Sunday, April 09, 2006

Hace 7 años nos dejó Luis Castro Leiva (1943-1999) (II)



  ¿Y qué con mi risa, Luis Castro?

  Para Carole Leal

  Ignacio Avalos Gutiérrez 

Publicado el 20-IV-1999.

  La primera vez fue en el colegio San Ignacio. Lo conocí de vista y jamás
  cruzamos palabra, menos que menos un gesto. Con prestigio de alumno
  aplicado, leía mucho, 'hasta Filosofía', según era fama en los salones del
  bachillerato, mientras, varios cursos abajo, yo no alcanzaba a mirar mucho más
  allá del fútbol. No cupo, así, posibilidad alguna de encuentro entre nosotros.

  Luego la memoria me da brincos y el registro se me desordena. Sé que nos
  vimos en diversas ocasiones y, en especial, que coincidimos en un grupo
  integrado por seis personas que se reunieron frecuentemente durante casi dos
  años en el restaurante Campanella para ver 'cómo estaban las vainas en el país',
  según rezaba la única disposición del estatuto que lo fundó.

  Antes o después, no sé, fui televidente asiduo, casi religioso, de su programa
  Atletas, observando, con curiosidad y envidia, cómo diablos explicaba, sin más
  recursos que una yerbita que se metía en la boca y apenas algunas imágenes de
  archivo, el significado del deporte.

  Viéndolo, uno se enteraba, por ejemplo, cómo el golf es bastante más que
  pegarle duro y preciso a la pelotica con un palo; la marathón bastante más que
  sudarse en cuarenta y dos kilómetros y pico, a cuenta de un entrenamiento físico
  muy cuidadoso;o el rugby del cual fue introductor en Venezuela bastante más
  que un elenco de brusquedades bajo el pretexto de derrotar al enemigo. Hacía
  una interpretación admirable del gesto deportivo a través de miles de metáforas,
  llenándolo de un sentido antropológico que los simples fanáticos no llegaban ni
  siquiera a sospechar.

  Hace cinco años nos volvimos a encontrar. El azar la suerte en mi caso, no hay
  duda, hizo que coincidiéramos durante el gobierno del presidente Caldera, en el
  directorio del Conicit. Allí lo tuvimos, desplegando todos sus talentos 'en
  función privada', al menos dos veces al mes, durante media mañana de trabajo
  intenso, la cual hacía amena e interesante. En el transcurso de cada reunión, a
  propósito de cualquiera de sus intervenciones, imitaba a algún personaje,
  hablabla como francés o como chileno o mexicano, asumía el estilo sifrino, subía
  la voz, la bajaba, se paraba, se sentaba, se quitaba los lentes o se los ponía, en
  medio de una actuación natural que a todos cautivaba. Sus compañeros lo
  mirábamos hablar, admirados por su oratoria entretenida, llena de inteligencia,
  de erudición y de chispa, como si fuera un matemático de la palabra, tal la
  perfección lógica con la que todo le quedaba dicho. Lo constatábamos en su
  preocupación obsesiva por la calidad de las ciencias sociales en Venezuela, la
  ética de la investigación científica o la construcción, desde la parcela modesta
  del Conicit, de un Estado que funcionara con eficacia y honradez. Lo sentíamos
  vehemente, alegre, triste, deprimido, irónico, burlón, neurótico, furioso, sin
  pudor alguno para esconder sus emociones, en medio de un respeto lleno de
  delicadeza hacia nosotros.

  No fui de su círculo intelectual, ni lector, siquiera medianamente enterado, de su
  obra académica. Pero el cielo me lo puso a mano, tan cerca como para saber
  que era uno de nuestros mejores pensadores en los últimos tiempos, de los que
  tuvo las ideas e intuiciones más poderosas y sugerentes sobre el país de antes y
  de ahora, de los que más claves nos dio para entenderlo y cambiarlo, de los que
  más nos hizo pensar sobre nuestro destino colectivo, aunque a veces sólo fuera
  por la razón de tener que discrepar de él. Deja, entonces, muchos motivos
  importantes para que lo tengamos en nuestro archivo colectivo, eternamente
  disponible, sobre todo en la presente época venezolana, tan complicada.

  En mi memoria personal me queda, sobre todo, la reminiscencia de un hombre
  bueno, en el buen sentido de la palabra, como añadiría Unamuno. Me guardaré
  para siempre su simpatía, su largueza de corazón, su ingenuidad para muchas
  cosas, su solidaridad, inexplicable si no fuera por la desmesura de su cariño.

  Pero sobre todo me cuidaré de no perder el recuerdo de su humor humano,
  único y extraordinario. Aunque, al rememorarlo, seguramente eche de menos mi
  propia risa.

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