Entrevista aparecida originalmente en la revista Ojo
(cultura universitaria) edición número 20 – año 2013
Tomás Straka, el historiador y su tiempo
Por Guillermo Ramos Flamerich
«El romero se paró al pie de la ermita que se levanta
a un lado del camino, en la colina desde donde se domina la villa de muros
encalados y techos de tejas. El romero pidió agua y los monjes le ofrecieron el
pan y el fuego.», así comienza el relato Eclipse, publicado en el Suplemento
Cultural de Últimas Noticias el 21 de noviembre de 1993. El autor es un
aspirante a profesor en el Instituto Pedagógico Nacional. Busca abrirse paso en
la escritura y aunque esas líneas son solo ficción, su destino será investigar,
analizar y plasmar con su prosa parte de la historia venezolana. Su nombre es
Tomás Straka
Al mostrarle la página del periódico donde aparece
publicado, amarilla y con dos décadas a cuestas, Tomás se impresiona y todo lo
encierra en una frase: «Te has convertido en un arqueólogo». Él también lo ha
sido.
El sitio más cómodo para comenzar esta conversación es una
biblioteca, la del Instituto de Investigaciones Históricas de la UCAB. Esa
atmósfera húmeda, el sabor a libro mojado, los bombillos fluorescentes y el
historiador sentado, dan pie a cualquier tema que tenga que ver con el ser
humano, la memoria y el país. No todo es análisis y academia, también existe
una vida que contar. Pero el tema político en estos tiempos siempre será el
primer plato.
–Vivimos una etapa donde la mediocridad parece superar eso
que se ha llamado el «bien del intelecto».
–Creo que estamos comenzando a dejar atrás lo más grueso de
la mediocridad. A lo mejor somos muy optimistas con el pasado, tal vez le
hubieras preguntado a algún constituyente de 1946 sobre este tema y te
respondiera: «aquí si hay mediocridad”. En un congreso de Juan Vicente Gómez
había mucho talento, pero hicieron cosas mediocres. Eso los hace más culpables.
Pero en estos años también ha surgido una nueva cosa, en todos los ámbitos.
Montones de escritores, que hace apenas una década eran unos muchachos y la
gente no los conocía, han aparecido. Así como el liderazgo de la oposición. Los
que están en la cabeza, salvo Ramón Guillermo Aveledo, los tres fundamentales,
hace quince años eran desconocidos.
Tomás tranquilamente puede ser etiquetado en función a esa
generación intelectual emergente. Aunque le ha tocado entrar al «boom» que ha
permitido a parte de sus colegas, no tan jóvenes y con trayectorias más largas,
vender libros sobre la historia nacional con un éxito inusitado y los ha
fortalecido como líderes de opinión. Tal es el caso de: Inés Quintero, Elías
Pino Iturrieta o el fallecido Manuel Caballero. Tomás se integra a ellos y con
mayor frecuencia los medios de comunicación buscan su opinión, sus deseos y
hasta predicciones. Muchos intentan encontrar en el pasado algún mapa que ayude
a transitar un presente complejo.
–¿Los comienzos se dieron con la escritura o la lectura?
–Yo creo que empecé escribiendo. Desde muy niño. Mi primer
concurso de cuentos lo gané a los siete años. Con el cual recibí una beca que
me duró hasta que estuve en el Pedagógico. Fue un cuento sobre mi familia,
sobre sus características. La premiación se dio en el parque Los Caobos, estaba
la primera dama Betty de Herrera. Recuerdo que el primer premio de la beca eran
120 Bs mensuales y el segundo una bicicleta. Desde mi mirada de niño quedé
bastante decepcionado, hubiera preferido la bicicleta. Pero me gustaba
escribir, mi papá era un hombre de libros. Se jubiló cuando yo estaba pequeño y
leía mucho y escribía. Mi abuelo también escribía. Ya somos tres generaciones
de Straka que hemos publicado cosas.
Alguna vez escuché que Tomás era el «historiador más grande
que tenía Venezuela» y en parte, de manera literal, lo es. Dos metros de
altura, quizás unos centímetros más, forman su figura. En él, los rasgos de la
mezcla. Su padre, Hellmuth Straka, antropólogo, espeleólogo e investigador de
origen checo. Por parte materna, con ascendencia de El Callao y Barlovento.
Tomás caracteriza a buena parte de los venezolanos nacidos a partir de la
segunda mitad del siglo XX, al convertirse el país en un receptor de culturas,
y formador de nuevas maneras de sentirse venezolano. Él es de 1972.
–Eres parte de una generación que se le acusa no querer
involucrarse o saber de política, ¿cómo afectó la política tus inquietudes
juveniles?
–En bachillerato fui miembro de centros de estudiantes.
Nuestra vocación era más cercana a la izquierda, pero la caída del Muro de
Berlín nos afectó. Fue un hecho trascendental en nuestras vidas, un punto de no
retorno. Entrar al Pedagógico era otro mundo, la burocratización de la
protesta, y un grupo representante de los restos de una izquierda a la cual yo
veía muy corrompida, que habían perdido todo miramiento ideológico y se habían
enquistado allí.
Su etapa de estudios en el Pedagógico la vive en un país con
una creciente crisis política e institucional. Pero estos años también sirven
para mejorar la técnica de escritura, conocer las teorías de Federico Brito
Figueroa, formar parte de la revista Tierra Firme, dar clases en liceos y
colegios privados. Así como descubrir su corriente de investigación y mostrarse
consecuente con Marc Bloch cuando definió la historia como «el hombre en el
tiempo».
–¿Qué entiendes de lo que ha ocurrido en Venezuela en los
últimos meses?
–Una cosa muy hermosa, que la libertad humana se impone. Por
eso quienes creen encontrar leyes históricas para predecir el futuro, suelen
equivocarse. Se ha demostrado que en última instancia la humanidad puede tomar
decisiones que no están previstas. Sin embargo esa libertad, esas decisiones,
puedes conectarlas con otros procesos. Esto que ha ocurrido en los últimos
meses lo que ha hecho es acelerar un curso que ha venido desarrollándose desde
el 2007 para acá. El cambio se está dando, lo que no sabemos es para qué. Uno
ve una tendencia, hay una propuesta que está en declive, otra en ascenso. Pero
no está escrita la última palabra.
–¿Tu obra fundamental está por llegar?
–Ojalá. Porque si mi obra fundamental es cualquier cosa de
las que he escrito, iría al cielo o al infierno con muy poca satisfacción.