viernes, abril 18, 2014

Una lectura para meditar en Viernes Santo: Julián Marías: "La guerra civil española ¿Por qué ocurrió?"



El texto completo de donde el secretario de la Mesa de la Unidad Democrático (MUD) extrajo la cita en el “diálogo” con el gobierno el jueves 10 de abril pasado. Le agrego algunas fotos de Julián Marías en su biblioteca, y del libro. Es un texto bastante largo pero quería tener en mi blog.



¿CÓMO HA PODIDO OCURRIR?


Julián Marías
Cuenta y Razón, núm. 21 Septiembre-Diciembre 1985

A mediados de julio de 1936 se desencadenó en España una guerra civil que duró hasta el 1 de abril de 1939, cuyo espíritu y consecuencias habían de prolongarse durante muchos años más. Este es el gran suceso dramático de la histo­ria de España en el siglo XX, cuya gravitación ha sido inmensa durante cuatro decenios, que no está enteramente liquidado. Hay que añadir que apasionó al mundo como ningún otro acontecimiento comparable. La bibliografía sobre la guerra civil española es sólo un indicio de la conmoción que causó en Europa y América.

Ese apasionamiento, y la perduración de sus consecuencias interiores y ex­teriores, ha perturbado su comprensión: el partidismo, directo o en forma de simpatía o antipatía -el «tomar partido» desde fuera-, ha desfigurado constantemente la realidad de la guerra y su desarrollo; últimamente se va abriendo camino una investigación más documentada y veraz, y empiezan a aclararse muchas cosas: nos vamos aproximando a saber qué pasó. Pero para mí persiste una interrogante que me atormentó desde el comienzo mismo de la guerra civil, cuando empecé a padecerla, recién cumplidos los veintidós años: ¿cómo pudo ocurrir? Que algo sea cierto no quiere decir que fuese verosímil. Sabemos que esa guerra sucedió, con los rasgos que se van dibujando con suficiente precisión; pero queda en pie el hecho enorme de que muy pocos años antes era enteramente imprevisible, que a nadie se le hubiera pasado por la cabeza, incluso después de proclamada la República, que España pudiese dividirse en una guerra interior y destrozarse implacablemente durante tres años, y adoptar ese esquema de interpretación de sí misma durante varios decenios más.

¿Cómo fue posible? Alguna vez he recordado que mi primer comentario, cuando vi que se trataba de una guerra civil y no otra cosa -golpe de Estado, pronunciamiento, insurrección, etc.-, fue este: ¡Señor, qué exageración! Me parecía, y me ha parecido siempre, algo desmesurado por comparación con sus motivos, con lo que se ventilaba, con los beneficios que nadie podía esperar. En otras palabras, una anormalidad social, que había de resultar una anormalidad histórica. De ahí mi hostilidad primaria contra la guerra, mi evidencia de que ella era el primer enemigo, mucho más que cualquiera de los beligerantes; y entre ellos, naturalmente, me parecía más culpable el que la había decidido y desencadenado, el que en definitiva la había querido, aunque ello no eximiese enteramente de culpas al que la había disimulado y provocado, al que tal vez, en el fondo, la había deseado. Y, por supuesto, mi repulsa iba, dentro de cada bando, a aquellas fracciones que habían contribuido más a que se llegase a la guerra, a las que eran sus prin­cipales promotoras, a las que la aprovecharon y mantuvieron -en la victoria o en la derrota- su continuación en una u otra forma.

La única manera de que la guerra civil quede absolutamente superada es que sea plenamente entendida, que se vea cómo y por qué llegó a producirse, que se tenga clara conciencia del proceso por el cual se produjo esa anormalidad social que desvió nuestra trayectoria histórica. Sólo así quedaría la guerra radicalmente curada, quiero decir en su raíz, y no habría peligro de recaídas en un proceso análogo: únicamente esa claridad, difícil de conseguir, podría convertir en vacuna para el futuro aquella atroz dolencia que sacudió el cuerpo social de España.

Habría que preguntarse desde cuándo empieza a deslizarse en la mente de los españoles la idea de la radical discordia que condujo a la guerra. Y entiendo por discordia no la discrepancia, ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la voluntad de no convivir, la consideración del «otro» como inaceptable, into­lerable, insoportable. Creo que el primer germen surgió con el lamentable epi­sodio de la quema de conventos el 11 de mayo de 1931, cuando la República no había cumplido aún un mes. Turbio suceso, cuyos orígenes nunca se han acla­rado, sin duda extremadamente minoritario y que en modo alguno reflejaba un estado de opinión; pero la reacción del Gobierno fue absolutamente inadecuada, hecha de inhibición, temor y respeto a lo despreciable -clave de tantas conductas sucias en la historia-; y, por su parte, un núcleo de una muy vaga «derecha», que ya no era monárquica y todavía no era fascista, identificó la República con ese oscuro y equívoco suceso, y se declaró irreconciliable con ella. Es evidente que los gobiernos republicanos -y no digamos los partidos- cometieron muchos errores, pero aunque la única falta del nuevo régimen hubiese sido el 11 de mayo, una porción considerable del país no lo hubiese perdonado nunca, le habría negado sistemáticamente el pan y la sal, sin otra esperanza que su destrucción. «Cuanto peor, mejor», fue la consigna que se acuñó por entonces, y que valdría la pena datar con precisión.

Del otro lado, empieza a producirse desde muy pronto un fenómeno de «antipatía» que sustituye rápidamente a la euforia inicial de la República; se inicia una actitud negativa, que busca, más que reformas, el hostigamiento del «otro», arbitrariamente unificado por la enemistad. Esta operación -primariamente mental y verbal- se hace desde dos puntos de vista que se irán haciendo convergentes: el clasismo y el anticlericalismo. Sobre este último hay que decir una palabra. El Diccionario de la Lengua Española define la voz «anticlerical»: «Contrario al clericalismo»; pero en el Suplemento a la edición de 1970 se añade una segunda acepción: «Contrario al clero». El primer anticlericalismo puede ser muy justificado, y lo han sentido innumerables católicos; el segundo es otra cosa, de más difícil justificación, y desempeñó un papel decisivo en la política de la época republicana. Grupos políticos bastante grandes se dedican muy especialmente a irritar á una considerable porción del país, a producirle incomodidad, a enajenarla y excluirla lo más posible de la empresa colectiva que hubiera debido ser abarcadura y sin exclusiones.

Con todo, nada de esto era todavía discordia. El levantamiento del 10 de agosto de 1932 contra la República fue asunto de pequeños grupos descontentos y sin respaldo en el país; las insurrecciones anarcosindicalistas del año si­guiente también eran fenómenos minoritarios y locales. Todo ello provocaba una repulsa más o menos enérgica en el torso de la nación, y por eso tenía escasa gravedad.

A mi juicio, lo más peligroso fue el ingreso sucesivo de porciones del cuerpo social en lo que se podría llamar oposición automática. La función de la oposi­ción ha solido entenderse en España de manera elemental y simplista; se ha creído que consiste en oponerse a todo, automáticamente. Como la política, cuando es razonable, tiene un amplísimo curso central independiente de las po­siciones partidistas, lo normal es que la oposición esté de acuerdo con el gobier­no, salvo matices, en la mayor parte de los asuntos; y que el gobierno tenga en cuenta las preferencias -y las razones- de la oposición para suavizar sus propias inclinaciones, e incluso renunciar a una fracción de su poder. En estas condi­ciones, la oposición queda restringida a ciertas cuestiones especialmente conflictivas o a aspectos en que caben dos cursos de acción bien diferenciados; y en esos casos, la oposición adquiere todo su valor. Cuando, por el contrario, es constante, independiente de los méritos de su gestión o las propuestas, cuando ya se sabe que la otra fracción del cuerpo político va a decir desde luego «no» a todo, la oposición viene a ser maniática, apriorista y sin significación concreta; pasa a ser mera fricción, obstáculo y desgaste. Esto ocurrió muy pronto en los años de la República; y se fueron formando grupos que ingresaban en la catego­ría de los mutuamente «irreconciliables». Se podría hacer un catálogo de áspe­ras críticas de la derecha d la gestión de los primeros gobiernos, no ya a sus fre­cuentes errores, sino a sus mayores aciertos, por ejemplo, en el campo de la educación: nunca hubo un aplauso de los partidos o los periódicos adversos. Y por supuesto podría decirle lo mismo de los gobiernos del segundo bienio, des­de fines de 1933. Nunca se juzgaba nada por sus méritos objetivos, sino por quién lo hacía; no se salvaba la parte de justificación -o aún de necesidad- de medidas que podían tener inconvenientes, torpezas o incluso una dosis de injusticia. Se retenía sólo la parte negativa, lo que podría tener de hiriente, de agresión o agravio, y se incubaba en incansable hostilidad. Las medidas de reducción del Ejército de Azaña, el retiro voluntario de los militares que así lo so­licitaran, con conservación de sus sueldos completos, etc., todo ello podía discutirse en su detalle, podía tener una raíz de antimilitarismo o desconfianza en el Ejército, pero tenía indudablemente justificación económica y política; estos aspectos positivos se pasaron por alto -tal vez la única excepción fue Ortega-; unos vieron con alegría la disminución de las fuerzas armadas; estas -y sus simpatizantes- miraron como un agravio lo que habían aceptado voluntariamente; la mayoría de los militares retirados fueron enemigos irreconciliables de la República, y cuando estalló la guerra fueron tratados no ya como adversarios ideológicos, sino como enemigos activos, y se hizo todo lo posible por exterminarlos.

Esta medida-en realidad excesiva e insuficiente a la vez, como la experiencia posterior demostró- no hizo más que condensar y exacerbar un resentimiento que era frecuente entre militares, los cuales por razones muy complejas, llevaban mucho tiempo de sentirse «segregados;» del conjunto de la sociedad, «oscuros» por comparación con los estratos más aventajados y brillantes, y sobre todo con la imagen inicial al comienzo de sus jarreras o de que habían gozado en Marruecos. Este resentimiento, unido al de muchos intelectuales -a ambos extremos del espectro político- fue un elemento capital en la génesis de la actitud que desembocó en la guerra civil.
Nada de esto hubiese sido suficiente para romper la concordia si hubiese existido en España entusiasmo, conciencia de una empresa activa, capaz de arrastrar como un viento a todos los españoles y unirlos a pesar de sus diferencias y rencillas. La falta de entusiasmo es el clima en que brota la desintegración; por eso, los que la desean y buscan cultivan el «desencanto», la «desilusión», la «decepción», el «desaliento» y esperan sus frutos, agrios primeros, amargos después. ¿No estamos asistiendo al mismo intento, contra toda razón, desde 19 76?

La humanidad tiene bastante horror al gris; necesita algo estimulante, inci­tante, atractivo. La República -sobre todo la palabra «República»- suscitó una oleada de entusiasmo, pero los republicanos fueron incapaces de mantenerlo. Sus partidos eran excesivamente «burgueses» (en el mal sentido de la palabra, quiero decir prosaicos); eran también arcaicos, dependientes del siglo XIX, las­trados de viejos tópicos: anticlericalismo, vago federalismo, afición a las socie­dades secretas, un tipo de «liberalismo» rancio, negativo y casi reducido a des­confianza del Estado, en una época en que la marea ascendente de su culto era a un tiempo el peligro más grave y la fuerza que había bue orientar y aprovechar. Era imposible que los jóvenes se entusiasmaran por los partidos republicanos, y el republicanismo se encontró sin porvenir desde el primer día. Faltó una retórica inteligente y atractiva hacia la libertad, y su puesto vacío fue ocupado por los extremismos, por la torpeza y la violencia, donde los jóvenes creían encon­trar, por lo menos, pasión.

Ni siquiera las posiciones toscamente «izquierdistas» o «derechistas» lograron encender el entusiasmo mientras se mantuvieron en el área de la lucha política y dentro de los supuestos democráticos. Los dos grandes partidos, los que de hecho llevaron las riendas del poder sucesivamente, fueron el socialista y la CEDA. Los dos resultaron «aburridos», poco incitantes, «administrativos»; tuvieron mayorías -relativas- mecánicas, debidas sobre todo a la cosecha de hostilidades de signo contrario, pero sin vigor propio.

El partido socialista fue combatido ferozmente desde dentro, con una viru­lencia que los que no lo vieron no pueden imaginar, por el ala cuya expresión fue el diario Claridad. Es decir, por un «socialismo» utópico y revolucionario, que desembocaba directamente en el comunismo -las Juventudes Socialistas Unificadas fueron el «ensayo general con todo» de la operación en curso-, hostil a la democracia, a los aliados «burgueses», fiado en la violencia, con programas inaceptables por todos los demás y, lo que es más, irrealizables en las cir­cunstancias españolas.

En cuanto a las «derechas democráticas», fueron despreciadas por las más violentas, combativas y expeditivas, que tenían algún lirismo y capacidad de arrastre sentimental. Estos grupos más o menos «fascistas» eran minúsculos, pero tenían una ventaja inicial: eran juveniles, compuestos de estudiantes, fa­miliarizados con la literatura, la poesía, los símbolos. Inclinados -como sus enemigos más opuestos-al estilo «militar» (si se prefiere, «militante»): himnos y banderas más que ficheros y estadísticas.

En Europa, no se olvide, lo civil ha solido ser «gris», neutro, negativo (lo que no es militar ni eclesiástico), y esto ha determinado una pérdida de atractivo, un tremendo prosaísmo que ha sido el tono de la República francesa y de la alemana de Weimar (Max Scheler se dio cuenta perspicazmente de esto, y hay que poner en la cuenta de ese gris buena parte del éxito de las camisas rojas, negras, pardas o azules). No se ha sabido casi nunca -en España, en 1931, desde luego no se supo- crear una imagen afirmativa y atractiva de la condición civil (y civi­lizada), de la libertad y la convivencia; tal vez sólo durante el liberalismo ro­mántico, inspirado por una buena retórica eficaz y por la doble imagen de la be­lla reina regente María Cristina y la reina niña Isabel II.

Añádanse ahora -ahora, y no antes, porque no fueron decisivos- los problemas económicos, muy reales en el quinquenio que duró la República. Mientras la Dictadura de Primo de Rivera (1923-29) se había beneficiado de la prosperitíy, de la bonanza económica que parecía ilimitada y segura, la República vino a los dos años del comienzo de la depresión de 1929, precisamente cuando sus efectos se hicieron sentir en Europa (y provocaron una feroz crisis, que había de ser otra de las causas del triunfo de Hitler a comienzos de 1933). Europa era bastante pobre; España lo era resueltamente; la mayor parte de la población -campesinos, obreros, clases medias urbanas- vivía con estrechez que los jóvenes de medio siglo después ni siquiera imaginan; la moderadísima elevación de precios afectó a la mayoría de la población, que carecía de holgura y de reservas; el paro se intensificó (el paro de entonces, sin seguridad social, sin el menor ingreso, que significaba la pobreza y aun la miseria, en ocasiones el hambre); las huelgas constantes aumentaron la crisis económica, mermaron la ya escasa riqueza, desalentaron la inversión, aumentaron el paro previo, desarticularon la economía; una reforma agraria demagógica y poco inteligente agravó la situación del campo. Los extremos del espectro político no sintieron esta crisis, más bien la fomentaron: unos, porque el malestar fomentaba el descontento, y con él el espíritu revolucionario, que el bienestar hubiese mitigado o desvanecido; los otros, por una profunda y egoísta insolidaridad, por una esperanza de que el malestar económico y social impidiese la consolidación de la República, fieles al lema de «cuanto peor, mejor».       Se dirá que todo esto era muy grave y hacía presagiar una descomposición del cuerpo social; pero, a pesar de su importancia, estaba todavía muy lejos de la atroz realidad que es una guerra civil. Se avanzó a ella por sus pasos, muy rá­pidos ciertamente. El primero, la politización, extendida progresivamente a es­tratos sociales muy amplios, es decir, la primacía de lo político, de manera que todos los demás aspectos quedaban oscurecidos: lo único que importaba saber de un hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de «derechas» o de «izquierdas», y la reacción era automática. La política se ade­lantó desde el lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano, dominó el horizonte, eclipsó toda otra consideración. Ello produjo, en un momento de esplendor intelectual como pocos en toda la historia española, una retracción de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por vía de simplificación: la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meros rótu­los o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos, elementales, toscos. Se produjo una tendencia a la abstracción, a 1ª deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada.
En una gran porción de España se engendra un estado de ánimo que podría­mos definir como horror ante la pérdida de la imagen habitual de España: rup­tura de la unidad (que se siente amenazada por regionalismos, nacionalismos y separatismos, sin distinción clara); pérdida de la condición de «país católico» -aunque el catolicismo de muchos que se horrorizaban fuese vacuo o deficien­te-; perturbación violenta de los usos, incluso lingüísticos, del entramado que hace la vida familiar, inteligible, cómoda.
Frente a este horror, el mito de la «revolución», la imposición del esquema «proletario-burgués», la intranquilidad, la amenaza, el anuncio de «deshaucio» inminente -si vale la expresión- de todas las formas de vida, estilos o clases que no encajasen en el esquema convencional. Los españoles menores de sesenta años -y muchos mayores- deberían pasar algunas horas leyendo los periódicos de aquellos años, desde La Nación y ABC hasta Claridad y Mundo Obrero, sin olvidar demasiado El Debate, El Socialista, algunas revistas y, naturalmente, los periódicos de otras ciudades que no fuesen Madrid.
Añádase a esto el mimetismo de movimientos políticos extranjeros, la poderosa acción de los estímulos totalitarios: el comunismo de un lado, cuyo influjo va mucho más allá del minúsculo partido que usaba ese nombre, y se ejerce sobre todo dentro del partido socialista y de los sindicatos; el «fascismo» del otro lado, como término genérico, mucho más peligroso en su vertiente alemana que en la italiana (desde 1933, Mussolini irá a remolque de Hitler, y es el año en que se consolidan en España las tendencias que rara vez se denominarán «fascistas» por los que las defienden, pero sí «nacionalsindicalistas», de tan clara resonancia «nacionalsocialista»).
¿No había otra cosa? Sí. Por una parte, grupos que buscan la «originalidad» en posiciones arbitrarias y arcaicas: carlismo, anarquismo. Por otra, los que in­tentan defender una «democracia» que resulta débil por varias razones: por la figura borrosa de las llamadas «potencias democráticas» (Francia, Inglaterra), llenas de temor ante los Estados totalitarios, vacilantes, con poca generosidad y gallardía, oscilantes entre tendencias extremadamente reaccionarias y la acep­tación de cualquier tipo de «Frente popular»; por el triunfo en todas ellas de un parlamentarismo excesivo, que impide a un poder ejecutivo fuerte enfrentarse con los problemas, y las expone a la dictadura; finalmente, por la política de concesiones que, antes y después de la guerra civil española, las llevará a una política reactiva, sin iniciativa y que desembocó en la segunda guerra mundial.
Yo añadiría todavía un factor más, que me parece decisivo para explicar la ruptura de la convivencia y finalmente la guerra civil: la pereza. Pereza, sobre todo, para pensar, para buscar soluciones inteligentes a los problemas; para imaginar a los demás, ponerse en su punto de vista, comprender su parte de ra­zón o sus temores. Más aún, para realizar en continuidad las acciones necesarias para resolver o paliar esos problemas, para poner en marcha una empresa atractiva, ilusionante, incitante. Era más fácil la magia, las soluciones verbales, que dispensan de pensar y actuar. En vez de pensar, echar por la calle de en medio. Es decir, o los cuarteles o la revolución proletaria, todo ello según su receta. En otras palabras, las vacaciones de la inteligencia y el esfuerzo.
No se puede entender la situación española del cuarto decenio de este siglo si se la aísla del conjunto de la europea. En 1931, según mis cálculos, se produce un cambio generacional; es el momento en que «llega al Poder» la generación de 1886 (los nacidos entre 1879 y 1893), y la de 1871 (en España, la llamada del 98) pasa a la «reserva», aunque conserve considerable influjo y prestigio. Es el punto en que se inicia en toda Europa el fenómeno de la politización, y con él la propensión a la violencia. No hay más que ver en una cronología detallada la serie de los sucesos en los años inmediatamente anteriores y posteriores a 1931 para ver cómo cambian de cariz, de fisonomía. Comienza a perderse el respeto a la vida humana. Ese periodo generacional, que se extiende hasta 1946, es una de las más atroces concentraciones de violencia de la historia, y en ese marco hay que entender la guerra civil española.

Pero -se dirá- en otros países no se llegó a tanto. La guerra mundial fue otra cosa, no propiamente una «discordia», una crisis de la convivencia. Además, muy probablemente fue «estimulada» por la guerra civil de España, que funcionó a un tiempo como «cebo» y «ensayo». Todo esto es cierto, pero la consecuencia que de estas consideraciones hay que extraer es que en la guerra civil hubo un decisivo elemento de azar; que, contra lo que se ha dicho con insistencia, no fue necesaria, no fue inevitable. Creo, por el Contrario, que la guerra civil hubiera podido evitarse de varias maneras, que había más de una salida a una situación sin duda difícil y peligrosa.

La guerra fue consecuencia de una ingente frivolidad. Esta me parece la palabra decisiva. Los políticos españoles, apenas sin excepción, la mayor parte de las figuras representativas de la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban «intelectuales» (y desde luego de los periodistas), la mayoría de los económicamente poderosos (banqueros, empresarios, grandes propieta­rios), los dirigentes de sindicatos, se dedicaron a jugar con las materias más gra­ves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían. La lectura de los periódicos, de algunas revistas «teóricas», reducidas a mera política, de las sesiones de las Cortes, de pastorales y proclamas de huelga, escalofría por su falta de sentido de la realidad, por su incapacidad de tener en cuenta a los demás, ni siquiera como enemigos reales, no como etiquetas abstractas o mascarones de proa.

Y todo esto ocurría en un momento de increíble esplendor intelectual, en el cual se habían dado cita en España unas cuantas de las cabezas más claras, perspicaces y responsables de toda nuestra historia. Lo cual hace más grave el hecho escandaloso de que no fueran escuchadas, de que fueran deliberada, cínicamente desatendidas por los que tenían dotes intelectuales, y por tanto deberes en ese capítulo.

Los años de la República estuvieron dominados por la falta de imaginación, la incapacidad de prever, de anticipar las consecuencias, de proyectar un poco lejos. No se llegó a aceptar las reglas de la democracia, se declaró una vez y otra -por la derecha y por la izquierda- que sólo se aceptaban sus resultados si eran favorables; unos y otros estuvieron dispuestos a enmendar por la fuerza la decisión de las urnas, sin darse cuenta de que eso destruía toda posibilidad política normal y anulaba la gran virtud de la democracia: la de rectificarse a sí misma. El 10 de agosto de 1932 fue el primer síntoma de esa Actitud, que tuvo su correlato en los levantamientos anarquistas del año siguiente; pero la irresponsabilidad máxima fue la insurrección del partido socialista en octubre de 1934, aprovechada por los catalanistas, que llevó a la destrucción de una democracia efi­caz y del concepto mismo de autonomía regional. Se negó entonces la validez del sufragio, la Constitución y el Estatuto de Cataluña -parte de la estructura jurídica de la República española-, todo en una pieza. La democracia quedó heri­da de muerte. Los gobiernos de esta segunda etapa, lejos de tratar de enmendar lo que les parecía peligroso para la nación o para la religión en la legislatura del bienio anterior -como habían dicho en su propaganda-, prefirieron dedicarse a restablecer egoístamente pequeñas ventajas económicas para sus clientelas, con asombrosa insolidaridad y miopía, que llevaron a la disolución de Cortes, las elecciones de febrero de 1936, el triunfo en ellas del Frente Popular y, poco después, la guerra civil.

Pero, ¿puede decirse que estos políticos, estos partidos, estos votantes que­rían la guerra civil Creo que no, que casi nadie español la quiso. Entonces, ¿cómo fue posible? Lo grave es que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil. Quisieron: a) Dividir al país en dos bandos, b) Identificar al «otro» con el mal. c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz, d) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era necesario).

Se dirá que esto es una locura. Efectivamente, lo era (y no faltaron los que se dieron cuenta entonces, y a pesar de mi mucha juventud, puedo contarme en su número). La locura puede tener causas orgánicas, puede ser efecto de una le­sión; o bien psíquicas; pero también puede tener un origen biográfico, sin anor­malidad fisiológica ni psíquica. Si trasladamos esto a la vida colectiva, encon­tramos la posibilidad de la locura colectiva o social, de la locura histórica. (El Irán, en el momento en que escribo, es un estupendo ejemplo de ello, y no es el único). Sin recurrir a esta idea, ¿puede entenderse el triunfo del nacionalsocialismo en Alemania, los doce años de historia que van de 1933 a 1945? La Revolución rusa fue otra cosa: locura lúcida de una exigua minoría, operando in anima vili sobre un inmenso cuerpo social de «almas muertas», inertes.

Conviene recordar que la situación española en el primer tercio del siglo había sido de promesa constante, en gran parte realizada. Desde el desastre del 98, la sociedad española había despegado económicamente (con la ayuda de la neutralidad durante la primera guerra mundial), y su pobreza se había mitigado; las Universidades habían mejorado más de lo que se hubiera podido esperar, y todo el sistema de la instrucción experimentó un avance extraordinario con la República. Desde el punto de vista de la cultura superior-filosofía, literatura, arte, investigación-, se había entrado en un siglo de oro. Las esperanzas de un joven de mi generación eran ilimitadas, y la República, entendida positivamente, fue el símbolo de la apertura, de la dilatación de la vida, del ejercicio de la libertad. La España estudiada e interpretada por Unamuno, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Asín Palacios, Ortega y los historiadores y filólogos más jóvenes; imaginada y recreada literariamente por Azorín, Baroja, Valle-Incíán, los Machado, Miró, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Salinas, Guillen y los poetas «del 27»; pintada por Regoyos, Zuloaga, Solana, Palencia; la que tenía, un poco lejos, a Picasso y a otros cuantos; la que había empezado a investigar-en escasa medida, pero tan bien como cualquiera- con Cajal, Cabré-r Palacios, Catalán; la que había creado, por primera vez desde hacía tres siglos, una filosofía original y un comienzo de escuela sin adanismo -Ortega, García Morente, Zubirí, Gaos-, esa España, en tantos sentidos incomparable con todas las anteriores desde mediados del siglo XVII, desde Quevedo y Calderón, fue la que de repente fue negada a medías por fracciones que ni siquiera poseían ni retenían la mitad de lo que pretendían defender. De esa España nos despojaron a los españoles -y a nuestros hijos no nacidos- los que quisieron la guerra (o no les importó dejarla llegar), los que fueron internamente beligerantes en 1936.
Falta todavía examinar una cuestión delicada: cómo se llegó a imponer a una gran parte de la sociedad española lo que inicialmente no creía ni pensaba ni quería, cómo se disminuyeron sus defensas, para llevarla adonde no quería ir. He insistido en el carácter no ya minoritario sino exiguo de los grupos que habían de resultar representativos y decisivos durante la guerra civil. Conviene tener presente que los comunistas sólo consiguieron un diputado en las Cortes de 1931, otro en las de 1933, dieciséis (con los votos republicanos y socialistas) en las de 1936. En cuanto a los falangistas, nunca pudieron elegir un solo diputado, ya que José Antonio Primo de Rivera fue elegido en 1931 como candidato de una coalición de derechas, dos años antes de la fundación de Falange Española. Lo cual no impidió que el Partido Comunista fuese el principal rector de la política en la zona «republicana» y que Falange fuese el «partido único» en la «nacional» y en los decenios que siguieron a su victoria.

El proceso que se lleva a cabo entre los años 31 yi 36 (y-, si se quiere mayor precisión, de 1934 a 1936) consiste en la escisión del cuerpo social mediante una tracción continuada, ejercida desde sus dos extremos. Ese torso de la sociedad, que poco o nada tenía que ver con esos grupos extremistas, en lugar de rechazar sus pretensiones, desentenderse de ellos y dejadlos fuera del juego político (reducirlos a lo que en inglés se llama the lunatic frínge, «el fleco demencial»), se dejó dividir, siguió, con mayor o menor docilidad, a los dos fragmentos que no querían con vivir con los demás.

¿Cómo se ejerció -y se ejerce casi siempre- esa tracción? Mediante una forma de sofisma que consiste en la reiteración de algo que se da por supuesto. Cuando los medios de comunicación proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica ni se discute, y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no requiere prueba, que, por el contrario, se usa como base para discusiones, diferencias y hasta polémicas, los que reciben esa interpretación se encuentran desde el primer momento más allá de ella, envueltos en análisis, procesos o disputas que precisamente implican su previa aceptación. Todas esas discusiones, que no se rehúyen, sino se fomentan, tienen justamente la misión de distraer de esa aceptación que se ha deslizado fraudulentamente y sin critica, por un simple mecanismo de repetición y utilización como base de toda discusión ulterior. Los dos elementos (repetición y utilización) son esenciales; el primero produce una especie de «anestesia» o de efecto «hipnótico»; el se­gundo «pone a prueba» la tesis que interesa, de una manera sumamente curiosa, que no es probarla, demostrarla o justificarla, sino hacerla funcionar. Se so­brentiende que su funcionamientoes prueba de su verdad. Si con esta idea como guía se hiciese un examen atento de lo que se dijo en España durante los dos años anteriores a la guerra civil por parte de los que habían de ser sus inspiradores y conductores, me atrevo a asegurar que se aclararía una enorme porción de aquel complicado proceso histórico. (Y si con el mismo método se echase una ojeada a la situación actual, probablemente se obtendría claridad suficiente para evitar en el futuro .diversos males cuya amenaza es demasiado evidente).

La única defensa de la sociedad ante ese tipo de manipulaciones es responder con el viejo principio de la lógica escolástica: negó suppositum, niego el supuesto. Si se entra en la discusión, dejándose el supuesto a la espalda, dándolo por válido sin examen, se está perdido. Es muy difícil que el hombre o la mujer de escasos hábitos intelectuales, acostumbrados a la recepción de ideas más que a su elaboración y formulación, se den cuenta de que están siendo objeto de esa manipulación; sobre todo cuando el «supuesto» que se desliza es negativo, es decir, consiste en una omisión. (Si se quiere un ejemplo notorio y reciente, recuérdese la eliminación o escamoteo de la palabra «nación» en el anteproyecto de Constitución española que se hizo público a comienzos de enero de 1978; re­mito a mis artículos de ese mismo mes, recogidos en España en nuestras ma­nos.)

De ahí la necesidad de un pensamiento alerta, capaz de descubrir las manipulaciones, los sofismas, especialmente los que no consisten en un raciocinio falaz, sino en viciar todo raciocinio de antemano. Esta es la función política que puede esperarse de los intelectuales; es decir, que sean intelectuales y no políticos, que se ajusten a los deberes de su gremio y adviertan al país cuándo no se hace. ¿Faltó esto en los años que precedieron a la guerra civil? ¿No era una época en que los intelectuales gozaban de gran prestigio, no había entre ellos unos cuantos eminentes y de absoluta probidad intelectual? Ciertamente los había; pero encontraron demasiadas dificultades, se les opuso una espesa cortina de resistencia o difamación, funcionó el partidismo para oírlos «como quien oye llover»; llegó un momento en que una parte demasiado grande del pueblo español decidió no escuchar, con lo cual entró en el sonambulismo y marchó, indefenso o fanatizado, a su perdición. Tengo la sospecha -la tuve desde entonces-de que los intelectuales responsables se desalentaron demasiado pronto. ¿Demasiado pronto -se dirá-, con todo lo que resistieron? Sí, porque siempre es demasiado pronto para ceder y abandonar el campo a los que no tienen razón.
He intentado hacer comprensible cómo se pudo llegar a la guerra civil, cómo se fue simplificando la realidad española, reduciéndola a esquemas, polarizándolos, convirtiéndolos en algo abstracto, algo que se puede odiar sin que la humanidad concreta se interponga y mitigue el odio; cómo se manipuló hábil­mente al pueblo español desde dos extremos profesionalizados, con ayuda de la torpeza y falta de estilo de las soluciones más civilizadas y razonables, que fue­ron perdiendo atractivo y eficacia. Larga serie de errores, el último de los cuales fue... la guerra.

La verdad es que nadie contaba con ella. Los que la promovieron más direc­tamente creían que se iba a reducir a un golpe de Estado, a una operación militar sencillísima, estimulada y apoyada por un núcleo político que serviría de puente entre el ejército victorioso y el país. Los que llevaban muchos meses de provocación y hostigamiento, los que habían incitado a los militares y a los par­tidos de derechas a sublevarse, tenían la esperanza de que ello fuese la gran oca­sión esperada para acabar con la «democracia formal», los escrúpulos jurídicos, la «república burguesa», y lanzarse a la deseada revolución social (lo malo es que dentro de ese propósito latían dos distintas, que habían de desgarrarse mu­tuamente poco después).

Todos sabemos que las cosas no sucedieron así. La sublevación fracasó; el intento de sublevarla, también. La prolongación de los dos fracasos, sin rectificación ni arrepentimiento, fue la guerra civil.

Si se la mira desde este punto de vista, creo que se puede comprender mejor su desarrollo. Lo primero que hay que decir-porque es lo más grave, lo diferencial de esta guerra- es que en ella lo de menos fue la guerra. Las víctimas de ella fueron secundariamente las bajas militares; lo decisivo fueron los bombardeos y, sobre todo, los asesinatos (con o sin ficción de ejecución legal). Es decir, la lucha fue, más que contra la «zona» enemiga, contra los enemigos de la propia «zona»; y no contra los que ejercían actos de hostilidad, agresión o espionaje, sino contra los que se consideraban «desafectos» a una ortodoxia política definida arbitraria y estrechamente; y esta condición era previa a toda conducta concreta, inherente a la persona e irremediable. Las personas pertenecientes a ciertas categorías-filiaciones políticas o incluso profesiones- no tenían escape; estaban perdidas, hicieran lo que hicieran; su única salvación era la huida o el ocultamiento.

En la zona que se llamó «nacional» y fue llamada por sus enemigos «facciosa», todo el que no se sumó al «movimiento» fue perseguido, normalmente (y desde luego en el caso de los militares) por rebelión. Esta persecución se extendía a todos los afiliados a partidos del Frente Popular, pero no estaban seguros los radicales, ni los pertenecientes a la CEDA, ni los maestros, ni, por supuesto, ios masones. En la zona «republicana» («roja» para los enemigos), solamente los partidos del Frente Popular eran aceptados (los republicanos, meramente tolerados); todos los demás, aunque fuesen republicanos históricos, eran perseguidos; los falangistas, sin la menor esperanza de salvación; los sacerdotes, religiosos, monjas, etc., si no se escondían a tiempo eran exterminados. En ambas zonas, todos los que no eran incondicionales eran sospechosos.

Las «depuraciones» dejaron sin puestos de trabajo a millares de personas a las que se consideraba «desafectas», aunque no hubiesen cometido ningún acto delictivo ni hostil; y la depuración hacía ingresar inmediatamente en la categoría de los sospechosos, sometidos a vejaciones y peligros. La condición de militar retirado en una zona, de dirigente sindical en la otra, significaba el encarcelamiento y, con bastante probabilidad, la muerte. Por supuesto, en la zona re­publicana, con la excepción del País Vasco, todo culto religioso fue prohibido, y los incendios de iglesias y conventos fueron frecuentísimos, en muchos casos realizados sistemáticamente. En toda España se constituyeron tribunales («de guerra» o «populares») sin la menor garantía jurídica y de particular ferocidad; estaban compuestos, en un caso, por representantes de todos los partidos del Frente Popular y de las organizaciones sindicales; en el otro, por militares y re­presentantes políticos. Esto sin contar con las abundantísimas «checas» o sus equivalentes, absolutamente irresponsables, y con las «sacas» de las prisiones, con pretextos de traslados que solían ser al otro mundo.

No me interesa recordar el aspecto más horrible y siniestro de la guerra sino para recordar que fue un universal terrorismo, ejercido no sólo contra los enemigos, sino contra los que se podían considerar neutrales o incluso partidarios no fanáticos o incondicionales, dentro de la propia zona, lo cual significó un chantaje generalizado, que excluía toda crítica y todo matiz de posible disidencia. Así se llegó a la aceptación de todo (incluida la infamia), con tal de que fuese «de un lado».

La consecuencia inevitable fue el envilecimiento. Nadie quería quedarse corto, ser menos que los demás en la adulación de los que mandaban o la exe­cración de los adversarios. Esto fue un poco menos compacto en la zona republicana, por su falta de disciplina y coherencia, que dejó un estrecho margen de «pluralismo». Esta diferencia puede comprobarse en la actual publicación de los dos ABC: el republicano de Madrid y el franquista de Sevilla. La mentira, como puede verse allí mismo día por día, dominaba en ambos campos por igual.

Esta actitud, unida a la decisión de «pasar por todo», y en ocasiones al fanatismo -no siempre-, llevó a que la inmensa mayoría de lo que se escribió en ambas zonas fuese literalmente vergonzoso. Es aleccionador, pero infinitamente penoso, leer lo que escribieron muchos que tenían pretensiones de intelectuales, literatos, profesores, eclesiásticos, hombres de leyes. Hubo excepciones, sin duda, de decoro literario, nobleza, generosidad y valentía; pero no pasaron de excepciones. En algunos casos, lo lamentable fue simple debilidad y amedrentamiento, y pasada la terrible prueba no siguió formando parte de la personalidad de sus autores; en otros significó una corrupción profunda que llevó hasta la denuncia, el aplauso a los crímenes propios o la calumnia.

Una de las pruebas de ese estado de abyecta sumisión es la feroz irritación que a ambos lados de las trincheras provocó todo aquel que se atrevía a discrepar de los dos bandos. La hostilidad máxima se reservaba para los que no se sentían adscritos a ninguno de los dos beligerantes, no por indiferencia o desinte­rés, sino por considerar a ambos inaceptables. El que se atrevía a resistir a la guerra era el enemigo de todos, contra el cual todo estaba permitido. Por eso, tomar esta posición fuera de España -lo más frecuente- significaba desusada valentía; hacerlo dentro era pura y simplemente heroísmo, aunque fuese sin negar apoyo y colaboración a una de las causas beligerantes; el ejemplo más eminente fue el de Julián Besteiro.
Todo lo que he dicho hasta ahora me parece esencial para entender cómo fue posible que se llegara a la guerra civil. Si no se tiene en cuenta, es completa­mente ininteligible que un pueblo como el español, de tan larga a ilustre historia, creador de una de las tres o cuatro grandes culturas modernas, en un momento de esplendor intelectual y literario, sin ningún problema objetivamente grave, no digamos insoluble, al día siguiente de lanzarse con entusiasmo a una nueva fase de su vida, de repente se encontrara con que no podía seguir conviviendo, se llenara de odio y se dedicase al exterminio de sus hermanos durante tres años. Es menester recordar los pasos por los que se llegó a una situación mental colectiva que tenía muy poco que ver con la realidad; es decir, con la realidad si se omite el estado mental, que naturalmente era parte de la realidad española en 1936. Quiero decir que, lejos de ser la guerra inevitable, su origen efectivo no fue la situación objetiva de España, sino su interpretación, se entiende, el desajuste de dos interpretaciones que, por una serie de voluntades y azares, llegaron a excluir a las demás y oscurecer cuanto era distinto a ellas. Y esto es, literalmente, una anormalidad de la vida colectiva, que algún día podrá diagnosticarse con precisión, cuando se vaya, más allá de la psiquiatría, a una «bioiatría», a un conocimiento de la patología de la vida biográfica, individual y social.

Pero la realidad total de la guerra civil no se agota en lo que he dicho. Una vez estallada, una vez iniciada, desde fines de julio de 1936, España estuvo en estado de guerra. Esta expresión es particularmente reveladora: la guerra es un «estado», algo en que se está. Se vive dentro de la guerra, en su ámbito. Las cosas se ordenan en otra perspectiva; el tiempo cambia de ritmo, emplazamiento, significación; pierden importancia muchas cosas, la adquieren otras; ciertas dimensiones de la vida humana, hasta entonces olvidadas, se ponen en primer plano -por ejemplo, el valor-; se altera el «umbral» de la inquietud, la inseguri­dad, el temor; surgen relaciones inesperadas, crueles o fraternales; los individuos dan la medida de sí mismos al estar expuestos á tensiones, tentaciones, peligros, esfuerzos; se conocen en dimensiones antes ignoradas.

La guerra civil es -se ha dicho mil veces- más cruel que ninguna otra, más dolorosa, porque introduce la división y el odio entre compatriotas, amigos, hermanos. Su especial intensidad le viene de eso y de que es más inteligible -empezando por la lengua del enemigo, pero no sólo la lengua, sino todo el repertorio de creencias, usos, proyectos, esperanzas-, al no entenderse que lleva a la guerra procede de la distorsión de un entenderse, demasiado bien, que no se da en las guerras internacionales.

La guerra civil española estuvo arrimada por un violento, apasionado pa­triotismo, en ambos, lados. He insistido con la máxima energía en los aspectos negativos, en la infinita torpeza, en la culpabilidad de los promotores de la guerra, en la anormalidad que la constituyó. Pero una vez «en guerra», una vez estallada y, de momento, inevitable, era menester en alguna medida tomar partido, preferir un beligerante a otro, aunque los dos pareciesen torpes, violentos, injustos, condenables. He dicho preferir; es la condición de la vida humana; no se aprueba, no se estima, no apetece, no gusta necesariamente lo que se prefiere; el que prefiere la operación a la peritonitis no tiene la menor complacencia en lo preferido; el que salta por una ventana para escapar a las llamas no tiene nada a favor del salto: simplemente le parece el mal menor.

A ambos lados, innumerables españoles sintieron que había gue combatir para salvar a España; incluso los quepensaban que en todo caso caminaba hacia su perdición, creían que uno de los términos del dilema era preferible, que el otro era más destructor, o más injusto, o más irremediable o irreversible. Añádase la propaganda, la retórica bélica, el contagio del entusiasmo positivo de los que lo sentían, el horror hacia las maldades -demasiado ciertas- del enemigo. Al cabo de unos meses, millones de españoles estaban enloquecidos, sin duda, pero llenos de entusiasmo patriótico, dedicados a destruir España por amor de ella.

Especialmente los muy jóvenes, que soportaron más que nadie el peso y el sufrimiento de la guerra; y las mujeres, que sólo en mínima proporción la ha­bían querido, que la padecían en mil formas; y, en general, las personas sencillas, sin influencia en la vida colectiva, con un mínimo de responsabilidad, sujetos pasivos de todas las manipulaciones. La guerra suscitó la movilización de enérgicas virtudes: la capacidad de sacrificio, la generosidad, la hermandad, la impavidez frente al dolor o la muerte, el heroísmo.

Se puede pensar -se debe pensar- que todo aquello estaba mal empleado, que tal cúmulo de virtudes, tal capacidad de esfuerzo, aplicados a algo inteligente y constructivo habrían puesto a España en pocos años en la cima de su prosperidad y plenitud, en lugar de dejarla cubierta de escombros, campos asolados, muertos, mutilados, prisioneros, odiadores y criminales. Pero esto no debe ocultar la evidencia de que los españoles extrajeron de su fondo último una impresionante suma de energía, resistencia y entusiasmo.
Los mitos se acumularon en ambas zonas. La justicia social, la redención del proletariado, la revolución universal, la civilización cristiana, la unidad de la patria desgarrada, el orden, la familia. Poco importa que, en nombre de todo eso, se cometieran atroces violaciones de lo mismo que se pretendía defender. El mito que tuvo más aceptación y cultivo fue el de la independencia. La presencia de combatientes italianos y alemanes en la zona «nacional», de las brigadas internacionales y «consejeros» soviéticos en la «republicana», fueron suficientes para que se hablase en las dos de «invasión» (la presencia de los moros en el campo «nacional» dio lugar a muy sabrosos comentarios, y obligó a desarrollar con muchos circunloquios el tema de la «Cruzada»). Al cabo de algún tiempo, la propaganda de ambas zonas hablaba como si algunos españoles, por casualidad, combatiesen en el lado de enfrente, meros «cómplices» de los invasores extranjeros.

Esto era, como es notorio, una absoluta falsedad, pero servía para oscurecer el hecho cierto e incontrovertible de la manipulación de los españoles por los gobiernos de Italia, Alemania y la Unión Soviética, de su influencia decisiva en la génesis de la guerra y en su desarrollo. (Y cuando pasó el peligro, cuando uno de los bandos logró la victoria, cuando ya no fue necesaria esa propaganda y convenía más otra, la de la solidaridad totalitaria entre Berlín, Roma y Madrid, sus conexiones durante la guerra fueron proclamadas y aireadas por los vencedores y sus aliados; basta con leer los periódicos de abril y mayo de 1939, las noticias y los comentarios de los que en ellos escribían lo que tal vez prefieren olvidar).

Todo esto funcionó de manera decisiva en el desenlace de la guerra. En diversas ocasiones, más entre los republicanos que entre sus enemigos, había habido deseos y hasta intentos de terminarla por un convenio o arreglo, por una paz. La derrota de los italianos en Brihuega -de la que, si no me engaño, se alegraron incluso muchos españoles de la zona «nacional»- fue un primer momento oportuno, pronto frustrado. (La detención del ejército hasta entonces victorioso a las puertas de Madrid hubiera sido la gran ocasión, pero la situación global en noviembre de Í936 la hacía imposible.) La toma de Teruel por los republicanos, en el invierno 1937-38, fue quizá la oportunidad más favorable, pero los partidarios de la paz eran débiles y fueron barridos de ambos lados. Desde poco después, la suerte de la guerra estaba echada: la República estaba derrotada -es decir, lo que quedaba de la República, lo que se seguía llamando así-, y el final era cuestión de tiempo. ¿Sólo de tiempo? De miles de muertes, destrucción, pérdidas, dolor.

Aquí funcionó una vez más el aspecto más repulsivo de todo este proceso. Del lado «republicano» -y nunca más justificadas las comillas dubitativas-, se decidió la prolongación a ultranza de la guerra, aunque estuviese enteramente perdida, porque ese era el interés del «proletariado universal», al cual se podían sacrificar otras cien mil vidas españolas. Del lado «nacional» se inventó la funesta fórmula -usada en 1945 por los vencedores de la guerra mundial- rendición sin condiciones, lo cual quería decir «victoria sin vencidos», sin conservarlos como sujeto del otro lado del desenlace de la guerra, destruyendo así lo que esta pueda tener de civilizado. La historia del mes de marzo de 1939, nunca bien contada, de la cual soy quizá el último viviente que tenga conocimiento directo desde Madrid, es la clave de lo que la guerra fue en última instancia. Un análisis riguroso de lo que sucedió en ese mes, de lo que se hizo y se dijo, arrojaría una luz inesperada sobre los aspectos más significativos de la contienda y sobre las posibilidades-destruídas- de la paz. Tal vez algún día intente presentar mis recuerdos y mis documentos de esas pocas semanas decisivas, que se pueden simbolizar en el nombre admirable de Julián Besteiro.

No se entiende el final de la guerra si no se tiene presente que en el lado republicano, y especialmente en Madrid, había un heroico cansancio, después de dos años y medio de asedio, hambre, frío, bombardeos y cañoneos diarios, con­diciones de vida que tal vez ninguna ciudad haya soportado tan estoicamente y durante tanto tiempo. Creo que se llegó a producir una peculiar solidaridad entre los madrileños, más allá de sus divisiones ideológicas y sociales, de la persecución que muchos habían padecido -ferozmente en los primeros cuatro meses, con menos encarnizamiento después-; sólo esto explicaría la conducta de los madrileños que se sentían vencedores cuando la guerra terminó, tan superior por su generosidad y tolerancia a la del ejército de ocupación que entró en Madrid, sin lucha, el 28 de marzo, y sobre todo a la de los funcionarios políticos que tomaron posesión de la capital en los meses siguientes.

En la zona republicana, además de cansancio había una infinita desilusión. Se sentían burlados, engañados, manipulados, utilizados por los más representativos de sus dirigentes. Además, desde el 5 al 28 de marzo se les había dicho la verdad -caso único desde julio de 1936 hasta fines de 1975-. Los vencidos se sabían vencidos, y lo aceptaban en su mayoría con entereza, dignidad y resignación; muchos pensaban -o sentían confusamente- que habían merecido la derrota, aunque esto no significara que los otros hubiesen merecido la victoria. Los justamente vencidos; los injustamente vencedores. Esta fórmula, que enuncié muchos años después, que resume en seis palabras mi opinión final sobre la guerra civil, podría traducir, pienso, el sentimiento de los que habían sido beligerantes republicanos.
Sobre este suelo se pudo edificar la paz. Si así se hubiera hecho, si se hubiese establecido una paz con todos los españoles, vencedores y vencidos, distingui­dos pero unidos, con papeles diferentes pero igualmente esenciales, al cabo de poco tiempo la guerra hubiese desaparecido tras el horizonte, como el sol poniente, y hubiese quedado una España entera, más allá de la discordia.

No fue así. En lugar de una reconciliación -aunque la dirección de los asuntos públicos hubiera recaído de momento en manos de los vencedores-, se inició una represión universal, ilimitada y, lo que es más grave, por nadie resistida ni discutida. Se pueden repasar las conductas y las palabras -incluso impresas-de los que entonces gozaban de prestigio e influjo, y cuesta encontrar la más tímida petición de clemencia, no digamos una defensa, o una repulsa de la represión. Y hay que incluir, y muy especialmente, a los que posteriormente se han sentido invadidos de entusiasmo por las tesis y las figuras que implacablemente combatieron hasta después de su derrota.

Un elevadísimo número de españoles tuvieron que abandonar el país; entre ellos se encontraban no pocos de los más eminentes. Cientos de miles pasaron por las prisiones, más o menos tiempo -el suficiente para dejarlos heridos y, en muchos casos, llenos de perpetuo rencor-; bastantes millares fueron ejecutados, en condiciones jurídicamente atroces, y en muchos casos por «delitos» que, aun siendo ciertos, hacían monstruosa la sentencia. Se estableció -y en principio para siempre- una distinción entre dos clases de españoles: los «afectos» y los «desafectos», los que tenían, más que derechos, privilegios, y los que carecían de ambas cosas.

Esto condujo a la perpetuación del espíritu de guerra, decenios después de terminada. A esto ayudó sin duda la continuidad de la guerra española con la mundial, el establecimiento de paralelismos. Falsos, pero no por ello menos perturbadores. Se produjo una «fijación» de las posturas, una especie de congelación, en virtud de la cual muchos decidieron vivir de las rentas de la guerra. Entre los vencedores esto podía tener un sentido literal, pero entre los vencidos se dio la misma actitud: una incapacidad de cambiar, de enterarse de lo que pasaba, de mirar hacia adelante, de vivir el tiempo real. La actitud de «los mal llamados años» ha hecho que muchos españoles (en la emigración o, lo que es peor, en España) vivan cuatro decenios escasos como si no vivieran, como si aquel tiempo -el de sus vidas- no mereciera llamarse así.

Naturalmente, esto era una engañosa ilusión, un espejismo. El tiempo, que ni vuelve ni tropieza -dice un verso de Quevedo, que hace muchos años escogí para título de uno de mis libros-. El tiempo, efectivamente, ni vuelve ni tropieza; pasa, se desliza de entre nuestras manos, constituye nuestra vida. Por debajo de las apariencias, incluso de las realidades oficiales, se ha ido produciendo una fantástica transformación de la sociedad española, tan viva, tan capaz de superar todas las pruebas y dificultades. Varias generaciones nuevas han aflorado en nuestro escenario histórico, han ido ocupando su puesto, ensayando su estilo, se han ido esforzando por realizar sus oscuros deseos, sus pretensiones a veces no bien formuladas; lo han hecho con recursos inimaginables antes, que nunca habían poseído los que hicieron o padecieron la guerra; han estado oyendo las viejas palabras de unos y otros, sin acabar de entenderlas, como algo que apenas tiene que ver con la realidad, como un rumor habitual y monótono que impide oír las voces que habría que escuchar. Así fue creciendo la distancia entre la España real y las dos Españas «oficiales» congeladas, petrificadas en los gestos de la beligerancia.

Esta es la situación actual; desde ella hay que volver nuevamente los ojos a la guerra, para recordarla -es decir, llevarla otra vez al corazón- como algo absolutamente pasado, como nuestro pretérito común. No podemos olvidarla, porque eso nos expondría a repetirla. Tenemos que ponerla en su lugar, es decir, detrás de nosotros, sin que sea un estorbo que nos impida vivir, esa operación que se ejecuta hacia adelante.

Tenemos que eludir el último peligro: que nos vuelvan a contar la guerra desde la otra beligerancia, desde las otras mentiras, ahora que la mitad de ellas había perdido su eficacia y era inoperante. Entre 1936 y 1939 los españoles se dedicaron a hacer la guerra, a intentar ganar la guerra; desde esta última fecha malversaron lo que habían conseguido, no supieron edificar adecuadamente la paz. Esta es nuestra empresa: darnos cuenta de que necesitamos vencer a la guerra, curarnos, sin recaída posible, de esa locura biográfica, es decir, social, que nos acometió hace algo más de cuarenta años, cuya amenaza ha sido tan hábilmente aprovechada para paralizarnos, para frenar el ejercicio de nuestra libertad histórica, la plena posesión de nuestro tiempo, la busca y aceptación de nuestro destino.
 
Madrid, Semana Santa de 1980.

J.M.*

Escritor y catedrático de Filosofía. Miembro de la Real Academia Española.




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