domingo, junio 19, 2011

Nos quedamos sin otro gran historiador en Venezuela: Oscar Sambrano

El Príncipe no tenía Corte, ni jamás la quiso fomentar

ELÍAS PINO ITURRIETA | EL UNIVERSAL
domingo 19 de junio de 2011 12:00 AM
Oscar se preocupaba de que escribieran adecuadamente su apellido. En las cartas que debía leer en el Conac y en los actos protocolares a los cuales debía asistir, usualmente lo ponían con zeta. Sambrano con ese, decía entonces de la manera más cordial. Con esa ese que lo atribulaba pasará a la historia de la serena civilización que representó, de la cultura de obra hecha con solvente contenido y buenas maneras que deja como contribución.

Lo de las buenas maneras puede parecer trivial, pero es todo lo contrario en un ambiente cada vez más escarnecido por la vulgaridad y por la violencia de la comunicación. Sus amigos le decíamos El Príncipe por las finezas del trato y por la calidad del porte físico, y llegué yo a escribir en una oportunidad que era un príncipe sin los defectos de los príncipes. No es poca cosa que así se relacionara con el prójimo, independientemente de la ubicación de cada quien en la escala social, debido a la lección de comedimiento que ofrecía mientras, poco a poco y sin darnos cuenta, se iban perdiendo los consejos de mesura y cortesía provenientes de una educación que también se nos iba escurriendo de las manos. De los vínculos con Oscar manaba una sensación de alejamiento de los chiqueros, que echaremos mucho muy en falta. No es poca cosa, debo repetir, cuando hoy Venezuela es cada vez más un torneo de procacidad y una muestra de subestimación del interlocutor, debido a las cuales se pierden signos fundamentales de una identidad compartida. La atenta amistad que prodigaba era, por desdicha, una señal de la civilidad que se perdía.


Pero también era camino abierto para la bienvenida de la pluralidad, otro oxígeno cada vez más infrecuente de la vida venezolana. La amplitud de su círculo jamás se desvirtuó por la presencia de la discordia, ni por el rechazo de diferencias de pensamiento como las que hoy dividen a quienes participamos en la actividad intelectual y a la mayoría de las personas que se preocupan por el bien común; o como las que se imponen desde la cúpula. En los cargos públicos que detentó, de alta responsabilidad en épocas sucesivas, jamás le cerró el paso a quien pensara distinto. En las editoriales que dependieron de su dirección no sucedió ni un amago siquiera de censura. En los despachos que dependieron de su influencia habitó una fauna abigarrada a cuyos miembros no les pedía el jefe que le recitaran el credo para que redactaran después sus trabajos, soltaran sus opiniones y cobraran sus quincenas. Ni siquiera en las discusiones del presupuesto que debía atender como presidente del Conac, habitualmente frías y proclives a las zancadillas y a los encontronazos, se dejó manejar por preferencias inconfesables. Pese a que se interesó por la política y participó activamente en sus conciliábulos desde 1958, apenas derrocada la dictadura, la pureza espiritual fue su antídoto contra los venenos del sectarismo y la exclusión. Tal vez por eso su estrella fuera pasajera en esos cielos. No es poca cosa, tal y como están las cosas.


La solvente formación profesional le permitió dejar una obra digna de especial consideración, desde luego, pero seguramente las cualidades de su trato ayudaron en la faena. La Casa de Bello no fue sólo un centro activo de investigaciones cuando la dirigió, sino también un oasis frente a las asperezas del desierto. La elaboración de un monumento como las Obras Completas de Andrés Bello dependió de una excepcional preparación intelectual, pero también de la generosidad en la selección de los colaboradores y de la apertura de las discusiones que sirvieron como antecedente. Los estudios sobre Julio Garmendia son un ejercicio de escrupuloso análisis, pero también una prenda de reverente amor por el maestro. Los manuales de literatura para bachillerato fueron hechos por un pedagogo de altos vuelos, pero también los movió el resorte del afecto desbordado por los estudiantes, probado en su paso por las aulas de los liceos, del Instituto Pedagógico y de la Escuela de Letras de la UCV. La renovación de la Academia de la Lengua, que es hoy una realidad, partió de su entendimiento de los avances de una disciplina, pero también del deseo de dar cabida a unos profesionales que no estaban en su seno y quienes merecían el sillón en el cual por fin se sentaron.


El Príncipe no tenía Corte, ni jamás la quiso fomentar. No tenía acólitos a su alrededor, sino simplemente gente de diversa calidad a la que no utilizó como alternativa de ascenso, ni como refuerzo de posiciones apreciadas por el medio intelectual y por el poder político. Tampoco como alternativa de acceso a la riqueza material. Pudo ser un habitante de Palacio, próximo al hombre en quien se resumía la mayor autoridad de la república, pero evitó la tentación. Su vocación no fue la del dominio del otro. Prefirió la vida de un hombre relativamente público a quien jamás encandiló el fanal de la celebridad. Se aficiono a breves incursiones en la feria que no lo alejaran de la casa de su familia, pasos recortados entre el hogar y el ágora con la compañía de la mujer más adecuada que, para su fortuna, pudo conseguir en el pueblo. Quizá su único coqueteo con la vida entendida como espec- táculo se concretara en una serie que manejó para Vale TV, pero la hizo desde su habitación, con pocos reflectores, más como un servicio que como una posibilidad de lucimiento. De allí que fuera, en esencia, el limpio y mesurado Sambrano con ese a quien siempre recordaré con respeto.


pinoitu@hotmail.com

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