Todos tiemblan
La paranoia, motor de la historia. Trujillo y el genocidio haitiano de 1937 (2)
Los estudiosos del
genocidio de 1937 apuntan que los intelectuales que dieron piso ideológico al
trujillismo –escritores como Joaquín Balaguer y Manuel Peña Batlle– avivaron el
complejo racial hacia lo “haitiano”. Es decir, antes de que la palabra se funda
como bala, toma densidad en un aforo típicamente paranoico. Allí se mediatiza y
se legitima
CARLOS ALFREDO MARÍN
@AEDOLETRAS1 DE JULIO 2016 - 12:01 AM
“Yo fui la única que
se salvó. Ellos creyeron que yo estaba muerta porque me habían dado varios
machetazos. Yo estaba empapada en sangre. Después de todas esas aflicciones,
fue gracias a Dios que no morí. Mataron a toda mi familia. Éramos 28”. Así
rememoraba Irelia Pierre en 1988, haitiana radicada en Desmond. Ya habían
pasado cincuenta y un años de aquella escena terrorífica donde 17 mil haitianos
perdieron la vida entre el 2 y el 8 de octubre de 1937 en las orillas
fronterizas de Haití y la República Dominicana, hito que aún sigue manchando la
historia del Caribe de la primera mitad del siglo XX. Una muestra donde la
lógica paranoica desencadenaría la violencia y la muerte.
Las palabras pueden
convertirse en balas. Quedó demostrado el 2 de octubre de 1937, cuando el
general Rafael Leónidas Trujillo (1891-1961), presidente constitucional de
Dominicana, jaló el gatillo en la población de Dajabón. Lo hizo luego de haber
recorrido la región noroeste de la frontera a caballo horas antes. Fue un
disparo maquinado que nos sigue dejando perplejos. Aquí la perimetría de su
declaración: “He visto, investigado, e inquirido sobre las necesidades de la
población. A aquellos dominicanos que se quejaban de las depredaciones por
parte de los haitianos que vivían entre ellos, los robos de ganado,
provisiones, frutas, etcétera, y estaban por tanto impedidos de disfrutar
pacíficamente del fruto de su trabajo, les he respondido: ‘Voy a resolver
esto’. Y ya hemos comenzado a remediar la situación. Ahora mismo, hay
trescientos haitianos muertos en Bánica. Y este remedio continuará”.
La frontera: zona
resistente
Los conflictos
fronterizos entre Haití y Dominicana se remontan a 1822. Ya entrado el siglo
XX, la línea divisoria seguía siendo inconsistente. Solo el rio Masacre fungía
como franja natural de norte a sur; en total, 49 mil kilómetros cuadrados de
una zona geohistórica de constante intercambio. El lenguaje, la economía, la
religión, la producción agrícola y ganadera: la frontera representaba una hermandad
heterogénea en todas sus manifestaciones culturales. Cientos de parejas iban a
casarse en Dominicana. Muchos agricultores pastaban su ganado y cultivan en
tierras que abarcaban ambos territorios. Tantos dominicanos como haitianos,
entendían tanto el kreyól como el español, y, hasta cierto punto, las
dos lenguas se fusionaron y formaron un nuevo idioma.
El historiador
Richard Lee Turits demuestra, por ejemplo, que eran poco frecuentes los
problemas domésticos entre ambas etnias antes del genocidio de 1937. “A pesar
de que había dos lados, el pueblo era uno, estaba unido”, afirmará un
sobreviviente de aquellas jornadas sangrientas. Un ir y venir fue sedimentando
una resistencia a cualquier identidad nacional que tratase de imponerse. ¿Cómo
reconocer una identidad homogénea cuando dominicanos iban a estudiar del otro
lado del rio? Y no es el color de la piel un argumento válido a todas vistas:
ambas naciones son hijas, históricamente, de la sangre africana que cruzó el
Atlántico desde el siglo XVI. El nacionalismo con tintes eurocéntricos dirá
presente.
El argumento
“anti-haitiano”
Los nacionalismos
fecundan los modelos paranoicos colectivos por excelencia. Luigi Zoja en su Paranoia,
la locura que hace la historia, apunta que el racionamiento paranoico germina
gracias a elementos inconscientes presentes en la sociedad. Este se alimenta de
prejuicios que suponen, para quien lo instala, su superioridad frente a lo
“extraño”. La potencia nacionalista proyecta el mal, por tanto, actúa
violentamente bajo la voz del líder quien la pronuncia y de los medios con que
multiplica sus razones. La conspiración o el complot busca el rédito para
promover una solución “preventiva” a lo que moralmente no debe ser aceptado.
“El príncipe debe sospechar de todo”, escribiría alguna vez Honoré de Balzac.
Los estudiosos del
genocidio de 1937 apuntan que los intelectuales que dieron piso ideológico al trujillismo –escritores
como Joaquín Balaguer y Manuel Peña Batlle– avivaron el complejo racial hacia
lo “haitiano”. Es decir, antes de que la palabra se funda como bala, toma
densidad en un aforo típicamente paranoico. Allí se mediatiza y se legitima. El
ser haitiano fue trocado como una amenaza “africanizante” para el discurso
nacionalista dominicano, lo que es un contrasentido histórico y culturalmente
inoperante. Entre 1933 y 1937, Trujillo fue amasando una salida final para
poner coto a este “asunto haitiano”, como lo denomina Mario Vargas Llosa en Las
fiestas del chivo.
De tal manera que la
maquinaria del poder le dió “veracidad” a la nuez paranoica instalada
oficialmente: “Nos están invadiendo pacíficamente”.
El exterminio de
octubre de 1937 fue conocido por el mundo casi un mes después gracias a una
nota publicada en el New York Times. El esfuerzo del trujillismo
controlaba no sólo el sistema mediático de su país, sino que tenía muchísima
influencia política y militar en las bases del gobierno de Sténio Vicent,
presidente de Haití para entonces.
Los indeseables
La versión oficial
que se quiso vender fue la idea de un motín espontáneo de las masas populares
frente a los “invasores” en la frontera. Las evidencias históricas comprueban
lo contrario: se utilizó al Ejército en la gran mayoría de las ciudades para
asesinar, ya sea con puñal, bayoneta y balas de fusil, a miles de niños, mujeres
y hombres sin contemplación alguna. Asomemos aquí el análisis de Lee Durits:
“El argumento más efectivo que podía utilizar el Estado ante su población para
justificar un mayor control sobre la frontera era el nacionalismo antihaitiano
y el racismo oficial. Pero teniendo en cuenta el carácter multiétnico y
relativamente cohesivo de los habitantes fronterizos, el discurso oficial para
etnificar la identidad nacional y las comunidades existentes allí caía en oídos
sordos”.
Así actuó la paranoia
en manos del nacionalismo trujillista, que no se distancia mucho del
estalinista o el nazista de la época. El 31 de enero de 1938, en la ciudad de
Washington, se selló el acuerdo de indemnización que contó con el apoyo de
México, Cuba y EE.UU. El general Trujillo ofreció la cantidad de 750 mil
dólares al gobierno haitiano y defendió, públicamente, la matanza contra “los
inmigrantes haitianos indeseables”. La paranoia, la historia.