La república conmemora el cincuenta y nueve aniversario del 23
de enero en estado de gravedad. Hoy, cuando muchos venezolanos se acuestan sin
comer y otros sólo pueden hacerlo tras escarbar en la basura; cuando cada día
muere alguien por la violencia o por la falta de medicinas, la significación de
aquella jornada adquiere una estatura distinta ante los retos que tenemos en
frente y que definirán el destino de nuestra patria. ¿Qué importancia
tiene hablar del 23 de enero para aquellos conciudadanos que en este momento
están haciendo cola para comprar pan o van de romería por las farmacias
buscando un medicamento? ¿Qué utilidad tiene esta sesión para la madre que a
esta hora piensa, con tristeza, en la cena que debe y a lo mejor no puede
preparar para sus hijos? ¿Para los abuelos que sólo pueden disfrutar a
sus nietos vía Skype? La historia nunca ha sido un regodeo de erudición.
Por lo menos no cuando se hace en instancias como la presente. Cuando los
representantes del pueblo solicitan el concurso de quien por vocación y oficio
se dedica a la indagación de la sociedad a través del tiempo, subrayan el
compromiso de esta disciplina con la sociedad; sus potencialidades para hacer a
las mujeres y los hombres más libres, en el sentido de ayudarlos a ser más
conscientes de su responsabilidad y a tomar las riendas de su propio destino.
Pues bien, esa responsabilidad y esa asunción de las riendas
tiene mucho que ver con la democracia y en especial con lo ocurrido el 23 de
enero de 1958. En aquella fecha confluyeron muchas de nuestros más altos
valores y luchas más sentidas y prolongadas. Por eso escrutarla es
confrontarnos con nosotros mismos; vernos en el espejo de lo que hemos sido, de
lo que hemos hecho, en cuanto nación, con nuestras vidas. De nuestros
éxitos más sonoros, pero también de nuestras fallas, que no han sido pocas, que
debemos asumir como adultos y remediarlas antes de que sea demasiado tarde.
Ilustres parlamentarios:
Hace cincuenta y nueve años los venezolanos sentamos un hito
fundamental en la construcción de nuestra ciudadanía. Entonces
recuperamos, unida la sociedad en un gran frente como probablemente no lo
habíamos tenido nunca, la soberanía conculcada por un grupo negado a respetar
la voluntad popular. Ese día se hicieron efectivos los pilares de nuestro
pensamiento democrático, proclamados -aunque lamentablemente cumplidos de forma
muy limitada hasta entonces- un siglo antes, en 1859, cuando Juan Crisóstomo
Falcón afirmó que en las repúblicas los poderes sociales corresponden a las
mayorías y que por eso la causa de nuestros males de entonces era que “el
pueblo quiere, y no lo dejan elegir”. A partir de 1958 ese sueño
democrático se hizo real: al pueblo se le dejó elegir y las leyes fueron
producto de los acuerdos refrendados por las mayorías.
Tal vez, apreciados representantes, cause sorpresa que me haya
remontado hasta tan lejos como la Guerra Federal para marcar el significado del
23 de enero. Pero lo hago con el objetivo de resaltar el alcance
histórico de tres aspectos especialmente importantes para los venezolanos que
hoy navegan en la adversidad: primero, que en su esencia la lucha contra los
despotismos ha sido una constante; una que en grados mayores o menores, se
mantuvo incluso en los setenta años de autocracias caudillistas que vivimos
entre la Guerra Federal y la aurora liberalizadora de 1936; una lucha que
adquirió forma definitiva en la década siguiente y que supo resistir y
finalmente triunfar durante la dictadura que gobernó de 1948 a 1958.
Segundo, que la mayorías venezolanas han hablado muchas veces en la
historia y que cuando lo hacen de forma contundente, han sabido hacerse oír; y
que, tercero, en ese largo camino, a pesar de sus retrocesos, hemos logrado
triunfar. Que incluso en sus trechos más oscuros ha sido posible hallar
una luz para guiarnos y avanzar. Con su venia, permítanme girar un
poco en torno a esas tres ideas.
Los dos senderos de una larga marcha
Comencemos con lo que el historiador Germán Carrera Damas
ha llamado, jugando un poco con las palabras, la “larga marcha hacia la
democracia”. No se trata, legisladores, de una tautología. No habla
Carrera Damas de esos movimientos indefectibles del destino en que soñaron los
historicistas del siglo antepasado. Se refiere a la decisión decisión
asumida tanto por las elites políticas e intelectuales como por las mayorías
del pueblo, cada una a su modo, y empujada ya por dos siglos. De modo que
la democracia no es un resultado necesario, sino el
producto de un esfuerzo decidido, con éxitos grandes y pequeños, así como
también con fracasos y retrocesos importantes: pero un esfuerzo al que no hemos
renunciado.
La cita de la Proclama de Palmasola nos dice, indistintamente de
lo que en lo inmediato postergó por décadas aquellas promesas, que la
democracia venezolana no es flor de un día. Tampoco que fue un producto
del azar u otro prodigio del cielo. No tenemos una democracia sub
specie aeternatis. Hay unos valores hondamente enraizados y
unas circunstancias históricamente definidas que han permitido, según los
tiempos, irlos realizando. Y como tales es necesario advertir
que no están libres de fisuras, de desvíos, de tentaciones autoritarias o
prácticas personalistas. Decirlo es necesario para estar alertas.
Lo importante es que el balance se inclina hacia la búsqueda de la
democracia y la libertad.
El triunfo de los federales en aquella guerra se coronó con el
Decreto de Garantías, que entre otras cosas abolía la pena de muerte y prometía
ayuda del Estado a los venezolanos en desgracia ya en 1864; que consagraba las
grandes libertades individuales, la económica muy especialmente; y que después
condujo a una constitución que consagró el voto universal (entonces aún sólo de
los varones) y la autonomía de los Estados. Muy pronto la realidad dio al
traste con aquello y Venezuela fue, si vale la palabra, des-democratizándoase
en las siguientes décadas, hasta llegar al gomecismo. Pero la semilla
estaba sembrada. De hecho, lo estaba de mucho antes, ya que esas ideas
básicas de representatividad, elecciones y libertades individuales, fueron las
directrices del proyecto con el que los Padres de la Patria fundaron la
república; y al menos en los discursos y las leyes, no se abandonó nunca.
No es un dato irrelevante que ni siquiera nuestros peores tiranos se atrevieron
a negar la santidad de estos principios.
El reglamento electoral de 1810, con base en el cual se eligió
el Congreso que proclamó la independencia, demuestra que desde el principio el
destino de la república ha sido concebido en manos de la representación popular
libremente elegida. Aquel reglamento establecía la representatividad moderna,
esa de la que Ustedes, ilustres parlamentarios, son expresión; es decir, la que
ejercen los ciudadanos libremente a través del voto. Nuestra república,
entonces, nació de un acto electoral, pues los diputados salidos de aquellas
primeras elecciones de 1810 fueron los que la fundaron un año después. Hablar,
entonces, del ensayo democrático de 1864 es hablar de una tradición larga,
como lo es hablar del ensayo de 1946 a 1948; una tradición que se corona
en 1958 y que pese a las adversidades y enormes amenazas, sigue vigente como
guía de nuestras luchas.
Dos efemérides a celebrarse en este año, nos dan cuenta de las
dos grandes vertientes de esta tradición democrática; son dos bicentenarios que
no deben pasar inadvertidos: el de uno de los libros fundamentales de nuestro
pensamiento, El
triunfo de la Libertad sobre el despotismo, escrito por el jurista,
teólogo y repúblico Juan Germán Roscio (por cierto redactor de aquel primer
reglamento electoral); y el natalicio de Ezequiel Zamora. La hora actual,
los usos de la historia oficial por las distintas banderías, parecerían
ponerlos contrapuestos. Hay, sin duda, diferencias importantes entre el
intelectual que reflexiona sobre la libertad individual del hombre y colectiva
de los pueblos con la Biblia en las manos; y el jefe guerrillero que incendió
medio país con proclamas de igualdad. Son dos caminos distintos, pero no
por eso contradictorios. Para los efectos de nuestra vida republicana las
dos caras de la misma moneda. Roscio nos habla de una tradición
republicana que desde el estudio y la deliberación reflexionó y ha ido
construyendo construir la libertad. Zamora, de los reclamos de las masas
que querían hacer para todos los beneficios de los hombres y mujeres
libres. Hablamos de los ex esclavos y ex manumisos, de los peones sin
tierras, atados a las haciendas de sus patrones por deudas, que anhelaban tener
la propiedad sobre una parcela que producir, poder calzarse y acaso aprender a
leer y escribir. El pueblo quería elegir, en efecto, pero porque sospechaba –y
sospechaba bien− que la libertad que triunfa sobre el despotismo es la
condición indispensable para vivir mejor. No sabemos qué proponía Zamora para
lograrlo, pero sí qué intentaron hombres como Falcón, con sus recursos y
circunstancias. Hacer de la república y sus instituciones un lugar para
la realización de las mayorías, fue la bandera del Partido Liberal. No
siempre honró la promesa, acaso por las dificultades objetivas para
lograrlo. Durante el largo período de autocracias que va de 1870 a 1935,
se consideró a la democracia un ideal inalcanzable hasta que las circunstancias
no cambiaran. A lo sumo el cesarismo se creyó posible. Un césar
“democrático” que sirviera de equilibrio entre las aspiraciones populares
encarnadas por quienes siguieron a Zamora y la legalidad y libertad soñadas por
los Roscio. Que atara el potro de los reclamos populares mientras poco a
poco se edificaba la república.
Cuando la opción cesarista parecía más consolidada, en la década
de 1930, un grupo los hombres y mujeres se encargaron de desmentirla.
Para ellos, la libertad y la legalidad no son la antítesis de los reclamos de
las mayorías; sino justo lo contrario: la libertad y la legalidad son por el
contrario los requisitos indispensables para la efectiva igualdad. Nuevas
circunstancias nacionales y planetarias favorecieron el cambio; pero en el
momento auroral de 1928 se trató básicamente de una semilla sembrada desde
hacía tiempo, que brotó en la rendijas de una lápida que se creía
inquebrantable.
Por supuesto, hubo muchas vertientes entre aquellos hombres y
mujeres. Unos creyeron con honestidad que una revolución como la que
había sacudido a Rusia podría hacernos libres y felices. La mayor parte de
ellos fue patriota y luchó con denuedo, haciendo aportes a la nación que no pueden
soslayarse. Otros buscaron un camino propio, inspirados en formas
diversas de socialismo, de nacionalismo y de la doctrina social de la
Iglesia. Pero para 1936 pocos ponían en duda que una democracia entendida
como un régimen de libertades, sostenido en la soberanía popular y promotor del
bienestar social, era el camino del país. La apuesta era que aquellos
“Juan Bimbas” que una vez siguieron a Zamora, encontraran eco a sus esperanzas
y angustias en las morigeradas formas republicanas pensadas por Roscio y los
otros repúblicos de su estirpe. Para que, como en el famoso cartel
electoral de 1946, Juan Bimba cambiara el chopo por la
tarjeta de votación. Uno de los grupos, el liderado por Rómulo
Betancourt, incluso desarrolló la teoría propia de la revolución
democrática, que básicamente se resumía en la construcción de un
régimen de libertades más el acceso a la tierra, al crédito, a la educación y a
la salud para todos. Betancourt, lector como pocos de la historia
de Venezuela, planteó de esa manera la conjunción de los dos grandes senderos
de la democracia a la venezolana.
Pues bien, ese es el ideal centenario que se recuperó en
1958. Habían pasado diez años, entre 1948 y aquella fecha, en lo que se
impuso de nuevo la postergación de la democracia en tanto que un despotismo pusiera
las condiciones para hacerla posible. Acoquinada la principio por una serie de
golpes, por la bonanza de petrodólares (que en realidad no llegaba a todos) y
la represión, la sociedad resistió, primero callada y tímidamente, después cada
vez con mayor altivez. En cuanto pudo, contra todos los pronósticos,
retomó lo que había venido siendo su corriente profunda fundamental.
Esa es la tradición que, ajustándola al tiempo y las circunstancia,
nos confronta hoy. Las libertades que han de triunfar sobre el
despotismo, y que al mismo tiempo les garanticen el pan a las mayorías que
tienen hambre y cada vez más desesperación. Representantes del pueblo:
esa es la misión que hoy nos concierne a todos.
Una construcción colectiva
Después de cuarenta años de notables triunfos, en ocasión
similar a la que hoy nos congrega, Luis Castro Leiva clamó en 1998 por lo que
presagiaba como el fin de libertades conquistadas con mucho esfuerzo. Se
trata de un hecho que no podemos eludir. Varias veces el camino de la democracia
se ha encontrado ante grandes disyuntivas. Para cuando Castro Leiva
hablaba en este hemiciclo, estaba ante una de ellas. En 1998, después de
dos décadas de empobrecimiento económico e institucional, lo que hemos llamado
la tradición de Roscio, es decir, la búsqueda deun sistema de libertades que
supere al despotismo, se había desencontrado, en las cabezas y los corazones de
muchos ciudadanos, de esa otra tradición, la popular de búsqueda del bienestar,
alguna vez encarnada en Zamora. No en vano la promesa de una revolución
que demoliera lo existente logró erigirse como una promesa en el
horizonte. Lo que ha pasado desde entonces es una historia que está
en desarrollo y cuyo balance aún es difícil de hacer. No obstante, se
pueden esbozar ya algunas conclusiones: la primera es que, pese al desencanto
con el régimen en 1998, la democracia en sí misma, en su sentido venezolano, no
se puso en cuestión. Y no sólo eso: tanto antes de 1998 como después de
esa fecha, ese 80% de los venezolanos que según todos los estudios prefieren la
democracia a cualquier otro sistema, la asociaban esencialmente a dos de sus
aspectos, no poco relevantes, el hecho de que el poder legítimo proviene de la
voluntad de las mayorías expresadas a través del voto; y que ese poder debe
encargarse de fomentar el bienestar. El día de hoy, sabemos de los costos
que aquello implicó en medio de las duras circunstancias en que estamos, hay
estudios demuestran un cambio que, de sostenerse, podría ser relevante: cada
vez más entienden que la voluntad de las mayorías y la búsqueda del bienestar
no son sostenibles sin un régimen de legalidad y libertades que las
garanticen. Por supuesto, estamos lejos de que sea una convicción
extendida sin fisuras. La desesperación es una muy peligrosa para la
democracia; pero es una variable que empieza a despuntar.
Lo segundo nos lleva directamente a la fecha que nos congrega,
el 23 de enero de 1958. Por buena parte de las últimas dos décadas, la
sociedad venezolana estuvo polarizada en dos sectores aparentemente
irreconciliables. Cuando se indagaba sobre lo que identificaban como los
principales problemas del país, había notables consensos en muchos aspectos;
pero cuando se preguntaba por sus soluciones, las diferencias se
profundizaban. Esa polarización en gran medida se ha revertido el día de
hoy. Chavistas y opositores han encontrado en las adversidades el sentido
de su destino común. La inflación y la escasez no hace distingos. Por eso
una mayoría muy amplia clama por transformaciones que la saque de los males en
que se encuentra. Es un reto de primer nivel para Ustedes,
representantes de ese pueblo que hoy como nunca “ama, sufre y espera”;
representantes de las dos tendencias que, ojalá, cada una desde su visión del
mundo logre hacer propuestas constructivas para la sociedad.
Estimados parlamentarios:
El 23 de enero fue un triunfo colectivo. Esa es la lección
fundamental ante este desafío que hoy nos concierne. Cuando la sociedad
en su conjunto en se rebeló contra la dictadura y en un clima de unión se
encaminó hacia la democracia, marcó una pauta que aún resuena entre nosotros. Y
cuando hablamos de conjunto, de eso que entonces se llamó “el espíritu del 23”,
lo hacemos en el sentido más amplio de la palabra. Ahí estaban casi
todos. Los comunistas, que tanta sangre derramaron en la
Resistencia, junto a los adecos, compañeros fundamentales en la lucha; la
Iglesia y los sindicatos; los empresarios y los intelectuales; los
socialcristianos y los militares. El espíritu del 23 de enero fue la cuna
del espíritu de Puntofijo y de un sistema definido por los consensos.
Hubo, claro, después algunas rupturas en ese consenso, como lo demostró la
experiencia de las guerrillas, y después hubo abusos en el mismo, que
demasiadas veces impidieron la autocrítica y el efectivo equilibrio de los
poderes; pero en general el 90% de los venezolanos lo refrendaron en los votos,
garantizando cuatro décadas esencialmente definidas por la paz y la
libertad. Esto quiere decir que la democracia no sólo es producto de
un proceso histórico centenario; sino que fue también el resultado de una labor
colectiva, que en 1958 fue rescatada entre todos y que el día de hoy, cuando
las coincidencias ante la situación del país y sus soluciones son tan
importantes, debe ser vivificada y reformulada entre todos.
Repito: nunca como ahora la búsqueda de amplios consensos ha
sido tan necesaria. Y nunca como ahora ha habido tantas coincidencias
para hacerlo.
Contra la desesperanza
Además, el 23 de enero también nos recuerda otra cosa: cuando la
mayoría trabaja en conjunto y decide empujar líneas históricas de gran calado,
puede triunfar a pesar de las adversidades.
Para noviembre de 1957 la dictadura parecía consolidada sin
remedio. Incapaz de ganar las elecciones, había desconocido los
resultados cinco años antes y ahora apelaba a un subterfugio legal para
evitarlas, sustituyéndolas con un plebiscito amañado. Su triunfo,
predecible, se insertaba además en un continente donde campeaban las dictaduras
sin contrapesos importantes. ¿Por qué la venezolana, que además gozaba de
notables recursos económicos, no podría salirse con la suya?
Sin embargo al cerrársele el paso a un pueblo que entonces, como
antes, “quiere elegir”, se obturó una válvula que finalmente estalló.
Tímidamente los estudiantes, echaron a andar una bola de nieve que pronto fue
una avalancha, en la que participaron todos. En menos de un mes otro
gobierno encaminaba el país hacia unas elecciones libres. Nadie hubiera
pensado eso en las horas de aparente resignación que siguieron al plebiscito
del 57. Nadie, tampoco, de cara a los alzamientos, conspiraciones con
financiamiento internacional y la crisis económica que hubo de enfrentar,
pensaría que el gobierno emanado de aquellos comicios podría llegar a su final,
en 1964, logrando el prodigio, por primera vez en nuestra historia, de la
entrega de un presidente civil electo democráticamente a otro surgido por los
mismos procedimientos. El pueblo que en conjunto recuperó la democracia
se propuso de igual manera defenderla. Salió a la calle cuando con
tanques se quiso derrocarla. Y fue a las urnas cuando el terrorismo quiso
amedrentarlo. Entendió en medio de aquella crisis que la austeridad era
una medicina amarga, pero necesaria. Superó diferencias con oponentes
políticos para garantizar la unidad. Y llevó a otro civil
democráticamente elegido al poder. El esfuerzo valió la pena: fue el
inició de más de dos décadas de mejoras continuas de los indicadores sociales
y, más allá de los lunares, algunos graves, que los hubo, de consolidación de
un régimen de libertades, respetuoso de los Derechos Humanos.
Poco antes, en la presentación de su último informe al Congreso,
Rómulo Betancourt, artífice clave de aquella revolución democrática, dijo:
“Los sueños y los sacrificios de tantas generaciones, impar la
de 1810, ya dio sus frutos en la buena vendimia de la civilidad y la
democracia. Ya en nuestro país los gobernantes no se autoerigen, sino que
el pueblo les otorga un mandato con la cédula del voto. Ya en nuestro
país el gobernante no realiza acciones de fraude o violencia para perpetuarse
en el poder, sino que lo transfiere, en la fecha que la ley fundamental fijó, a
quien legítimamente había de sucederlo, porque el pueblo lo invistió con la
dignidad y la responsabilidad de la Presidencia de la República.”
La civilidad y la democracia aspirados desde 1810 es
lo que se conquista, o se termina de conquistar, en 1958. Es lo que logra
en conjunto la sociedad. Y es lo que hoy pujamos por mantener y
mejorar. Si lo hacemos con la suficiente entrega, valentía y buen juicio,
lo podremos lograr porque los venezolanos hemos demostrado ser capaces de
grandes realizaciones. Esa es la lección de la historia nos ofrece del 23
de enero y es la que hoy, ciudadanos congresantes, les he querido
compartir. Sigamos adelante, que es un deber hacerlo y será un honor
lograrlo.