Karl Krispin
Publicado el 20-IV-1999.
Francamente me ha parecido una
desconsideración de Luis Castro Leiva
morirse en este momento. Es ante todo una
injusticia para un país que ha
perdido las brújulas que gente como el
profesor Castro Leiva desaparezca sin
terminar de advertir al colectivo que insiste
en tomar los atajos de la sinrazón.
Para ello vivió el intelectual: en el empeño
de que la historia que lo acorralaba
debía servirse de sumas y no de restas para
armar las piezas del rompecabezas.
Con su inteligente escalpelo de poner todo a
merced de la duda, Castro no se
rindió jamás a la henchida satisfacción de
considerarse rotularmente un
intelectual en el sentido de que nuestras
decadentes academias y asociaciones
de escritores lo proclaman. Siempre vio con
sorna ese producto despreciable al
que llamaba 'la industria de la historia',
estéril aletargamiento e indigestión con
los mitos, no otra cosa que lo que se ha
venido repitiendo con abusiva
nemotecnia en este país donde ciertos
intelectuales compiten con las reinas de
belleza en ver quién moldea los mejores
figurines para el acto escolar de la
República. Luis Castro Leiva hizo del recurso
intelectual más bien la mueca, la
mascarada, el guiño del reverso de quien se
atrevió a llamar las cosas por su
nombre y despachar que nuestro acontecer no
ha sido precisamente una
colección de barajitas inmortales en el álbum
de la patria.
En una sociedad que desde la Independencia no
hace otra cosa que invocar en
la ouija oficialista los fantasmas de glorias
preteridas, el bronce de las plazas y
las ofrendas florales de los aniversarios,
Castro Leiva se situó en la acera de
enfrente para exhumar los cadáveres del
pasado y concluir con su autopsia que
nuestra gloria no aparecía tan inmarcesible
como podrían sostener los clubes de
la historia. Dicho sea de paso, esta
mitología nos ha condenado a inmovilizar el
presente. De algún modo el escritor vino a
gritar como tantas veces lo hizo que
donde presumíamos riqueza y oropeles había sólo
desnudez, como en el cuento
de Andersen. Su contribución a la
historiografía consiguió despojarse de ese
enajenamiento de liturgias e incienso y
concluir que los que han andado y
desandado la historia son, como corresponde,
seres de carne y hueso, con
grandezas y miserias, pero nunca semidioses o
elegidos. En este sentido,
perteneció a un grupo de revisionistas que
alertó sobre los abusos de la teología
bolivariana.
El primer acceso a quien era, lo tuve con
aquel magnífico programa de TV,
Atletas , donde dedicó sus afanes del
pensamiento a la hazaña épica,
contenciosa, del aparentemente cándido mundo
del deporte, que dista mucho
de serlo, huelga decir. Allí Luis, frente a
las cámaras, nos impulsaba a echar una
ojeada civilizatoria a uno de los factores
quintaesencialmente más expresadores
de cultura: la competencia que nace de la
desigualdad y aspira el triunfo, la puja,
el reconocimiento. Su análisis elegante y
pausado, con la compostura del
gentilhombre y el perspicaz scholar que
siempre fue, tendía a hacernos abrir los
ojos y descubrir la lucha descarnada y hasta
cruel que encerraban el fútbol, el
lanzamiento de jabalina, el arco de la
garrocha o el revés de un tenista, no
obstante los graciosos corolarios de las
medallas y los lustrosos trofeos.
Pude tratarlo personalmente gracias a una
iniciativa de nuestro común amigo
Henrique Iribarren, quien nos llamo para
motorizar un proyecto de investigación
histórica que patrocinaría el Banco de
Venezuela. Fueron casi tres meses de
reuniones, de intercambio de puntos de vista,
de malabarismos teóricos que
cristalizaron en la propuesta que
presentamos. Desafortunadamente la posterior
intervención del banco hizo añicos el
proyecto, pero quedó el privilegio de
haber conocido y trabajado (gratis, por
cierto. Jamás vimos un solo cheque de
gerencia) junto a una mente superior cuya
mejor caracterización, no me cabe
duda, era la inmensa capacidad para construir
un edificio completo de ideas sin
peligro a que se descalabrara uno solo de sus
cimientos.
Donde más llegó al gran público fue como
articulista. Allí no tuvo piedad alguna
para derrumbar estatuas y aplicarle la
risotada a los mitos presentes y pasados.
Las páginas, primero de El Diario de Caracas
y posteriormente estas mismas de
El Universal , consagraron su trinchera para
recordarnos que no vivíamos 'en
el mejor de los mundos'. Aquí hizo gala de
que su pensamiento no sólo podía
avecindarse con familiaridad en los grandes
temas académicos, sino en su
repliege al pelotón de lo cotidiano, donde no
enarboló banderas de tregua ante
la evidencia de la gravísima descomposición
política y cultural de lo
contemporáneo, con énfasis en la purulencia
venezolana ante los arrebatos de
los impostores de su historia reciente.
A la muerte de Louis Aragón alguien dijo que
se había llevado parte del fuego
con que nos iluminó. Con esta inesperada
desaparición sus lectores y amigos
habremos de sospechar que hará falta ese
calor de hoguera intelectual con que
incendió nuestra reflexión. Es una canallada
del destino morirse, una
desconsideración marcharse así, señor Luis
Castro Leiva y en ello consiste su
involuntaria falta de politesse con nosotros
en estos raros tiempos cuando
abunda la genuflexión y pocos como usted
podían hacernos mirar con valentía
nuestros aconteceres.
kkrispin@telcel.net.ve