Publicado en: Noticiero Digital
Autor: Carlos Balladares Castillo
“Memorias de Mamá Blanca”: metáfora de la Venezuela colonial
El inicio de esta
novela corta me gustó mucho, porque me recordó a mis dos abuelas y las casas
donde vivían. Muy especialmente la casa de mi abuela materna; abuela que por
cierto, tenía el mismo nombre que la protagonista: Blanca (y que todos los
nietos llamábamos “Mamaca” (1925-1997)). De igual manera, el uso del estilo literario
de las memorias me pareció atractivo, y especialmente la razón que alega Mamá
Blanca para hacerlo: “Me dolía tanto que mis muertos se volvieran a morir
conmigo que se me ocurrió la idea de encerrarlos aquí.” (p. 12). ¡¿Qué
historiador no se siente atraído por una autobiografía?!
La novela en su
totalidad la interpreto como una hermosa metáfora sobre la sociedad de los
tiempos hispanos de Venezuela, los cuales no terminaron con la Independencia
sino que se prolongaron hasta principios del siglo XX; y que son representados
en el micromundo de una hacienda de caña de azúcar. En cada capítulo logra
describir magistralmente algún actor de dicha sociedad, y como se relacionan
entre si cada uno de esos actores o grupos sociales. Pero el texto no se limita
solo a esta comparación, sino que también nos ofrece una descripción de varios
modelos sociopolíticos y/o doctrinas: la aristocracia, el caudillismo, el
positivismo, la democracia e incluso el comunismo.
Al principio describe
los padres y las niñas, entre las que se encuentra ella misma: Blanca. Ellos
son la nobleza feudal (la aristocracia), “dueña” de la hacienda “Piedra Azul”
de Tazón, los cuales viven en la Casa Grande y gobiernan paternalmente sobre el
resto de los peones y empleados. ¿Cómo no pensar en los “padres de familia” que
gobiernan sobre la “multitud promiscual” descritos por nuestras Constituciones
Sinodales (1687) vigentes hasta 1904? Luego aparece el “primo Juancho” que
describe como “lo sublime y lo cómico” (p. 48), que vive quejándose del país,
que posee sabiduría y conocimientos de nuestra realidad (desde la perspectiva
positivista), pero que nunca logra llegar a un cargo político. Yo veo en el a
los civiles, segundones de nuestra historia, a pesar de su formación y
preocupación por el país. Después está el personaje más fascinante de todos:
“Vicente Cochocho”; verdadera personificación del pueblo, del peón empobrecido,
y del “buen salvaje” (“su alma desconocía el odio” (p. 71)). Posee las virtudes
de la generosidad, alegría, cortesía, laboriosidad, humildad, religiosidad
popular católica (jamás ortodoxa, se puede decir sincrética), hombre de honor, caudillo
y muy especialmente: es resignado, porque: “¡Quién ha visto peón negro con casa
de teja” (p. 74). Al final, Mamá Blanca-Teresa de la Parra da su visión
pesimista de la democracia que parece venir, en lo que llama “la república de
las vacas” (p. 99); donde el ganado vive en condiciones desiguales pero todas
están contentas por el trato del vaquero populista, que al final las hace
producir y le roba al dueño de la hacienda al sacar las cuentas.
Todo este mundo desaparece con la migración a la
ciudad, donde las niñas dejan de ser individuos (más bien princesas) y pasan a
ser parte de la masa, “hormigas, quienes al caminar unas tras otras se pierden
felices dentro del anónimo y la uniformidad” (p. 116). Es tal la tragedia que
muere una de las niñas, como si con su muerte se acabaran los tiempos de la
colonia. Es verdad que en la hacienda (en la colonia), podría concluir la
novela, existía un orden jerárquico injusto (aunque visto como natural), pero
cada grupo estaba en su pequeño universo que nadie intentaba sobrepasar. De esa
forma el pasado queda entonces como una “edad de oro”, al cual nunca se le
puede volver, porque como a “Vicente Cochocho se lo comieron los zamuros”.
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