Autor: Tomás Straka
Publicado en: El Nacional
A cien años de la tregua de Navidad
A Francisco Alfaro-Pareja
La historia ofrece pocas
oportunidades para creer que los “milagros de Navidad” son posibles.
Restringidos a las pantallas de los cines y a los libros infantiles,
forman parte de una mitología de la que nos vamos desprendiendo en la
medida que envejecemos. En ocasiones, de forma vicaria, la revivimos a
través de los niños que tenemos a nuestro alrededor; pero la mayor parte
de las veces entra en un olvido del que ya no es posible rescatarlas
jamás.
Para los venezolanos, además, que pasaremos estas navidades
en un contexto de bancarrota, que venimos de un año de tensiones
políticas y sociales (¡14.000 homicidios!) y que no vemos nada en el
panorama que haga pensar que 2015 pudiera ser aunque sea un poco mejor,
esto parece ser especialmente cierto. Por eso lo que acaba de
conmemorarse el pasado 17 de diciembre en Aldershot Town Football Club,
en Gran Bretaña, puede resultar alentador. No en el sentido de que pueda
cambiar de forma inmediata nuestra suerte (por ejemplo, subiendo el
petróleo a 300 dólares el barril, aunque es difícil saber si esa cifra
sería suficiente para mejorar las cuentas del gobierno), sino en el de
que, de vez en cuando, ocurren hechos capaces de generar esperanzas en
el porvenir, incluso cuando todo parece indicar lo contrario. A modo de
tomarme (y de tomar para aquellos que me honran con su lectura) una
pequeña tregua por Navidad, reseñaré otra que de forma espontánea, casi
insurreccional, tomaron cien año los soldados en el frente occidental al
inicio de la Primera Guerra Mundial y que hoy celebramos como una
prueba de que los “milagros” de esta época del año no sólo ocurren en la
Calle 34, sino que están, al menos potencialmente, en la naturaleza de
los humanos.
El pasado 17 de diciembre se realizó un juego de
fútbol entre dos equipos amateurs, uno formado por componentes de la
Bundeswehr (el ejército de la República Federal Alemana) y otro de
militares británicos. El objetivo era recordar (y, más que eso,
celebrar) otro, mucho más significativo, que se llevó a cabo entre
equipos de los dos ejércitos hace justamente un siglo. Se trata de un
episodio que se hizo famoso con la película Joyeux Noël, con la que el director Christian Carion,
ganó el Oscar en 2006, y que al alcanzar su centenario marca un punto
de luz dentro del panorama gris que encontramos al revisitar la Primera
Guerra Mundial. Vamos a la historia: para finales de 1914 la guerra se
estanca en el frente occidental, como dos luchadores de sumo que son
incapaces de derribarse y se mantienen abrazados en un solo sitio. El
invierno encuentra a los soldados haciendo las trincheras en que
vivirían (y muchos de ellos morirían) en los siguientes cuatro años. De
todos los lugares en los se entronizó esta nueva fase de la guerra, el
territorio en los alrededores de Ypres, en Bélgica, ganó justificada
mala fama: entre 1914 y 1918 se combatieron en el lugar cinco grandes
batallas, que a su vez se dividieron en otras tantas batallas menores (a
veces la historiografía a veces registra de forma separada, y a veces
como parte de alguna de las Batallas de Ypres). En resumen, bien hayan
sido cinco batallas gigantescas, o diez pequeñas batallas o una sola
peleada en diversas fases, lo de Ypres puede definirse como una
prolongada matanza en campos sembrados de trincheras y cadáveres que
reflejó mucho de lo peor de la Gran Guerra. Por ejemplo, como
insistiremos más abajo, la incapacidad del generalato para pensar en
términos distintos unas estrategias que evidentemente no estaban dando
otro resultado que el de diezmar sus tropas.
Pues bien, durante la
primera de aquellas batallas, en las vísperas de Navidad de 1914,
ocurrió el “milagro” al que nos referimos, si aceptamos llamar como tal a
algo que se aproximó bastante a una insubordinación generalizada de las
tropas, casi una revolución si hubiera tenido la extensión y el comando
necesarios: una tregua espontánea entre los soldados que tiritaban bajo
la nieve a ambos lados de la tierra de nadie. Todo comenzó, al
parecer, cuando los alemanes decidieron adornar árboles de Navidad,
mientras cantaban algunos villancicos. Los ingleses, que los oían desde
sus trincheras, se dejaron llevar también por el espíritu navideño y les
respondieron con sus propios christmas carols. A ello siguió lo que en los códigos militares llaman confraternización con el enemigo,
cuando algunos osados decidieron salir de sus posiciones y encontrarse
amistosamente con los del otro bando. Al final, se organizó un juego de
fútbol, al que le siguieron otros, que han pasado a la historia como un
ejemplo de que los sentimientos de paz y hermandad también son
rescatables, incluso cuando las condiciones son la más adversas para
ello.
Naturalmente, en su momento los mandos lo vieron de una
manera muy distinta. Para ellos no se trataba de un hermoso cuento de
Navidad sino de un delito tipificado como traición en los códigos
militares y que por lo tanto podía llegar a pagarse con la vida.
Actuaron, por lo tanto, con la urgencia y la severidad del caso. Si no
hay noticias de que se llegara a las últimas consecuencias en los
castigos, tal vez fue por la amplitud de la verdadera rebelión pacifista
que estaba comenzando, pero sí es evidente que tuvieron éxito en
retomar el control de sus unidades y en hacer que la guerra continuara,
cada vez más cruenta, por cuatro años más. De hecho, como ironía o como
prueba de hasta qué punto los insubordinados estaban en lo correcto,
pronto el frente de Ypres se convertiría en escenario de algunos de los
episodios más espeluznantes del conflicto. Allí, por ejemplo, durante
la segunda batalla (1915), se empleó por primera vez el gas venenoso; en
el mismo frente, en lo que se conoce como la tercera batalla
(1916-1917), ocurrió una de las matanzas más grandes de la historia
cuando, producto de un gran (y fallido) contraataque alemán que dejó
entre los dos bandos alrededor cuatrocientas mil bajas… y todo para que
al final los dos ejércitos se quedaran más o menos en sus mismas
posiciones. Los canadienses, que fueron los primeros en detener a los
alemanes, recuerdan el hecho como uno de los más duros de su pasado ya
que perdieron, ¡en las primeras cuarenta y ocho horas!, uno de cada
tres soldados. En la llamada cuarta batalla (1918) ocurrió un hecho que
se ha convertido un hito en la historia militar porque todo lo que
podía salir mal, salió mal: la espectacular destrucción, en tan solo
cuatro horas, de todo el ejército portugués, machacado por la ofensiva
de Ludendorff.
Por varias razones el desastre sufrido por los
portugueses es emblemático de todo el conflicto. Mucho han discutido
los historiadores al respecto y por lo general lo asocian al atraso
general de Portugal a principios del siglo XX, a las deficiencias de su
ejército, al despropósito de meterse en un conflicto que estaba muy por
encima de sus posibilidades. Probablemente todo eso sea verdad, pero
no hay que obviar que lo que de manera tan patética y fulminante le pasó
al Cuerpo Expedicionario Portugués en una mañana, lanzado a la batalla
con un entrenamiento precario, con pocas armas y oficiales inexpertos,
en mayor o menor medida le pasó a todos los demás ejércitos a lo largo
de cuatro años. Hay consenso entre los especialistas en torno a la
incompetencia de los mandos durante la Gran Guerra (no en vano
Clemenceau dijo aquello de que la guerra es algo tan serio que no puede
dejarse en manos de los militares). Generales que nunca parecieron
entender la guerra que estaban peleando, gastaron cuatro años (y
millones de vidas) repitiendo tácticas anticuadas mientras los campos de
batallas se llenaban de ametralladoras, tanques, gases venenosos y
aviones de combate. Fue una dura experiencia que, sin embargo, dentro de
todo lo malo a la larga dejó por lo menos una cosa buena: nuestros
valores y sensibilidades frente la guerra comenzaron a cambiar. Hoy,
por ejemplo, vemos como unos héroes los “traidores” que en la Navidad de
1914 confraternizaron con sus enemigos. Hasta sus ejércitos los
conmemoran como a unos hombres y a un episodio que honran a sus
instituciones. No es poca cosa, porque los ejércitos suelen conmemorar
hechos de armas (el Día del Ejército en Venezuela, por ejemplo, es el de
la Batalla de Carabobo): que hoy lo hagan también con un acto de
insubordinación pacifista marca un cambio muy importante en su forma de
ver las cosas. Aunque no es para sobredimensionar el optimismo, obviar
que el mundo sigue siendo bastante violento y negar que probablemente no
podamos evitar seguir peleando guerras en el futuro inmediato, se trata
de una tendencia que hay que subrayar y por la que tenemos que seguir
trabajando.
En Venezuela llevamos tres lustros profundamente
divididos. Ya este año tuvimos episodios de violencia política que
escalaron a un nivel mayor del que habíamos visto en las últimas
décadas, incluso si consideramos la crisis de 2002-2003. Con el mapa
político reconfigurado en medio de la bancarrota de la economía y la
caída estrepitosa de la popularidad del gobierno, con el surgimiento de
un nuevo y cada vez a más amplio sector de descontentos que sin apoyar
al gobierno ni a la revolución parece estar a la espera de un líder que
lo galvanice, con los precios del petróleo cayendo aún más rápido que la
popularidad de Maduro y con un dólar empujando la inflación hacia los
tres dígitos, el ejemplo del episodio de confraternización que hace un
siglo se dio en Ypres, puede sernos más que útil, indispensable, en el
futuro inmediato. Habrá, como entonces, mandos que querrán evitarlo,
que apostarán al conflicto, pero como lo probó el gigantesco mea culpa
del juego de fútbol entre los equipos de los ejércitos de Alemania y
Gran Bretaña hace quince días, a la larga, si actuamos con la energía
necesaria, la paz y sus valores se podrán imponer. Es eso a lo que
debemos apostar en esta Navidad, como lo apostaron los soldados de Ypres
cien años atrás.
@thstraka
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