Con la V en el pecho
(Fragmento)
En los años 50 los latinos éramos vistos y
tratados como a los negros. Y hay que ver lo que eso significaba. Anteriormente
hubo latinos que jugaron beisbol de Grandes Ligas. Recuerdo a Miguel Ángel
González, un hombre rubio; el cubano Adolfo Luque, también rubio; un pelotero
venezolano, el Látigo Hernández; mi tío Alejandro, que era un tipo blanco,
alto, fuerte. Pero solamente el hecho de llevar el nombre Hernández, González,
Carrasquel, nos marcaba como no blancos para el beisbol de Grandes Ligas.
Podíamos jugar en esa categoría pero siempre nos rodeaba cierto rechazo que
actuaba para los negros y para nosotros, no para los italianos ni para los
judíos; al menos yo no lo percibí.
Eso lo viví muy profundamente no
solo por la segregación de que yo era objeto por ser latino, sino por las
humillaciones que debió soportar mi gran amigo y excelente pelotero Orestes
Miñoso: cubano y negro. En el año 52, Paul Richards nos reunió para informarnos
que el equipo había decidido integrar un pelotero negro... era Miñoso. Muchas
veces, cuando viajábamos, el autobús se paraba en un restorán de carretera para
que los peloteros bajáramos a comer. Pero Miñoso no podía hacerlo, tenía que
quedarse en el autobús porque era negro. Entonces yo le preguntaba qué quería
que le trajera, lo compraba y se lo traía al autobús donde comíamos los dos. En
una ocasión le dije: fíjate en el lujo que te estás dando, no te dejan bajar de
esta vaina porque eres negro y yo, un blanco, te tomo la orden, te traigo la
comida y te sirvo. Y Miñoso me dijo: no comas mierda, viejo, que tú juegas en
las dos ligas. Qué gran carajo. Es muy ocurrente. Miñoso se ufana de tener un
miembro muy grande y los que han estado en un vestidor cuando él sale de la
ducha saben que no le faltan razones. En la época del racismo más violento,
Miñoso salía desnudo, se ponía su miembro hacia atrás, como una cola, y hacía
la imitación de un mono. Era una broma pero a la vez un desafío, era como si
dijera: soy un mono, ¿verdad?, miren al mono, aquí, en medio de todos ustedes,
blancos de pipí chiquito.
Hemos sido muy, muy amigos. Él
vive en Chicago y con mucha frecuencia nos reunimos para conversar, recordar
todas estas cosas y nos reímos mucho. Hace poco hicimos, con las señoras, un
crucero por el Caribe, seis días con sus noches en que no hicimos sino hablar
de la gran época y morirnos de risa. Aunque hoy en día a Miñoso no le gusta
mucho hablar de beisbol sino de sus novias. Le encanta eso y a veces peleamos,
porque cuando yo empecé en las Grandes Ligas era un jovencito y Miñoso un
hombre hecho y derecho; ahora resulta que yo soy mayor que él. Le encanta
bailar, ha sido un gran admirador de Beny Moré y cuando viajábamos por tren
—donde nos ponían en los últimos compartimientos dejando a los blancos delante—
íbamos todo el tiempo conversando y escuchando al Beny.
Ahora uno habla así, con
nostalgia de esos años, pero el racismo era duro. Y también el beisbol lo era.
Esa era la época en que los contrarios se te tiraban encima para sacarte del
juego. Como yo jugaba en la posición de shortstop, los corredores
trataban de lastimarme para sacarme del campo. No por nada conservo las
cicatrices de más de cien puntos que me cosieron en las piernas. Hoy me
cortaban y me cogían dos puntos, mañana cuatro y así. Sin dejar de jugar nunca.
Ni pelear fuera del terreno. Esta cicatriz que tengo aquí es un recuerdo de
Hank Bauer, un jugador de los Yankees, que me hirió en el primerinning. Se
me tiró en segunda, yo iba a hacer una jugada de doble play, él se me
echó encima y me clavó los spikes aquí. Decidí no decirle nada al
masajista para que no me sacaran del juego. Me puse de acuerdo con el segunda
base: cuando este señor se embase nuevamente, le dije, si te batean por donde
estás tú me la pasas rápido que yo se la voy a tirar a la cara. Pasó ese inning y
el hombre no se embasaba. Vino el otro y nada. Se vino embasando como en el
séptimo u octavo inning, ya para terminar el juego. Y efectivamente,
cuando el segunda base me pasó la pelota a mí yo se la tiré a la cara, casi
para pegarle, en realidad quería darle un susto. Cuando terminó el juego tuve
que ir donde el masajista quien se asombró de que yo hubiera estado desde el
primer inning con aquella herida. Vestido de pelotero me metieron en
una ambulancia y con la sirena atronando recorrimos las calles de Chicago hasta
llegar al hospital donde me sacaron el montón de tierra que tenía allí adentro
y me hicieron catorce puntos.
Era un juego rudo, por donde se
lo mirara. Yo recibí pelotazos... es muy curioso el cuerpo del hombre: uno
recibe un pelotazo ahí, entre las piernas, y el dolor, espantoso, lo siente es
aquí, en la garganta. Se tranca la respiración. En mi época había poca
protección para el cuerpo del pelotero, nosotros no usábamos ni guantines para batear,
ni casco para la cabeza. Uno se paraba en el home plate para batear
los lanzamientos de un Bob Feller —uno de los pitchers con mayor
velocidad en la historia del beisbol— con una simple gorra. No era broma.
Muchos peloteros recibieron lesiones tan graves que debieron abandonar el
beisbol. Pero sí, hay que acostumbrarse a verse venir una bola a cien millas
por hora. Y uno no puede sentir miedo.
Dicen que la época más difícil
del beisbol fue la del 50, año en que los peloteros comienzan a reincorporarse
a la pelota después de la Segunda Guerra Mundial y posteriormente de la Guerra
de Corea. Tenían más estilo de hombres de guerra que de peloteros. Y los
mejores eran, justamente, los veteranos que además eran vistos por los
fanáticos como héroes. Allie Reynolds, por ejemplo, era un pitcher de los
Yankees que cuando uno le iba a batear lo miraba con un odio. Más de una vez yo
pedí tiempo para preguntar qué le pasaba a aquel hombre conmigo. Parecía estar
a punto de iniciar una pelea feroz. Es el mismo caso de Early Winn o de Hank
Bauer. Había uno, Ferris Fain, que peleaba hasta con sus propios compañeros.
Todos ellos eran veteranos en trance de reintegrarse a la vida civil y al
beisbol. Ted Williams había sido oficial de la Aviación, inclusive le habían tumbado
el avión que piloteaba y había estado a punto de morir en plena guerra. Otro,
llamado Mickey Grasso, catcher de los Senadores de Washington, era un
hombre que cada vez que cobraba, cambiaba el cheque y se lo invertía íntegro en
él mismo, en ropa, perfumes, zapatos... decía que había escapado de un campo de
concentración alemán y que cada momento de vida era un extra que debía
pasárselo lo mejor posible. Lo escuché decir que él había estado muerto, que
sabía lo que era la muerte y estaba decidido a vivir para él en lo sucesivo.
Cuando viajábamos en tren, muchos de ellos se ponían a hablar de sus
experiencias en la guerra. Mike García, un pitcher de los Indios de
Cleveland, de ascendencia mexicana, hablaba conmigo en español y me contaba que
él pertenecía a un comando que tenía que desembarcar en las playas ocupadas por
los japoneses. Explotaba una mina que mataba al que iba delante y el siguiente
debía avanzar para marcar la ruta por donde podía desembarcar la Marina. Su
trabajo consistía en pisar terrenos minados y recoger los cuerpos destrozados
de sus compañeros muertos. Estaba también el primera base de los Indios de
Cleveland, Bic Wertz, completamente calvo. Era joven pero no tenía un pelo en
la cabeza. Como teníamos cierta confianza, un día le pregunté qué había pasado
con su pelo. Me contó que lo había dejado en los pantanos donde se había
sumergido durante la guerra. Uno salía del pantano, me dijo, y el fango se
quedaba en el casco, en la cabeza, justo en la raíz del pelo. No era fácil para
nosotros, los latinos, convivir con ellos que no nos querían mucho y que además
tenían ese carácter endemoniado. Una noche, en un tren, estaba conversando con
Beto Ávila (quien es muy orgulloso de su origen, como todos los mexicanos) y
cerca había un grupo de peloteros norteamericanos que estaban tomando cervezas.
Cuando pasaron al lado de nosotros, uno de ellos comentó que nosotros debíamos
agradecer al cielo que en los Estados Unidos se jugara beisbol porque de lo
contrario estaríamos en las carreteras de México gritando: Maracas, cinco
centavos; maracas, cinco centavos. Yo me lo tomé a chiste pero Beto quedó
mascullando insultos contra los gringos.
Era una época difícil. No hay
duda de eso. Los pitchers americanos veían en los bateadores a un
japonés o a un alemán. Cuando uno iba a hacer un doble play, ellos
trataban de herirlo y sacarlo del juego. Con frecuencia mostraban una violencia
desmedida. Si perdían un juego, los pitchers rompían las sillas, los
espejos de los vestidores. Había un pitcher muy famoso de esa época,
se llamaba Hal Newhouser, que tenía fracturados todos los dedos de los pies. Si
lo sacaban del juego al segundo o tercer inning, la emprendía a
patadas con todo lo que encontrara. Cuando sacaban a Early Winn, pitcher de
los Indios de Cleveland y luego de los Medias Blancas de Chicago, los
cuidadores de cuarto salían corriendo al vestuario a sacar todo lo que pudieran
porque él llegaba como loco partiendo sillas y dándole cabezazos a la pared.
Como todos —o casi todos— eran veteranos de guerra, era muy común ver al final
del juego a alguien tirando algo o golpeándose con la pared. Si alguno no había
dado hit o había cometido un error, eso bastaba para generar
violencia.
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El beisbol que yo jugué precisaba
mucha, pero mucha habilidad, concentración, dedicación y un gran deseo de
superación. Era un deporte personal, aunque lo es de conjunto porque son nueve
hombres —hoy en día diez, con el bateador designado—, pero si uno era shortstop,
como lo era yo, tenía que tener mucha habilidad de colocación para hacer una
jugada a la defensiva, como las de doble play. Hay que tener buen
brazo y la cabeza llena de beisbol. Un buen shortstop tiene que tener
mucha rapidez mental, es una de las posiciones claves de la defensiva en el
beisbol. Debe saberse mover, seguir los lanzamientos del pitcher, el swing del
bateador. Por ejemplo, mucha gente piensa que después de la operación que le
hicieron, Oswaldo Guillén terminó como pelotero; la verdad es que hoy en día él
es mejor shortstop que antes porque ahora tiene experiencia, está a
la defensiva, sabe colocarse, sabe cómo jugarles a los bateadores. Por tener yo
esas condiciones fue que me colocaron el remoquete de Fantasma de la calle
35. El estadio de los Medias Blancas, el Comiskey Park, está en la calle 35
—sigue estando porque el nuevo lo construyeron frente al antiguo. Como yo tenía
buena colocación y hacía esas jugadas que hacían pensar que aparecía de la
nada, por todas partes, los periodistas empezaron a llamarme elFantasma.
Todavía hay fanáticos que me llaman por ese nombre o por el otro: the
Venezuelan cat, el gato de Venezuela, por mis movimientos. En el beisbol la
acción está donde está la pelota y uno tiene que saltar para buscarla, no
esperar que ella te llegue, sino perseguirla por los aires si es necesario,
como un gato. Las mujeres decían que yo tenía la gracia de una pantera. Y los
hombres, los fanáticos, los periodistas, los expertos, sabían que yo tenía buen
brazo y dominaba mi arte.
Eso es como el que sabe jugar
dominó: un experto en dominó sabe quién tiene cuál piedra, sabe lo suyo y sabe
lo de los demás, sabe todo lo que ocurre sobre la mesa. Así es el beisbol y yo
aprendí a jugar beisbol. En Grandes Ligas se dice que hay dos clases de shortstop:
el de 1 a 0, y el de 15 a 0. Este último es el que hace todas las jugadas pero
cuando está 1 a 0 se asusta, no las hace. Y el buen shortstop es el
que hace la jugada de 1 a 0 que protege esa carrera, protege la defensiva y
hace todas las jugadas claves del juego. La prensa especializada me consideró
un «shortstop inteligente», un shortstop de 1 a 0, por mi
habilidad para hacer los doble plays para superar los problemas, lo
que me satisface enormemente porque contraría la idea generalizada de que un
pelotero es una fuerza de la naturaleza sin mayores luces. Yo acostumbraba
analizar cuatro jugadas antes de que el bateador conectara la pelota: siempre
preveía la jugada hacia adelante; la jugada hacia los lados, derecha e
izquierda; y la jugada hacia atrás. Eran cuatro posibilidades que tenía ya
consideradas en mi mente para que cuando el bateador conectara por cualquier
lado, yo supiera qué iba a hacer con la pelota. Mi juego era intensamente
cerebral. Había bateadores que tenían fuerza pero no corrían bien, en ese caso
yo le jugaba atrás y le daba toda la parte de adelante. A los rápidos les
jugaba adentro porque atrás no les podía hacer out. Antes de los juegos me
ponía a ver las prácticas de los peloteros contrarios: para dónde bateaban más,
hacia qué lado, cuáles eran sus habilidades. Las principales lecciones para
hacerme buen shortstop, para afinar mi colocación, las adquirí en las
prácticas del contrario. Si en una práctica le daban ocho swings a un bateador
y seis de ellas las bateaba al rightfield, en el juego yo le jugaba más hacia
ese field que hacia el izquierdo. Un buenshortstop tiene tres
etapas, yo las viví: en la primera, cuando uno está en plenitud de condiciones,
le dan un batazo entre tercera y short y uno le llega de frente; casi detrás de
la tercera base, lanza de frente y hace el out. En la segunda, ese mismo batazo
y uno le llega a la pelota con el guante de lado (ya no se fildea de frente).
En la última, el mismo batazo (que antes has fildeado de frente y lado) ahora la
vas a buscar pero no alcanzas la pelota, ésta sigue de hit y tu tienes que ir
hasta la segunda base a esperar el tiro del leftfield porque no
atrapaste la pelota. Lo grave es que la experiencia que se ha ganado no
compensa la falta de poder físico porque uno puede conservar la habilidad de
colocación para las jugadas de rutina, pero para dar ese paso extra ya el
cuerpo no responde. (Una vez fui a ver al Morocho Hernández, ya en sus últimas
peleas, y lo vi llevando muchos golpes del contrario. Pregunté por qué estaba
sucediendo eso y me explicaron que él se dejaba pegar para buscar el mejor
momento de responder. A quién le va a gustar que le peguen, pensé. Por qué no
le pegaban al comienzo de su carrera. Comparé con mi propia experiencia y
concluí que ya el Morocho estaba en la tercera etapa de unshortstop). Cuando
eso sucede, uno tiene conciencia de que debe buscarse otra posición si es que
quiere seguir en el beisbol. Muchos terminan jugando primera base y cuando
llegan allí ya a un lado tienen la tribuna... la próxima etapa. Cuando me pasó
a mí, opté por retirarme de la posición. No quería dar la cómica ante un
público al que me había entregado con la pasión con que lo había hecho y frente
al cual mantenía un orgullo a prueba de todo. Qué va. Yo sabía que eso me iba a
ocurrir, estaba preparado. Y no me deprimí. Cuando me vi saliéndoles a los
batazos y a no llegarles a las jugadas que antes hacía de frente, me dije:
bueno, Alfonso, te tienes que ir para primera. Sin amarguras. Tenía que
conservar el nombre del Chico Carrasquel. Y así lo hice.
Hoy en día, ya retirado, suelo
encontrarme con fanáticos que me dicen: Chico, tu fuiste un buen jugador de
beisbol. No me dicen que fui un buen shortstop, ni un buen bateador,
sino un buen jugador de beisbol, lo que implica que fui bueno integralmente. Y
eso me agrada porque hace un reconocimiento a la habilidad integral que es
preciso tener para jugar correctamente este gran deporte: hay que conocer a
fondo la estrategia, conocerse a sí mismo, analizar el propio desempeño,
conocer a los compañeros de equipo y a los del contrario. Hay que saberse hasta
el último detalle del propio picheo, de la defensa, de los outfielders, de los
infielders y también analizar la ofensiva. Saber quién es el manager contrario,
cuál es su habilidad para mover sus piezas y cuál es la propia para vencerlo.
Creo que desde que nací... desde que estaba en el vientre de mi madre... ya
estaba jugando beisbol.
He sido jugador, entrenador,
manager, coach, scout, comentarista, de todo. El beisbol ha significado para mí
todo, todo. En él me he desarrollado como ser humano porque el beisbol te
inculca una responsabilidad: tienes práctica a tal hora, un juego a tal hora,
tienes que mantener unas condiciones físicas, bien el brazo, las piernas, la
mente... todo. En el terreno se piensa en beisbol y todo el cuerpo está puesto
para el beisbol, allí no se piensa en más nada. No se piensa en mujeres... por
ejemplo.
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En el terreno los peloteros se
ven muy bonitos, como héroes. Pero otra cosa es en los vestidores. Eramos
veinticinco o treinta hombres que andaban por ahí, desnudos. Sobre todo cuando
teníamos juego, que debíamos bañarnos juntos. Ahí lo más normal es que cada
quien hable de sus habilidades... las de fuera del campo, quiero decir.
Hablaban de lo que iban a hacer después del juego, de con quién iban a salir.
Yo tuve fama de mujeriego y la verdad es que he sido un gran admirador de las
mujeres. Ha habido quién me pregunte qué me gusta más, el beisbol o las
mujeres. Y me ha sido difícil escoger. Por lo menos puedo decir con toda
seguridad que me gusta más una mujer que comer, eso sí. A veces he visto una
mujer que me ha gustado tanto que he perdido la noción de lo que estoy haciendo
para dedicarle todo mi pensamiento a ella. He tenido la oportunidad de compartir
con mujeres bonitas, feas, blancas, negras, japonesas, alemanas. Eso ha formado
parte de mi vida, incluso cuando estuve casado. Sé que puede sonar muy
machista, pero es la verdad. Yo disfruto a las mujeres, disfruto hablar con una
mujer, comer con una mujer. A la persona con quien estoy casado actualmente (mi
segundo matrimonio), la conocí en mis años de joven en Chicago. En el año 60 me
fui a Venezuela, allí tuve otras relaciones y otros hijos... no hablemos de
cuántos, digamos que son varios... los he ayudado con su vivienda, con sus
estudios, no son peloteros, pero algunos son profesionales, incluso uno de
ellos es oficial de la Armada, y todos llevan mi apellido. Yo tuve una novia
que pertenecía a una familia de la alta sociedad de Caracas y todo era, tú
sabes, chofer uniformado, vestidos bonitos, tardes en el club... y un día ella
me invitó a cenar en la casa de un familiar que vivía en el Country Club. Me
preparé, me puse mi traje, llegué a la casa, mucho gusto, apretones de manos.
Nos sentamos a la mesa y veo como seis cubiertos de un lado y seis del otro.
Ella quedó sentada frente a mí y cuando me sirvieron el pescado, le pedí al
mesonero un poquito de salsa de tomate; esa mujer empezó a abrirme los ojos y a
pegarme patadas por debajo de la mesa. Qué es lo que pasa, le dije y me
levanté. Ella miró a todos con sonrisitas y se levantó también. Cómo le vas a
poner salsa de tomate al pescado, me dijo apretando los dientes. No regresé a
la mesa. Me fui y el noviazgo se terminó por un poquito de salsa de tomate.
Todavía me acuerdo del mesonero conteniendo la risa y tratando de mirar para
otro lado. Les tengo terror a los problemas de pareja. A veces me ha pasado,
con una muchacha, que todo comienza muy bien, mucho cariño, mucho amor, pero
después, cuando empiezan los reproches... ya no puedo, me espanto. Lo de la
aeromoza es verdad, ¿quién te lo dijo?, algún periodista chismoso... ella me
llamaba desde Caracas y me decía sus rutas y ahí nos encontrábamos, en Nueva
York, en Boston, en Chicago. Una vez fui en mi carro a buscarla a su casa, en
Caracas, y cerca de donde ella vivía había una estación de servicio. Me paré a
poner gasolina y en ese momento pasó a mi lado un carro conducido por una
muchacha. Ella se me quedó mirando y yo empecé a hacerle señas. Cuando me di
cuenta de que mi amiga me estaba viendo desde su casa, me puse a hacer la
payasada de que estaba practicando para hacerle señas a los bateadores. Nunca
me creyó, las mujeres nunca me han creído lo que yo he dicho.
Mi primera esposa, Marcela, es de
Naiguatá —con ella tuve seis hijos—; yo siempre le decía: si tú hubieras sido
pelotero, hubieras sido tremendo primer bate porque qué vista tienes. Yo salía,
me iba a bailar a algún sitio, y cuando dejaba a mi pareja en su casa, le pedía
a algún amigo que me revisara por todas partes. En todas las estaciones de
servicio me paraba: mírame bien por aquí, ¿no se me ve nada? Nada, chico,
tranquilo, me decían los tipos. ¿Pero no tengo pintura, ni nada de nada? Nada,
vale, tranquilo. Y cuando llegaba a la casa, prácticamente a oscuras, mi mujer
me miraba y me decía: mira, gran carajo, estás pintado aquí y aquí. Como mi
única obsesión en la vida era el beisbol, fui poco bailarín y casi nada sabía
de las orquestas, de los cantantes, de ese mundo. Pero ahora me analizo y
observo que cuando bailaba bolero me hacía cosquillas a mí mismo. ¿Cómo lo
haría?, me pregunto. Es que bailaba tan pegado que me hacía cosquillas yo
mismo. Qué bandido, verdad. Yo tenía un sistema para bailar: agarraba la mano
de la muchacha y echaba hacia atrás su brazo para que sacara el pecho y yo
sentirlo aquí, en el mío. Yo trabajé lavando vasos en el Roof Garden, en la
esquina de Gradillas, tenía ocho o nueve años. Desde el lavaplatos veía a la
gente bailando, las mujeres con aquellos trajes, las joyas, los hombres
abrazando a sus parejas y yo me decía: algún día voy a estar de aquel lado.
Pasaron los años y un día fui al Roof Garden. Entré con mi traje y me quedé
mirando a los muchachos que lavaban los vasos. Y pensar que yo estuve de aquel lado,
pensé, pero ahora estoy de este, con mi buen traje y bailando con mi pareja. Ya
no lavaba vasos.
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