecieran su emancipación e independencia, pues, según McNeill, de los 16 mil soldados que Fernando VII envió a América en afanes de reconquista, el 90 por ciento perecieron por las enfermedades tropicales ante las que sus organismos forasteros eran absolutamente indefensos.
Una de las mortandades más terribles de las guerras caribeñas ocurrió entre las fuerzas francesas y británicas que trataron de reconquistar Haití, luego de que esta colonia se emancipara en medio de las guerras de la revolución francesa. Aunque en este caso los cálculos estadísticos parecen más inciertos que en los ejemplos anteriores, el profesor McNeill cree posible asegurar que unas tres cuartas partes de los cincuenta mil muertos que hubo entre aquellos expedicionarios antes de 1800 no murieron de bala ni espada sino entre los delirios de las fiebres y temblores de la malaria y los vómitos incontenibles de la fiebre amarilla.
Gabriel Paquette relata, como colofón de su reseña, que los estragos de aquellos bichos homicidas continuaron prácticamente hasta comienzos del siglo veinte. Solo en 1900, una comisión médica del Ejército norteamericano que ocupaba Cuba estableció una relación de causa-efecto entre el mosquito y la fiebre amarilla. Los medios científicos se mostraron al principio escépticos y The Washington Post, incluso, editorializó en contra de "esa estúpida y absurda chacota". Sin embargo, el gobierno de Washington se dejó convencer y emprendió una campaña de erradicación de mosquitos en tierra cubana. Dos años más tarde, la fiebre amarilla había desaparecido junto con sus alados transmisores. Pero solo treinta años más tarde se pudo elaborar la vacuna que lograría reducir drásticamente en todo el mundo aquel virus que, según J. R. McNeill, ha causado más sufrimiento y atrocidades que la codicia y los fanatismos que llevan a los hombres a entre matarse desde el principio de los tiempos.
Habrá que escribir de nuevo las historias, pues. Aunque la responsabilidad moral de todos los grandes acontecimientos de la historia humana incumbe únicamente a los bípedos que ordenaron y libraron las guerras, las conquistas, los genocidios, las inquisiciones, etcétera, no hay duda que los hombres no pudieron nunca, ni en el pasado ni el presente, tener el control absoluto de las secuelas de las aventuras a que empujaron a la humanidad ni estuvieron en condiciones de hacer frente a los imprevistos que surgían en el camino y les imprimían casi siempre una orientación distinta de la prevista y, a veces, las desnaturalizaron hasta convertirlas exactamente en las antípodas de lo que se esperaba que fueran. Nadie hubiera imaginado antes de ahora -en nuestros tiempos de preocupación por la ecología y el medio ambiente- que el invisible mosquito zumbón hubiera podido ser, entre los siglos diecisiete y veinte, el verdadero hacedor de la historia del Caribe.
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