Después de 200 años de su ocurrencia han circulado ríos de tinta sobre el histórico Jueves Santo. No pocas veces sin la adecuada consideración, debido a que se ha apreciado como un gesto de fidelidad a la monarquía, llevado a cabo por un sector minoritario de la sociedad; o como el vacilante asomo de una incertidumbre que apenas se atrevió a despachar a un trío de funcionarios para ponerse en buen recaudo ante los anuncios de una tempestad. Tal vez fuera eso lo que sucedió, si nos conformamos con la contemplación de la superficie de los hechos. Una observación más pausada, parte de la cual se ofrecerá de seguidas, puede conducir a un análisis capaz de advertir la importancia de lo que debe considerarse como fecha fundacional de nuestro republicanismo.
Si se busca sin prisas aparece un primer fenómeno de entidad: la madurez de los voceros de la sociedad para hacer una interpretación doméstica de la realidad después de llevar a cabo un lúcido entendimiento del panorama internacional. El tránsito que desemboca en el Jueves Santo prueba la existencia de unos actores que no están en Babia, sino todo lo contrario. Debido a la información que manejan sobre la situación europea, especialmente sobre la crisis de la monarquía española avasallada por Napoleón, y a cómo la vinculan con las peculiaridades de la comarca, se patentiza la existencia de un liderazgo capaz de pensar en grande. El hecho importa debido a que sucede por primera vez. En el pasado los representantes de los intereses de la jurisdicción apenas abocetaron reacciones intermitentes, sin que ninguna se relacionara con la necesidad de establecer un deslinde como el que plantean ahora ante los ojos atónitos de las mayorías. Ahora los habitantes de la cúspide de la colectividad no se limitan a ver desde la barrera de sus cenáculos, sino también a comunicar su impresión de los sucesos de manera progresiva al resto de la sociedad. La simple lectura de la Gaceta de Caracas, único impreso de la época, demuestra la existencia de un plan pensado con paciencia de joyero y comunicado con sabiduría a los destinatarios de la Capitanía General, para que se desenvuelva con elocuente preciosismo el primer tramo de un itinerario diverso, en relación con los pocos que pudieron trazar antes.
Hay una solicitación inédita de la realidad y se responde oportunamente a su conminación. La atención eficaz del desafío parte de un conocimiento apropiado de los sucesos de la Revolución Francesa, del manejo de informaciones meticulosas sobre los movimientos de la armada británica, del papelón de Fernando VII en Bayona, de la suerte de las armas en la Península y de la evolución de las reacciones de las colonias del vecindario ante la magnitud de la crisis, que exhiben en elocuentes ensayos redactados entre 1808 y 1809 como prólogo de lo que desembocará en una manifestación de autonomía que sólo podía derivar de unas cabezas bien puestas en el lugar de la dirección política. Tan bien puestas que no sólo se ocupan de los eventos emparentados con la búsqueda del poder, sino también de presentar las primera apologías del paisaje venezolano y de las posibilidades materiales que generaría su moderna explotación. Hasta una suerte de primera guía turística mandan a escribir, para que la gente se sienta orgullosa de sus parajes y los muestre ufana al visitante. ¿Casualidad, o consecuencia de una profunda meditación? Ya entonces pesan cada vez menos las casualidades.
El resultado no es trivial. Un grupo de venezolanos escribe el libreto de su actuación, examina y repite con escrúpulo las líneas retadoras, ensaya en privado, sube a las tablas y despeja el telón para que suceda lo inimaginable en los anales del coloniaje: una función cuyos autores y actores son criollos, en términos exclusivos y excluyentes. El hecho de que sean debutantes debe influir en las dudas de la primera función, en los gazapos propios de un elenco de primerizos. Pero están allí solos con la primera gran producción de su cosecha, sin el apuntador oficial, con los ánimos y los temores propio de quienes apenas se han atrevido a actuar en autos sacramentales o en modosas comedias lícitas, a la espera de los aplausos y los pitos. El estreno está dedicado al pueblo de Caracas, pero también a los espectadores de otras latitudes a quienes se anuncia la inauguración de un coliseo capaz de producir trascendentales espectáculos. Fue en 19 de abril, Jueves Santo de 1810, y no fue poca cosa.
Nota: el subrayado es nuestro.
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