EL NACIONAL - Sábado 29 de Agosto de 2009
Papel Literario/6
Serie Bicentenario
Bolívar desde todos los ángulos
RAFAEL ARRÁIZ LUCCA
En los años recientes se ha puesto en marcha la más formidable y completa revisión de la significación histórica de Simón Bolívar.
Este proceso lo inicia Germán Carrera Damas con El culto a Bolívar (1970); continúa con La Gran Colombia: una ilusión ilustrada (1985) y De la patria boba a la teología bolivariana (1991) de Luis Castro Leiva; El divino Bolívar (2003) de Elías Pino Iturrieta; Bolívar, el pueblo y el poder (2004) de Diego Bautista Urbaneja; el descarnado diario personal Memorial de agravios (2005) de Guillermo Morón, que se detiene en el tema, aunque no es su objeto fundamental y, Por qué no soy bolivariano. Una reflexión antipatriótica (2006) de Manuel Caballero. Con la excepción del texto moroniano, todos estos trabajos se esmeran en desentrañar la significación mitológica de la figura del Libertador en la nación venezolana, así como sus aristas teológicas e irracionales.
Conviene recordar que esta revisión parte de una constatación que no admite dudas: la santificación del personaje. Su conversión en figura de los altares, en suerte de deidad que no admite formulaciones críticas. Esto, se sabe, comienza a ocurrir en Venezuela a partir de la consagración que hace Guzmán Blanco del Libertador como elemento unificador de la nacionalidad. Así, la gestación del culto que ausculta Carrera Damas se inicia con la fecha celebratoria del centenario de su nacimiento, el 24 de julio de 1883, cuando Guzmán dispuso unos festejos que asentaron su figura canónica.
Después, al culto contribuyeron de manera enfática los apologistas, los que hicieron la hagiografía del personaje, justificando todos sus actos, advirtiendo sólo los rasgos gloriosos y pasando por alto las ejecutorias condenables, los errores, los empeños sin asidero en la realidad.
El culto bolivariano, como todo culto, se ha nutrido de creencias, de irracionalidad, de toda esa sustancia que termina por conformar la ideología y que deja de lado, profilácticamente, aquello que invita a la revisión crítica e histórica del personaje.
Lo que inicia Carrera Damas, entonces, es una reacción contra esa manera de concebir la historia más cercana a la adoración acrítica que a la verdad científica. Por eso dije antes hagiografía, ya que la vida de Bolívar fue tratada como la de los santos, causándosele un grave daño a su significación histórica, abonando el terreno para la formación de un mito e instaurando un culto, que ha dificultado el análisis desapasionado de nuestra historia.
El universo de las biografías del personaje constituye un capítulo distinto al de la revisión de sus implicaciones sociológicas. Desde las apologéticas, que tributaron lamentablemente con la cristalización del mito, hasta la extraordinaria y reciente del historiador británico John Lynch, titulada Simón Bolívar (2006), la variedad y la cantidad es notable, al punto que cualquiera puede preguntarse qué más se puede decir sobre Bolívar. La del historiador español Salvador de Madariaga, Bolívar (1951), asombrosamente ácida y amarga y la del historiador colombiano Indalecio Liévano Aguirre, Bolívar (1971), se cuentan entre las indispensables para la mejor comprensión del personaje. Por supuesto, no pierden su tiempo quienes lean las biografías que Santiago Key-Ayala, Gerhard Masur, Augusto Mijares, José Luis Salcedo Bastardo, Emil Ludwig y Tomás Polanco Alcántara le han dedicado al héroe. Tampoco lo pierden, y muy por el contrario lo recuperarían con creces, quienes se enfrasquen sin prejuicios en el libro del realista José Domingo Díaz, Recuerdo sobre la rebelión de Caracas (1828), donde hallarán "la otra cara de la luna" en cuanto al proceso independentista venezolano. También es de recomendable lectura, por lo francamente desconcertante, la entrada que sobre Bolívar escribió Carlos Marx para la New American Cyclopaedia, por solicitud de su director Charles Dana, en 1858.
Los trabajos de Díaz, Marx y Madariaga, que son abiertamente críticos y, a veces, detractores, conviene que le hagan contrapeso a las hagiografías, que son más abundantes. Por lo anterior es que la reciente biografía de John Lynch me parece lo mejor que he leído como biografía del personaje, hasta la fecha.
En el plano de la novela, que no tiene valor histórico sino exclusivamente literario, El general en su laberinto (1989) de Gabriel García Márquez se lee con deleite. Los poemas dedicados al héroe, que son centenares, es mejor tomarlos con pinzas y extraer alguna imagen significativa.
Entre los pocos estudios que se le han dedicado a la versión española de los hechos que condujeron a la independencia, una investigación de Tomás Straka intitulada La voz de los vencidos. Ideas del partido realista de Caracas, 1810-1821 (2000) es fundamental. Parte de una premisa democrática: para conocer la historia completa hay que escuchar la voz de los vencedores y de los vencidos. Todo lo que se haga en este sentido será poco, si realmente queremos comprender la complejidad de aquel proceso y la riqueza de sus actores. Lo contrario es el reduccionismo necio, la simplificación para las masas acríticas, la petrificación ideológica por encima de la tarea crítica de pensar y revisar y volver a revisar. Esa es la tarea. Por otra parte, el mismo Straka acaba de publicar un libro donde le toma el pulso a este proceso de revisión bolivariana, se titula La épica del desencanto (2009) y es lo más reciente que se ha publicado sobre el tema, así como la biografía de Pino Iturrieta sobre Bolívar, publicada por la Biblioteca Biográfica Venezolana de El Nacional -Banco del Cari- be, para celebrar el número 100 de la colección.
Como vemos, no es poco lo reciente, lo que confirma la sana tendencia a revisar el personaje libremente, sin buscar su canonización o, sin que nos anime una antipatía de inicio que no nos deje ver su sustancia. Esto, por cierto, fue lo que le ocurrió a Carlos Marx. Los intríngulis del asunto merecen ser comentados, dado su valor pedagógico.
Una vez que Marx le entregó a Charles Dana la entrada para la enciclopedia solicitada, éste le reclamó su desusado tono, su animadversión hacia Bolívar. Sabemos que esto ocurrió, entre otras razones, porque el tema lo ventilaron por carta Marx y Engels; la prueba documental es una misiva fechada el 14 de febrero de 1858 en la que el autor de la entrada afirma: "Dana me pone reparos a causa de un artículo más largo sobre Bolívar, porque estaría escrito en un tono prejuiciado y exige mis fuentes. Estas se las puedo proporcionar, naturalmente, aunque la exigencia es extraña. En lo que toca al estilo prejuiciado, ciertamente me he salido algo del tono enciclopédico. Hubiera sido pasarse de la raya querer presentar como Napoléon I al canalla más cobarde, brutal y miserable. Bolívar es el verdadero Soulouque". La pregunta es obligada: ¿quién es Soulouque? Un rey negro de Haití, a quien Marx y Engels consideraban el prototipo de Luis Napoleón III y lo utilizaban para ridiculizar al emperador francés, de quien denostaban. De modo que la alusión al emperador haitiano indica que para Marx Bolívar era algo peor que lo peor de Napoleón III. ¿Por qué tanta inquina? Durante años dijeron los socialistas en descargo de Marx que éste había recurrido sólo a fuentes adversas a Bolívar, en particular a DucoudrayHolstein, pero la verdad es que también acudió a fuentes que lo resaltaban. Todas las enciclopedias de la época ya trataban a Bolívar como un héroe. La primera entrada enciclopédica adversa será la escrita por Marx, que en este sentido nadó a contracorriente.
Quizás la explicación tenga que ver con los prejuicios de Marx. No aceptaba que la revolución americana no la hubiese encabezado un representante de las masas rebeldes, sino un aristócrata con un proyecto de centralización del poder y de conformación de un vasto Estado nacional. Al ser así, Marx optó por negarlo, por ridiculizar a Bolívar como una suerte de Napoleón tropical.
La operación es muy extraña: a lo largo del texto lo deja como un cobarde, entregado al furor de los festejos, rabiosamente personalista, terriblemente cruel, desaprensivo, pero en ningún momento se detiene a convenir que es imposible que semejante piltrafa humana haya logrado la independencia. Eso sí, señala con insistencia que la legión británica fue determinante no sólo en Carabobo sino en la conquista de Quito, y que los 3.000 lanceros de Páez fueron factores claves en toda la gesta. Todo esto dicho para explicar la buena fortuna de Bolívar, jamás consecuencia de su tarea titánica sino de circunstancias concomitantes que favorecieron su epopeya, en particular, el concurso de fuerzas militares extranjeras, que por cierto Marx no califica de imperiales en su sentido peyorativo, como sí lo hace con la personalidad "imperial napoléonica" que le atribuye a Bolívar. Este, por cierto, es un capítulo pendiente para la historiografía venezolana: la verdadera dimensión del apoyo del Imperio Británico a la empresa independentista y los acuerdos que necesariamente hubo entre la generación fundadora y la tierra de Shakespeare. Pero, naturalmente, no es asunto para tratar en este ámbito ni en esta disertación.
Marx comienza su texto con el episodio más álgido de la vida de Bolívar, la entrega del general Miranda a Monteverde en La Guaira e, incluso, afirma que esto lo hizo Bolívar a cambio de un pasaporte para huir a Curazao, dejándolo como un verdadero canalla. Luego, como era de esperarse, hinca el diente en el otro episodio oscuro del Libertador, el fusilamiento de Piar, y se lo atribuye a su crueldad y a la voluntad de quitarse un estorbo en el camino hacia la gloria. El lector apenas ha avanzado pocas páginas del texto y tiene entre manos el retrato de un cretino, culmina la lectura y se pregunta: ¿y cómo fue que este ser abyecto dibujado por Marx logró la hazaña independentista? No, señores, es evidente que Marx cargó las tintas sobre la base de un prejuicio. Construyó un personaje inexistente, adecuado a lo que él creía debía ser un aristócrata caraqueño en defensa de sus intereses de clase. Construyó un personaje sin matices, falso. No intentó ver la realidad, hizo el trabajo de tejer datos a favor de su tesis preconcebida. Lo asombroso de esto es que Marx siempre se presentó ante el mundo como alguien que estaba haciendo ciencia. En suma, sería difícil hallar un ejemplo más claro de lo que no debe hacerse en Historia, en Sociología, en Ciencia Política. Pocas veces se encuentra con tanta claridad dibujado un caso de deshonestidad intelectual como éste en el que incurrió Carlos Marx.
Así como condenamos la lectura ideológica y prejuiciosa de Marx sobre Bolívar, señalamos que la contraria, la hagiográfica sobre el héroe, es igualmente perniciosa. Afortunadamente, comencé estas palabras señalando la abundancia revisionista del mito y el culto bolivariano y como este proceso viene dando sus frutos. ¿Hacia dónde debería continuar la tarea? Lo primero que señalo es que convendría examinar el proceso independentista sin tener a Bolívar como eje, sino atendiendo a los otros personajes, que en muchos casos son indispensables para comprenderlo. Miranda, por supuesto, pero también Ribas, Roscio, Mariño, Piar, Soublette, Sucre, Petión y, obviamente, Páez, además de otros que sería largo enumerar. El punto es que de ninguna manera se trata de una hazaña individual, sino de una tarea colectiva.
A este presupuesto debe sumársele una visión regional y global a la vez. Hemos tendido a separar las historias independentistas de Colombia, Ecuador y Venezuela, y las incursiones de Sucre y Bolívar en Perú y Bolivia las vemos a la distancia, como si fuesen otras historias nacionales cuando, lo cierto es que, entonces, todo formaba parte de la misma empresa.
Esta visión no es fácil, pero hay que intentarla para iluminar hechos que vistos desde la parcialidad regional no se comprenden en su entera dimensión.
Si examinamos procesos y nos dejamos obnubilar menos por la heroicidad de los guerreros, seguramente advertiremos mejor lo que permanece entre una bruma de cascos de caballos, disparos, cañonazos y gritos. Pero al colocar el acento en el examen de los procesos no podemos olvidar la carne y el hueso que los protagonizan. Son historias de gente y, como tal, no pueden diseccionarse en un laboratorio aséptico; pero he dicho gente, si sólo digo historias de héroes el panorama se complica y penetro en el territorio fangoso de los mitos.
Y aquí llegamos al último aspecto que puedo señalar: hagamos historia, no mitología.
Descontaminemos el hospital donde vamos a examinar el cuerpo de los hechos de cualquier fundamentalismo partidario. Lleguemos hasta el quirófano, en la medida de lo posible, sin prejuicios. Intentemos valorar los procesos históricos y, en particular, el de la fundación de la república, sin atender al culto al héroe. Este, sin duda, no nos deja ver la realidad colectiva, nos propone una simplificación de los hechos en uno solo: la peripecia de un semidios que vence los demonios, alcanza la gloria y después desaparece de escena. La figura arquetipal del héroe, hecha carne en la persona de Bolívar, enrarece el panorama, lo pervierte, lo cambia hasta tal punto que los hechos de una gesta guerrera, con todas sus imperfecciones, se tornan una suerte de epifanía de un ser impoluto.
He dicho un ser, no he dicho una nación, ni siquiera un equipo. Es como si la nacionalidad descansara en un hombre solitario, corporización de deidad y focalización de la esperanza. Si todo está en él, mi responsabilidad es menor, cuando no inexistente. Esto, para un pueblo, es una tragedia. Lo repito: cuando la nacionalidad encarna en el arquetipo mitológico del héroe sus integrantes pasan a ser el decorado de una epopeya de titanes, endosándole la tarea de la construcción colectiva de la sociedad al héroe, como si el devenir fuese un asunto de otro.
Esta operación es similar a la que ejecuta el devoto colocando su esperanza en la deidad, pasando de largo por la responsabilidad de hallar respuestas al margen de las divinas.
Hasta aquí estas palabras en homenaje a aquel caraqueño llamado Simón Bolívar, huérfano de padre y madre desde niño, criado entre el amor y el maltrato. Terco, feroz, melancólico, indulgente, nervioso, incansable, astuto, no dejó descendientes y, probablemente, las veces en su vida que conoció la felicidad fue en brazos de la esposa del doctor Thorne, mejor conocida como Manuela Saenz.
Concluyo estas palabras con las pronunciadas por el general José Antonio Páez en diciembre de 1842, cuando los restos de Bolívar regresaron a Venezuela desde Santa Marta.
Dijo: "Ya hemos asistido al funeral; allí hemos cumplido con Bolívar muerto.
Yo invito ahora a ustedes a que saludemos a Bolívar restituido a la patria con todas su glorias, con todos sus grandes hechos, con la memoria de sus inmortales servicios".
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