domingo, agosto 12, 2012

El historiador Elías Pino Iturrieta analiza el conflicto entre el personalismo y la institucionalidad en la historia de Venezuela y su relación con las actuales elecciones presidenciales


Hacer historia

Se está fraguando un nuevo proceso histórico contra las reliquias de un pasado nefasto

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ELÍAS PINO ITURRIETA |  EL UNIVERSAL
domingo 12 de agosto de 2012  12:00 AM
Es cierto que el personalismo ha determinado, en grandes tramos temporales, la política venezolana. Desde la Independencia, la influencia de un solo hombre ha marcado la marcha de la sociedad. Sobran evidencias sobre tal fenómeno pero, para una apreciación que no deje cabos sueltos, lo adecuado sería llamar la atención sobre una pugna entre el personalismo y la institucionalidad, entre el César salvador y las aspiraciones cívicas, a través de la cual se observa el desarrollo de dos tendencias que se han enfrentado cuando han tenido oportunidad sin llegar a un desenlace definitivo. Se trata de una lucha librada a través del tiempo que puede encontrar la meta en nuestros días, cuando vivimos un capítulo estelar de una evolución susceptible de acceder a resultados de trascendencia. 


Cuando hablamos de historia generalmente nos separamos de ella, como si fuese en esencia obra de los antepasados, o como si ella se dirimiera de preferencia en los campos de batalla y en los acuerdos excepcionales de los individuos "importantes", pero la hazaña de fabricar una sociedad es una trama sin solución de continuidad en la cual, necesariamente, se incluyen los empeños y las esperanzas de una carrera como la que se experimenta hoy en Venezuela y de la cual todos formamos parte sin alternativa de dejación. Independientemente de la facción en la cual militemos, o de las simpatías que profesemos, estamos envueltos en un acontecimiento de carácter colectivo cuyos rasgos se relacionan, más de lo que pueda calcular una mirada superficial, con capítulos anteriores de una búsqueda de libertad o de un consentimiento de las opresiones que ha tenido desarrollos fundamentales. En consecuencia, la encrucijada frente a la cual estamos como sociedad nos pone en la posibilidad de vincularnos con victorias o fracasos anteriores, de seguir tejiendo la madeja de un hilo cuyo origen es antiguo y de cuya extensión somos responsables en la primera mitad del siglo XXI, como lo fueron los venezolanos de los siglos XVIII y XIX. Cuando se dice que podemos hacer historia o que la estamos haciendo generalmente se machaca una retórica sin hueso, pero si las cosas se ven según se propone ahora es evidente que podemos entrar en los anales de la historia si cobramos conciencia del capital negocio que tenemos entre manos. 

El desarrollo del movimiento que se ha formado alrededor de la candidatura de Capriles guarda relación estrecha con esos capítulos del pasado que no han encontrado establecimiento sino de manera fugaz, pero de cuya consolidación puede depender la culminación de un anhelo de republicanismo que apenas se ha desarrollado a medias debido a la presión de factores como el personalismo y el militarismo. En la última década, o tal vez un poco antes, el republicanismo ha cobrado un auge que se manifiesta en una mayor presencia de los individuos convertidos en ciudadanos, alejados ahora de la indiferencia de otras épocas frente al bien común. La persistencia de un personalismo anacrónico, pero también el tamaño de los disparates que ha promovido, capaces de cambiar el destino de cada quien si no se le pone freno, han servido de alimento a un interés por los asuntos públicos que parecía paralizado o que apenas a veces se asomaba con reticencias, han puesto en marcha un motor que tenía tiempo sin encenderse pero que ahora parece dispuesto a carreras de largo aliento. Son los animadores de ese motor, gente sencilla de todos los ámbitos que ocupan el centro de la escena tras el propósito de introducir reformas sustanciales en las maneras de entender la vida en general y las formas de administrarla, quienes ocupan el rol de protagonistas de una historia tan histórica como la sucedida antes, en los llamados tiempos heroicos, pero sin necesidad de proclamar la guerra ni de desenvainar la espada como los chafarotes de antes amenazando a quienes se oponen a que la vida marche según las necesidades de los tiempos. 

Sin mesnadas de lanceros, se está fraguando un nuevo proceso histórico contra las reliquias de un pasado nefasto, contra los restos de una colectividad pasiva y parasitaria que puede tener las horas contadas. De allí la aparición de un candidato distinto a los que han desfilado ante el electorado desde la segunda mitad del siglo pasado, de un hombre de las nuevas generaciones que representa la negación de las maneras de cautivar al pueblo y de hacer ofertas para el futuro, del portavoz de una noción de república que nos remonta a los orígenes de una búsqueda de civilización como la que se abocetó en 1810 y cobró vida en 1830, períodos en los cuales se resume lo más preciado de la corrección de nuestros hombres públicos y la prueba palmaria de cómo puede un país salir del agujero para anhelar metas promisorias. De allí el surgimiento de un masivo movimiento heterogéneo que sólo a medias se preocupa por el magnetismo de un líder, o por lo que pueda hacer él desde las alturas, porque quienes lo integran están hartos del papel de borregos que no pocas veces hicieron los antepasados y porque están dispuestos a participar en un renacimiento que no puede ser obra de un solo individuo sino de todos en general. En eso consiste la historia, desde el nexo con lo que se ha hecho o se ha dejado de hacer hasta ahora, pero también desde la imperiosa necesidad de cambiarla antes de que la permanencia del personalismo la paralice o la estorbe todavía más. 

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