viernes, mayo 20, 2016

Nueva columna en "El estilete" del amigo e historiador Elías Pino Iturrieta dedicada exclusivamente a la historiografía: "LA HISTORIA, O EL SALVAVIDAS DE LOS VENEZOLANOS"

ELÍAS PINO ITURRIETAMAYO 19, 2016
 “La Historia Patria ha adquirido una calidad de componedora de entuertos, en cuya sabiduría busca auxilio una sociedad desconcertada”; con la intención de ponerle contenidos a una revolución vacía de ideas, un Heródoto con micrófono nos puso a acompañarlo en su reinvención de la Historia, y ahora nos agarramos de ella para reclamarle que nos saque de este “hueco lóbrego”
Para entender la situación en vísperas de las pasadas elecciones presidenciales, el corresponsal de El País quiso hablar con dos historiadores. No buscó a los politólogos habituales, ni a los dirigentes de una contienda cargada de expectativas, sino a dos profesionales del pasado que sonaban más de la cuenta en el presente que escudriñaba para informar a su diario. Quizá se guiaba por el inusual prestigio de semejante especie de profesionales en el análisis de la actualidad, pese a que sus oficios mantienen más nexos con antaño que con hogaño. Quizá llamara su atención esa curiosa reputación que ya tenían de oráculos de Venezuela, y se puso a interrogarlos. Desarrollemos sin prisas el asunto, a ver si algunas cosas quedan claras sobre tal popularidad.
En efecto, la Historia Patria ha adquirido una calidad de componedora de entuertos, en cuya sabiduría busca auxilio una sociedad desconcertada. Por consiguiente, los historiadores nos hemos convertido en importantes vendedores de libros y en invitados de programas de radio y televisión, en los cuales nos preguntan sobre el destino de la república, como si estuviéramos capacitados para responder partiendo de las habilidades de nuestro conocimiento. No averiguan sobre la Guerra Federal, ni sobre la desmembración de Colombia, por ejemplo, sino sobre situaciones en torno de las cuales difícilmente podemos opinar con responsabilidad. Lo mismo sucede en la calle. Como nos conocen de tanto vernos de opinadores frente a las cámaras, quieren que traigamos la luz a la vía pública para llegar con sosiego a sus hogares. ¿Qué va a pasar? ¿Saldremos pronto del atolladero? Unas cuestiones que difícilmente podemos satisfacer quienes, a duras penas, tenemos la posibilidad de proponer explicaciones sobre lo que sucedió en el pasado.
Líos de historiadores
Los buscadores de iluminación no saben que la ciencia en cuyo cobijo buscan el remedio de sus urgencias ha pasado por un proceso llamado de “desmigajamiento”, que ha tocado las bases de su metodología hasta el punto de producir una vacilación de grandes proporciones. No es ahora el momento de explicaciones eruditas, pero desde cuando sucedió la aparición de la Nouvelle Histoire las criaturas del oficio nos llenamos de dudas. Desde entonces, quedó lejos la idea de Ferdinand Braudel, de que la Historia se convirtiera en ciencia rectora de las disciplinas ocupadas del estudio del hombre. En adelante, la Historia se transformó en una suerte de ciencia sin patria, recuerda hoy el colega chileno Rodrigo Ahumada. El asunto se ha complicado debido a la aparición de dos tendencias de investigación, llamadas historia inmediata e historia del presente. Según los maestros Jacques Le Goff y Pierre Nora, tales tendencias cuestionan la esencia del quehacer historiográfico, que se ha entendido desde antiguo únicamente como reconstrucción del pasado.
A estos y a otros debates se agrega el problema de la objetividad del conocimiento histórico, una constante en los análisis del oficio, que ha abundado desde el siglo XIX. Para lo que conviene a nuestro escrito, bastan ahora las palabras de Jacques Duby, historiador fundamental de nuestros días. Afirma el maestro Duby: “Estoy convencido de la inevitable subjetividad del discurso histórico; en cualquier caso, lo estoy del mío. Esto no quiere decir que no haga todo lo que puedo por aproximarme a lo que podríamos llamar ‘la realidad’, en relación con esa construcción mental imaginaria que es nuestro discurso… Y yo no invento, es decir, invento, pero me preocupo por fundamentar mi invención sobre los cimientos más firmes posibles, construirlo a partir de huellas criticadas rigurosamente, de testimonios tan precisos y exactos como sea posible. Pero eso es todo”.
¿Eso es todo?
Los suplicantes venezolanos de la Historia tal vez sea ahora cuando se enteran de las limitaciones del discurso propio de la disciplina, de esas confesiones de Duby sobre el inevitable sesgo que toma la escritura de los estudios sobre el pasado. Tampoco deben conocer el sendero de esas tales historia inmediata e historia del presente, que han proporcionado flamantes revoltillos a los investigadores.  No tienen por qué saberlo, no es su asunto. Son los destinatarios de unos contenidos que habitualmente no les conciernen, o a los que acudieron alguna vez por obligación escolar para abandonarlos en la ruta, pero a los que vuelven cuando las circunstancias los conminan. Por consiguiente, no se trata de un debate de especialistas sino de una necesidad social. Si la historia no existe sin memoria, como apuntó San Agustín, ¿no se quieren valer de unas cabriolas de la memoria para que sirva de linterna de lo que todavía no ha sucedido?
La historia inmediata y la historia del presente se sostienen en la alternativa de estudiar procesos que no han concluido desde el punto de vista físico, que continúan relativamente en desarrollo y pueden tomar destinos insospechados. El historiador no está alejado de ellos. Hasta pudo ser testigo de su evolución por asuntos de cercanía cronológica, pero puede ajustar su mirada y deshacerse del rigor de la metodología antigua para estudiarlos como si fuesen situaciones yertas cuando todavía están calientes o se revuelven en la cercana tumba. No es probable que los venezolanos que procuran la luz de los historiadores sepan de estas novedades, pero quieren que sus historiadores, en su debut como voceros de la cotidianidad, fabriquen del pasado versiones del día que pudieran familiarizarse con el interés de quienes ahora no consideran lo sucedido como algo necesariamente remoto y probablemente inútil. Quieren una faena de adivinación.
Heródoto con micrófono
La perplejidad de los venezolanos ante lo que les sucede puede considerarse como razón de la consulta que realizan. Como el régimen chavista los ha cargado de cavilaciones, cuyo origen radica en los problemas y en los miedos que ha creado y que los hombres comunes no están en capacidad de resolver, hacen ejercicios de pensamiento que les llevan a poner el entendimiento en lo que ya sucedió para que indique de manera infalible lo que puede suceder. Si antes del advenimiento de la “revolución” se podía prever la existencia, y llevarla sin mayores sobresaltos, no hacía falta esculcar en el cajón de las cosas ocurridas antes de que el notario certificara la partida de nacimiento de cada cual. Ahora, puestos ante el desafío de un rompecabezas de ardua soldadura, se figuran el milagro que puede surgir de las obras de los antepasados.
El nexo que se propone entre los dilemas colectivos y el salvavidas historiográfico puede ser caprichoso, si no se encuentra el puente que lo establece. Ese puente tiene nombre y apellido: Hugo Chávez. Como ningún mandatario desde el inicio de la república hasta nuestros días, Chávez se aficionó y aficionó a la sociedad a extensas peroraciones de historia patria, de las que hacía alarde en sus intervenciones públicas. En la necesidad de llenar de algún contenido el recipiente de una “revolución” lampiña de ideas, pretendió librarse del vacío con el auxilio del pasado narrado a su modo, a través de múltiples discursos. Así, según debió pensar, levantaba los pilares de un edificio que, de otro modo, no podía soportar los embates del viento. Cuentos prolijos sobre la Independencia, episodios hiperbólicos del héroe preferido, Simón Bolívar; clasificación de los hechos antiguos debido a su relación con los virtuosos y los villanos que poblaban las narraciones, pero también del pasado reciente, es decir, de los hechos del siglo XX y de sus protagonistas…, fundaron un aula popular de Historia de Venezuela, sin recreos ni vacaciones, de la cual nadie pudo escapar.
Como liceísta aplicado repetía las crónicas manidas de siempre, pero también se atrevió a interpretaciones aventuradas tras la pretensión de que lo que antes parecía aceptable se volviera objeto de discusión y lo que se consideraba pequeño se hiciera gigantesco; para que la clasificación tradicional de los ángeles y los demonios fuese otra, para que todas las vertientes del ayer desembocaran en su persona y en sus hazañas. La asiduidad de las pláticas no solo debió penetrar los auditorios, sino también conmoverlos. No solo los relacionaba con un tema que los atraía, pero que apenas manejaban, sino que trataba de cambiarles el recuerdo de ellos. Dotaba a tales temas de una actualidad inusual y perturbadora. El comandante del micrófono, hecho catedrático omnipresente, se proponía como resumen de la evolución que contaba y pedía a sus destinatarios que lo acompañaran en el itinerario. Los metía en la Historia.
No fuimos nosotros
De que no estamos ante un asunto superficial dan cuenta dos hechos importantes: la Nouvelle Histoire de Chávez se metió en los manuales escolares y, además, se debe concretar en evocación irrebatible a través del trabajo de un Centro Nacional de Historia que tiene la obligación, por decreto presidencial, de hacer y presentar en sus trabajos la memoria una y única de la sociedad. No cabe una pretensión más totalitaria, como tampoco se pueden albergar dudas sobre los planes “historicistas” del líder de la “revolución” y del impacto que necesariamente han tenido. Invaden el territorio de la enseñanza de los niños encerrados en el aula para formarse en un mundo diverso de reminiscencias; y el de los adultos, quienes deben volver la vista en atención a las instrucciones de un instituto cuyas advertencias les enseñarán a mirar hacia atrás en forma correcta. ¿No va la gente a procurar el consejo de los historiadores independientes, pero también sus luces sobre el porvenir, después de que un excesivo Heródoto los conmina con unos anales inéditos que les proponen una raíz y una evolución que no formaban el repertorio familiar de su vida?
Pero existe, por último, otra posibilidad de abordar el tema. Quizá sea de difícil demostración, y un estorbo para lo que se viene sugiriendo, pero no deja de tener sentido si se consideran las atrocidades del chavismo. Son de tal magnitud, que nadie que no sea un fanático desea que lo relacionen con ellas. ¿Quién, en sano juicio, quiere aceptar un vínculo con el menoscabo institucional, con la generalización de la violencia, con la incompetencia del gobierno, con la mediocridad de la alta burocracia, con las patrañas infinitas de la “revolución”, con el espacioso panorama de las corruptelas, con la desatención de la salud pública, con las carencias de alimentación, con las violaciones de los derechos humanos, con el ataque de la libertad de expresión, con el imperio de una militarada y etcétera? Buena parte de la sociedad no se quiere relacionar con ese presente, sino solo como cómodo enemigo. No quiere ser acusada de cómplice porque al principio congenió con lo consideró como una redención, ni de sujeto negligente de su propia vida.

La sociedad prefiere mirar hacia el pasado, pero no para buscar explicaciones sino para echarle en cara la culpa de lo que ocurre. Los males vienen de atrás y no son parte de nuestra obra. En consecuencia, la Historia tiene una obligación que reclamamos desde el agujero que cavó sin pensar en nosotros. Así como nos ha puesto en el centro de un hueco lóbrego, tiene la obligación de levantarnos y sacarnos. Para eso sirve la Historia en Venezuela, porque el país de la actualidad no forma parte de ella sino únicamente para exigir a los antepasados, en una operación de venganza anacrónica, la determinación que él no quiere tomar. Tal vez porque advirtiera una insensatez de esa magnitud, el periodista que vino del exterior quiso hablar con dos sujetos especialmente concernidos: dos historiadores.

viernes, mayo 06, 2016

Segunda entrega de la columna "Todo tiemblan" del amigo y colega historiador Carlos Marín: "Elias Canetti: el miedo de los poderosos"

Todos tiemblan
Elias Canetti: el miedo de los poderosos
Elias Canetti / cortesía
 “Masa y poder’ analiza algo bastante interesante en este sentido: ¿por qué el Rey o el Ejecutivo tiembla, si tiene a su disposición las fuerzas para mantenerse intacto en la cima?”
CARLOS ALFREDO MARÍN
@AEDOLETRAS6 DE MAYO 2016 - 12:01 AM
El poder que mueve la humanidad es el miedo a la muerte. Esta simple ecuación proyecta la vida como un acto de constante lucha contra lo que resulte potencialmente amenazante. Yo me alejo de la oscuridad. Usted construye muros para protegerse del ladrón. Esa distancia que colocamos entre nosotros y aquellos es parte del miedo que funciona como muralla. Si mantengo distancia, sobrevivo. Apartarse, mantener alejado el peligro. No dejarse tocar, no dejarse agarrar.
Lo más sustancioso de la postura de Elías Canetti en su obra Masa y Poder (1960) es que configura una arqueología de este miedo “a lo desconocido”. Su visión propone estudiar el miedo como si se tratase de un viaje a las cavernas. La argumentación es erudita, pero sin la bruma ni las distancias del método; al contrario, es un ensayo que introduce al lector en la propia formación del poder: narración omnipresente que no deja escapar nada. Los dedos y las manos, los dientes y la boca, el morder y el tragar, bases fundamentales de ese temor al contacto –ser digerido por la fiera, ser sometido hasta morir– se convierte en las raíces poderosas que separan la vida de la muerte. “Solo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este temor al contacto. Se trata de la única situación en la que este temor se convierte en su contrario”, escribe en las primeras líneas de esta obra. Esa es la raíz de las masas modernas que todos conocemos.
El miedo se esfuma una vez que mi cuerpo se une con el de otros. Se igualan, ya no hay distancias, ni jerarquías, ni sexos, ni colores. Cuando esta unión ocurre, la masa contagia a otros sumando rápidamente adeptos; además de eso, el movimiento tiene una meta: la consecución de un deseo común. Esta manera de entender cómo se diluye el miedo en la masa, supone la liberación del temor. Canetti no acude aquí a etiquetas historicistas. Solo dice, en términos medulares, lo que ocurre en las praderas del Serengueti  o en algún estadio de futbol de Argentina. La masa no es vista, en fin, desde posiciones maniqueas. El miedo nunca deja ser el mismo; la muerte, tampoco.
Violencia necesaria
A mediados de 1812, el Congreso de Venezuela erigió toda una legislación penal que reglamentaba todas las deserciones y sus castigos. En ella se contemplaban desde azotes, presidio y hasta la ejecución. El Ejecutivo publicaría el 16 de abril de 1812, en momentos en que  la República independiente se enfrentaba al enemigo realista avivado por el terremoto, el decreto Contra los traidores, facinerosos y desafectos a nuestro Gobierno.
Allí se “reclama un remedio activo y violento (…) Pero tan terrible, que haga temblar hasta en los últimos confines de la Federación de Venezuela”. Veamos el tono pavoroso del mismo: “9. Los delitos que el Gobierno se propone a castigar de este modo riguroso y terrible son, primero: los de aquellas personas que tratan de formar partido contra nuestro sistema, con obras, atacándonos directamente o prestando auxilio a nuestros enemigos, o con palabras, seduciendo las gentes incautas, animándolas para que se reúnan contra nosotros o se pasen al enemigo, o lo reciban con gusto, en caso que él presente. Los que incurran en este crimen serán pasados por las armas”.
Es famoso el revuelo que generó la Ley Marcial impulsada por el generalísimo Francisco de Miranda el 19 de junio de 1812 en la clase criolla. Mediante dicha ley se obligaba a todos “los hombres libres de tomar las armas” y se aprobaba la conscripción de los esclavos para combatir, desde los quince años hasta los cincuenta y cinco, con iguales cargas punitivas para los conspiradores. A pesar de que se había venido fusilando, descuartizando y exponiendo los cuerpos en los sitios de la capital, la oposición al gobierno mirandino abolió desde el Congreso las medidas draconianas en enero de 1812; “piadosa doctrina”, según Simón Bolívar, que llevaría a la derrota a la Primera República.
El miedo de los poderosos
Quien sostiene el poder, sostiene también el miedo que nace en su cúspide. El miedo se cultiva conforme se emiten las órdenes. La obediencia no es eterna en el círculo que rodea al poderoso. Elías Canetti en Masa y poder analiza algo bastante interesante en este sentido: ¿por qué el Rey o el Ejecutivo tiembla, si tiene a su disposición las fuerzas para mantenerse intacto en la cima? Para el historiador, este fenómeno vislumbra una lectura distinta de los resortes del poder político. Conocer estas imbricaciones revela la paranoia del poderoso y de su círculo más privado.
Quien usufructúa el poder, posee el miedo de ser cercado. Cualquier acercamiento es hostil, de allí las medidas de seguridad y la utilización del secreto. También sabe que su posesión no es eterna. Esa limitación lo vuelve más violento y alimenta más su paranoia. No podemos dejar de nombrar este asunto: en el momento en que el poderoso deja de tener potestad sobre la muerte, sabe que su autoridad está cuestionada. Escribe Canetti: “El sentimiento de ese peligro está siempre vivo en el poderoso. Ulteriormente, al hablar de la naturaleza de la orden, se verá que sus temores tienen que aumentar cuantas más órdenes suyas hayan sido ejecutadas. Solo puede aquietar sus dudas dando un ejemplo. Dispondrá una ejecución capital por sí misma, sin que importe demasiado la culpa de la víctima. Necesitará cada tanto ejecuciones de esta índole, tanto más cuanto más aumenten sus dudas. Los más seguros, es decir los más perfectos de sus súbditos, son los que han ido a la muerte por él”.
Existe el miedo a dar órdenes. Canetti lo prefigura como aquella sensación incierta que sufren aquellos que emiten la orden por iniciativa propia, aquellos “que no las reciben de nadie”. Los amenazados pueden revelarse, porque entre otras cosas, alguno de ellos puede no acatar la orden. La vida a veces persiste ante la muerte, creo yo; existe la posibilidad de la memoria y de la venganza. Esa posibilidad hace de este miedo granítico un drama para aquellos que ejecutantes del poder, sobre todo “en los más encumbrados”. El miedo detrás de la puerta.

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