Transcribimos el artículo del historiador Elías Pino Iturrieta que publica todos los sábado en El Universal. Siempre que se habla de patriotismo me recuerdo de esa famosa película antibélica de Stanley Kubrick: Senderos de gloria (Paths of glory, 1957), en el que se dice la famosa frase con la que termina este artículo, y la cual le da sentido a todo la película, y para mí, a todos los llamados al patriotismo por líderes autoritarios o populistas que son en cierta forma la misma cosa (o por lo menos comparten un elemento común: la demagogia). El subrayado es nuestro.
La trampa del patriotismo
El mandón divulga la unilateral idea que tiene del patriotismo y se asume como su único traductor
No existe una cartilla a través de cuyas orientaciones se defina el patriotismo. Nadie en sano juicio se ha atrevido a determinar lo que significa en sentido panorámico, ni las conductas capaces de convertirse en su antípoda. No ha significado lo mismo a través del tiempo, pues lo que en un momento se advierte como su perjuicio después se convierte en su elevación. Se supone que de la sociedad y de quienes se transforman en sus intérpretes brota la noción de patriotismo, sujeta al vaivén de los tiempos y a las influencias que determinan cada época. Parte de unos valores a los cuales se concede carácter imperecedero, pero tales valores no son tan universales como proclaman sus portavoces. Cada sensibilidad los moldea con su implacable ministerio, para que vaya soportando el embate de los tiempos sin dejar de estar preparado cuando se le invita a indicarnos qué hacer ante las circunstancias. La situación no es simple, especialmente si recordamos cómo no existe un solo patriotismo sino muchos: el propio de cada nación, no necesariamente idéntico al practicado en otras latitudes, y las diversas interpretaciones que de él se hagan en el seno de una sola nación dividida en grupos de opinión.
En comarcas como Venezuela hubo que dar clases de patriotismo en las primeras décadas del siglo XIX. Acostumbrados a la rutina del antiguo régimen, los hombres de entonces no sabían cómo se comía esa nueva oferta del menú republicano. Si ni siquiera se sentían como parte de una comunidad cabalmente estructurada, mucho menos estaban en capacidad de aceptar el llamado de la patria ni la invitación a matarse por ella. De allí la proliferación de catecismos destinados a explicar de qué se trataba, en competencia con obritas del mismo estilo que identifican la misma noción con la fidelidad a España. Cuando la triunfante Independencia da un vuelco, a partir de 1821, la polémica sobre Colombia obliga a una variante de entidad. El patriotismo que antes era grancolombiano se transforma en patriotismo venezolano, el sentimiento supranacional se vuelve enfáticamente nacional, para provocar reacciones gracias a las cuales ocurre la secesión de 1830. A principios del siglo XX, cuando sucede el bloqueo de las costas por las potencias europeas, el pueblo y el mismo Cipriano Castro hacen desfiles frente a los consulados yanquis, sus aliados, y enarbolan la bandera de las barras y las estrellas mientras proclaman la defensa del "suelo sagrado de la patria". Hay diversas aproximaciones al asunto, pues, cada una producida por su tiempo, cada una bailada con entusiasmo de acuerdo con la animación de sucesivas partituras.
Pero, además, la manipulación del patriotismo también produce infinitas tribulaciones. La idea procedente de Alemania de que cada pueblo posee un imprescindible espíritu nacional, conduce a las abominaciones racistas del nazismo. La fantasía anglosajona de un origen vinculado a las guerras de los héroes de Tácito, justifica las depredaciones del imperialismo británico y produce la doctrina estadounidense del Destino Manifiesto. La sinonimia establecida por el positivismo venezolano entre las limitaciones del pueblo y las virtudes del "César democrático", entendida como justificación ancestral de un carácter fraguado por la fatalidad, avala una sangrienta tiranía y la división de los ciudadanos en "buenos y malos hijos de la patria". De lo cual se colige como, cuando se usa un caprichoso y acerado corsé para moldear un sentimiento que en principio parece enaltecedor, las sociedades navegan un pantano de porquerías.
No se ha querido aquí iniciar un ensayo sobre el patriotismo, sino llamar la atención sobre cómo puede causar perjuicios cuando vuelve por sus fueros la utilización de su escudo para concretar propósitos inconfesables. Hoy el mandón divulga la unilateral idea que tiene del patriotismo y se asume como su único traductor, se reviste de pontífice para clasificar las virtudes y las miserias de sus gobernados desde la atalaya del Panteón Nacional. Se echa en el regazo de la supuesta defensa de valores incontrovertibles para amontonarnos en el corral de la antipatria. Sabe que se arropa en un estandarte de arduo cuestionamiento para proclamar una cruzada de regeneración que concluye en la persecución de sus adversarios. De allí que, aparte de escribir lo que ya se escribió en esta columna, de nuevo convenga la advertencia de una conocida sentencia de Samuel Johnson: "El patriotismo es el último refugio de un canalla".
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