Con el curso a las puertas o recién empezado, aparecen en la red reclamos más o menos sofisticados sobre los beneficios de estudiar historia. Lo hace de nuevo, por ejemplo, el blog The Historical Society, en una breve nota que concluye de manera escrupulosa: “La historia nos proporciona un contexto para ayudar a entender mejor nuestro mundo de hoy. También nos enseña lecciones innumerables sobre el comportamiento humano, la naturaleza de la política, el cambio en el tiempo, la forma de escribir y contar un buen relato, y mucho más. Pero, ¿cómo convencer a los estudiantes de que todo esto importa?” He aquí la cuestión!
Y lo ha hecho de forma algo más extensa y emocionada Simon Jenkins en The Guardian para el público inglés, aunque podría intercambiarse para cualquier otro país. En este caso, dada la fanfarria que se ofrece, ha de ponerse en su contexto, el de la renovación pedagógica y de contenidos que pretenden los conservadores, algo de lo que ya hemos hablado aquí. Veamos, pues, lo que nos dice Jenkins:
“¿Que “bits” de historia inglesa necesitamos saber? ¿La de la revuelta campesina, el imperio de la India y las guerras del opio de Simon Schama, o las reglas de caballería de David Starkey ? ¿O está en lo cierto el profesor de Cambridge Richard Evans al rechazar de plano que se “aprenda de memoria la narrativa patriótica nacional”, en favor del estudio de “otras culturas separadas de nosotros por el tiempo y el espacio”?
La respuesta es que ninguna de ellas como tales. Todas parecen momentos estáticos arrancados del contexto de la historia para adaptarse a una particular visión del mundo. Evans es el más errado de todos. Su uso despectivo de palabras tales como memoria y patriótico implica que los hechos sobre el propio país son de alguna manera irrelevantes, incluso vergonzosos. Toda la historia debe comenzar desde el punto de vista del lector situado en un lugar yuna fecha. De lo contrario, se difumina.
La razón para aprender historia no es escuchar relatos sino seguir temas que podrían ayudarnos a entender el mundo que nos rodea. Sin la historia, la política queda a tientas en la oscuridad. Cuando Margaret Thatcher impuso un impuesto sobre los escoceses en 1989, parecía ciega ante la historia de estos impuestos -por lo desastroso. Cuando los británicos trataron de gobernar el sur de Irak en 2003 y sacar a los talibanes de Afganistán en 2006, también ignoraron la historia.
La historia de la nación en la que vivimos no es un escenario lleno de cuadros aislados: la conquista normanda fue seguida por Enrique VIII, Carlos I, la revolución industrial y, finalmente, saltó hasta Hitler. Cuentos vigorosos sobre la esclavitud, la opresión de género y la derrota de Alemania producen anécdotas que pueden elevar la presión arterial del lector. Pero son historia carente de argumento, de creatividad, esencialmente muda. Es posible que nos dejen enojados, pero no juiciosos. La historia debe ser continua, de la causa an efecto, alcanzando un crescendo en el día de hoy.
El flujo narrativo sobre Inglaterra debe ser estimulante y fortalecedor. Ningún país tiene un pasado tan memorable, desde el momento en que los anglos germanos y sajones se movieron hacia el oeste tras la retirada de los romanos en el siglo quinto. Los ingleses fueron, de cualquier modo, un pueblo admirable, haciendo valer su poder y difundiendo su cultura en primer lugar en través de las Islas Británicas y luego dando la vuelta al mundo. Mostraron un nivel de confianza, a veces arrogancia, que en el siglo XIX y principios del XX les llevó brevemente a cabalgar el globo, con un rostro imperial que aún no pueden eliminar.
Para mí, dos hilos tejen esta narrativa. El primero son las relacioneses de Inglaterra con sus vecinos. Estomenudo queda sublimado en “la historia británica” o la de “los pueblos de habla inglesa” o, peor, en “nuestra historia como isla”, como si los imgleses poseyeran y ocuparan la otra mitad de las islas británicas estando todavía pobladas por descendientes de los celtas. En verdad, los límites oeste y norte de Inglaterra llegó a la línea de la Muralla de Offa, la Muralla de Adriano y el Mar de Irlanda en la Edad Media, y apenas se han movido desde entonces. Sajones, normandos y Tudor pudieronconquistar las islas británicas, pero no pudieron reprimir a su pueblo ni su deseo de una mayor autonomía.
No tengo ninguna duda de que el primer imperio de Inglaterra – por encima del de los celtas – se desvanece en el siglo XXI. En 1920, Irlanda tuvo suficiente y la mayoría se separó, como quizá lo hará el Ulster. En el año 2000, Escocia y Gales comenzaron el mismo proceso. La realidad es que estos lugares tienen historias distintivas, como sabe cualquiera que vive en ellos. Como en toda Europa, las identidades provinciales están adquiriendo fuerza política. Esto no es bueno ni malo, sino inevitable. Inglaterra no es una excepción. Por consiguiente, he tratado de distinguir a Inglaterra de la homogeneidad política de lo británico.
El otro hilo es el de la distribución del poder dentro de Inglaterra, entre la autoridad central y el consentimiento local. Casi todos los grandes acontecimientos de la historia se refieren a esta lucha: el asesinato de Becket, la Carta Magna, la tiranía de Enrique VIII, la lucha contra la divinidad de los reyes y la campaña por el sufragio universal. En cada caso, el poder central se contrapuso a la iglesia, la aristocracia, el parlamento o el pueblo. Una versión de esa lucha continúa en la actualidad en la discusión sobre el futuro del estado del bienestar.
A través de roda esta historia corre la primacía del dinero. Desde el Libro de Domesday a día de hoy, la obsesión de los gobernantes de Inglaterra fue la guerra, primero contra los franceses y escoceses, luego por un imperio ydespués como garante de la paz europea y mundial. Para la guerra se necesita dinero, que fue concedido por los contribuyentes sólo a cambio de la reparación de agravios. Incluso Eduardo I, “martillo” de los celtas, se preguntó si los impuestos “pagados a nosotros por la liberalidad y la buena voluntad … pueden convertirse en el futuro en una obligación servil”. Tenía que haber un compromiso o los reyes no podían luchar. La beligerancia de los gobernantes de Inglaterra fue, irónicamente, el motor de la temprana regla del consentimiento.
En esta historia hubo un héroe primordial: el parlamento. Emergente desde los witans Sajones, el Parlamento ya había tomado en el siglo 14 el carácter bicameral que tiene hoy. Nunca ha perdido su centralidad en la constitución. Dirigió Inglaterra a través de la agonía de la guerra civil. Bajo los Hannover, el parlamento y sus “partes” se hicieron cargo de las riendas del gobierno y pilotó la reforma en 1832. El Parlamento, aunque “corrompido” a veces, nunca perdió el control de la disputa. Fue una creación del genio político.
(…)”
Todo eso y mucho más, no demasiado, a mayor gloria del libro que ha escrito este periodista: A Short History of England (Profile Books).
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