Autor: Tomás Straka
Publicado en: El Nacional
A un siglo del Zumaque
El 31 de julio de 1914 la historia de Venezuela se partió en
dos. Convencionalmente se ha aceptado esta fecha, en la que ocurre el
reventón del pozo Zumaque I, como la del inicio de la industria petrolera en el
país. Aunque las evidencias documentales demuestran que el pozo había
iniciado su producción en abril, y es un hecho que para entonces ya llevaba
treinta y seis años funcionando una empresa de capital y gerencia venezolanos,
la Petrolia del Táchira, que para muchos pudiera ser más a propósito para
afincar una tradición petrolera nacional, las compañías establecieron este
acontecimiento como su natalicio, y así lo han seguido sosteniendo PDVSA y el
Estado después de la nacionalización.
En todo caso, al menos en un aspecto tienen razón: lo que
arranca en 1914 –bien sea en abril o en julio− impulsó cambios de un volumen y
un alcance que ya no dejarían nada igual. Los parajes solitarios de la
Costa Oriental del Lago de Maracaibo se trastornaron con ejércitos de
trabajadores, maquinarias y construcciones improvisadas como nunca había pasado
antes, pero como a partir de entonces terminaría pasando en el resto del
país. Braceros venidos de los Andes, de Coro y muy pronto de
Margarita, técnicos llegados de México y de las Antillas (sobre todo de
Trinidad y Granada), capataces norteamericanos, holandeses e ingleses, crearon,
como por ensalmo, una Babel en la que corre el dinero (y con demasiada
frecuencia el licor, las prostitutas, las pianolas y las puñaladas). Con
ellos aparecen los balancines y las torres, acaso el primer paisaje industrial
de Venezuela; aparecen rancherías que en veinte años se convirtieron en
urbanizaciones ordenadas y pulcras, aparecen campos de beisbol y carreteras
asfaltadas; va perfilándose una clase media y una nueva forma de ser pobre,
distinta a la del tradicional Juan Bimba; una nuevas comidas y unos nuevos
bailes: aparece, en suma, la Venezuela petrolera. Es una dinámica que se
ve primero que en ningún otro sitio en aquellos alrededores de Mene –donde está
Zumaque− y que, a la vuelta de un siglo, ya ha transformado todos los rincones
del país.
El petróleo, como una y otra vez lo dijo uno de los hombres
que más pensó sobre él, Arturo Uslar Pietri es, después de la conquista, el
hecho más importante de la historia venezolana. La forma en la que cambió
nuestra geografía, nuestros modos de vida, nuestro idioma, es solo
comparable con el impacto que produjo el sojuzgamiento de la población
autóctona y la incorporación del territorio a la dinámica del mundo atlántico
en el siglo XVI. En ambos casos hubo épica y muchas injusticias, en los
dos hubo mucho de sometimiento a poderes externos y de mestizaje; en el uno el
oro fue un aliciente inalcanzado mientras en el otro, la riqueza estalló en la
forma de continuos reventones (el episodio de la riqueza rápida y trágica de
Cubagua vino a la memoria de muchos en un principio, sobre todo su moraleja
final, pero el petróleo ha demostrado más permanencia). No pocas veces el
uno simplemente remató al otro, como en la ocupación del espacio fundando
centros urbanos o en la asimilación de algunos grupos indígenas. ¿Cómo,
entonces, reaccionar a cambios tan grandes y acelerados? ¿Cómo
controlarlos? Las respuestas dadas por los venezolanos fueron tan
variadas como pudieron serlo los bari que flechaban a los ingenieros que se
aventuraban en su territorio y los ministros del gabinete de Juan Vicente Gómez
que bascularon del entusiasmo por la dimensión de las inversiones al temor de
que la avalancha se los llevara a todos.
Pensar el petróleo para comprenderlo y aprehenderlo, eso que
se ha llamado la conciencia petrolera; administrar su renta para transformar a
Venezuela según los diversos proyectos de país que se han diseñado y
adelantado; representar al petróleo y a sus dinámicas en una creación capaz de
expresar las vivencias de una sociedad cambiante; fueron desafíos que por cien
años han retado al talento venezolano. En algunas ocasiones hemos sido
más exitosas que en otras, aunque el balance –para sorpresa incluso de nosotros
mismos, tan dados a la autoflagelación− es alentador, o al menos lo fue hasta
los albores del siglo XXI. De una situación de casi completa ignorancia
sobre el tema petrolero y de subordinación absoluta a los designios de
las compañías extranjeras, pasamos al control de la industria y a la formación
de un cuerpo de técnicos que demostró no sólo ser exitoso en su manejo, sino
que también, a partir de la diáspora de 2002, lo está demostrando en los
lugares más variados del planeta. El camino recorrido desde “la danza de
las concesiones”, que repartió el territorio nacional a partir de 1907, hasta
la nacionalización fue uno en el que como sociedad, en términos generales,
supimos aprovechar las oportunidades para mejorar nuestra participación en las
ganancias del negocio petrolero, hasta alcanzar su control en 1976. Pasar de
aquellas concesiones en el que las empresas tenían casi todos los derechos, a
fundar la OPEP, y además hacerlo en un clima de relativa tranquilidad (y no
pasar por traumas como el de Mossadegh), es un éxito, más allá de las críticas
que puedan hacerse al nacionalismo petrolero venezolano. No
en vano, en medio de una explosión de optimismo y júbilo nacional de 1976,
Carlos Andrés Pérez proclamó el inicio de “la Gran Venezuela” que, según
vaticinó, advendría con el nuevo siglo.
El petróleo significó carreteras, vacunas, escuelas, las
industrias básicas de Guayana, la Ciudad Universitaria así como el centenar de
universidades construidas a partir de 1958, la meta de más de dos mil calorías
diarias, hospitales que por un momento estuvieron a la punta de Latinoamérica,
empresas modernas, una clase media que pasaba sus vacaciones en Aruba y mandaba
a sus hijos a estudiar en los Estados Unidos, la transformación del agro, los
costosos placeres de ser uno de los principales consumidores mundiales de
whisky y de pasta, ensayar una democracia liberal cuando los otros países
subdesarrollados padecían las dictaduras de derecha o los modelos comunistas,
pasar de cuarenta a más de setenta años de esperanza de vida y, lo que no es
poca cosa, ser una remanso de paz durante uno de los siglos más violentos de la
historia de la humanidad, incluso si contamos la experiencia guerrillera de los
sesentas. Decir, por lo tanto, que el lema de “sembrar petróleo”, acuñado
por Uslar Pietri en 1936 y desde entonces asumido por todos los gobiernos,
incluyendo los de Chávez y Maduro, no se llevó a cabo, es simplemente no contar
con todas estas transformaciones. Pero de la misma manera ver la
distancia en la que estamos de la Gran Venezuela proclamada para el año 2000,
obliga a reflexionar sobre el alcance real de aquellos cambios. Lo
enumerado en las primeras líneas de este párrafo puede resultar un golpe de
nostalgia para los más viejos y un panorama extraño y ajeno para los jóvenes.
Tal parece que el problema no estuvo en que no se
sembró, sino en el cuidado que se le dio a lo sembrado, en las
condiciones de los cultivos o en la forma en que se hizo la cosecha. El
petróleo desató fuerzas que no pudimos o no quisimos controlar, o al menos no
quisimos pagar el costo de controlarlas, más allá de que algunas de las mentes
más lúcidas del país vinieron haciendo claras advertencias desde la década de
1950. Aunque el núcleo de los problemas está, sin duda, en las decisiones
que hemos tomado, hubo variables que de todas formas eran difíciles de
encarrilar. Con la subida exponencial de los precios en 1973, ahogó el
desarrollo industrial, dislocó los planes de desarrollo, hizo poco competitivas
a las empresas y sobre todo convirtió a la sociedad en una gran parásita del Estado,
que obtiene la renta y la reparte. Fueron falencias en el modelo que no
pudieron resistir la caída de los precios en los años ochenta ni el programa de
ajustes que se dejó a medio camino en los noventas. El siglo XXI vino con
una nueva bonanza petrolera, casi tan grande –y para muchos más grande- que la
de los años setenta. También vino con la propuesta de un modelo
socialista que remediaría los males de las dos décadas anteriores. El
resultado fue una dependencia de la renta como nunca antes se había vivido, la
quiebra casi definitiva de la industria dentro de un programa de estatizaciones
que resultó ruinoso.
A cien años del Zumaque es mucho lo que queda por pensar e
investigar sobre nuestro petróleo. Y mucho más todavía lo que queda por
hacer. Los desafíos son inmensos para el país con las mayores reservas
del mundo, pero con una industria que atraviesa grandes dificultades, con buena
parte de su producción vendida a futuro (lo que en buena medida sería decir lo
mismo que está hipotecada) y con innovaciones tecnológicas en el ambiente (los
carros eléctricos, el petróleo que puede sacarse ahora del esquito, la
posibilidad de unos EEUU autoabastecidos) que a la larga significarán problemas
para nuestros mercados y para los precios. Este 31 de julio es una
fecha propicia para hacer balances y para reflexionar sobre lo recorrido, así
como todo lo que queda por recorrer. Y debería ser, sobre todo, un
momento para comenzar a actuar. Es lo que nos dice desde el fondo de un
siglo aquel reventón en un hacienda de los predios de Mene que partió a nuestra
historia en dos.
@thstraka