GRAZIANO GASPARINI13 DE ENERO 2013 -
01:07 AM
Las ciudades crecen y se transforman
sobre sí msimas y cuanto más antiguos sean sus asentamientos, tanto más
numerosos serán los testimonios tangibles de las distintas épocas que le
imprimieron carácter en el decurso de los siglos. Por ejemplo, una ciudad como
Nápoles fundada como colonia de la magna Grecia siete siglos antes de Cristo
tiene evidencias arquitectónicas romanas, medievales, góticas, renacentistas,
barrocas, neoclásicas y modernas. Hay que añadirle, además, el documento más
antiguo de su presencia: el trazado urbano griego en el centro histórico de la
ciudad. Nadie puede precisar cuántas secuencias constructivas se sucedieron en
una misma manzana. Las edificaciones viejas que tuvieron uso en su debido
tiempo se tornan inservibles en el siguiente período. Se tumba y se reconstruye
lo que sirve a las exigencias de una más avanzada evolución que tampoco tiene
el sello de la perennidad. Repito, la ciudad crece sobre sí misma, sin
misericordia y sin remordimiento.
Cuántas miles de ciudades perdieron y seguirán perdiendo monumentos
excepcionales de los cuales ni siquiera tenemos conocimiento de su existencia.
Cuántos fenómenos destructivos naturales y bélicos han contribuido también a
borrar del mapa miles de bienes culturales. Cuántos ensanchamientos de vías han
guillotinado fachadas históricas para asignarles prioridad a las exigencias del
vehículo en desmedro del pobre desdichado que también se llama hombre.
Todo se hace, se deshace, se tumba, se reconstruye y se cambia ¡en nombre del
progreso! Progreso significa ascenso, mejoramiento, prosperidad, desarrollo y
cultura. De la boca para afuera, todo es progreso aunque se use para imponer
sin pensar en las consecuencias o pensando sólo en las conveniencias. Eso no es
progreso aunque lo pinten del color que les dé la gana. Tampoco es progreso
cuando se abusa de la palabra cultura que en muchos casos es más bien un
regreso.
En el caso de las ciudades no se pueden justificar los exabruptos en nombre del
progreso y al mismo tiempo se olvida qué es la planificación, el patrimonio
cultural, la memoria urbana y la historia. Si la ciudad es "la cosa más
huama por excelencia", el respeto a lo existente es un valor que tiene el
mismo peso que cualquier otro problema social requerido por un desarrollo
integral.
Un ejemplo que viene al caso: durante la dictadura de Pérez Jiménez se decretó
la construcción de la avenida Urdaneta en Caracas, considerada de utilidad
pública debido al violento crecimiento de la ciudad. Era correcto. El proyecto
(un mandato) contemplaba la demolición de las dos casas urbanas coloniales más
emblemáticas de Caracas que junto con la casa de los Celis en Valencia eran
consideradas las más representativas de la segunda mitad del siglo XVIII. Hubo
protestas, súplicas e intervenciones de destacados académicos internacionales
como Diego Angulo Iñiguez y Marco Dorta de España y Paco de la Maza de México.
Todos los pedidos de reconsiderar el proyecto chocaron contra el muro no de
Berlín sino de Miraflores. El urbanista más destacado de ese momento (1952) mi
recordado amigo Polito Martínez Olavarría propuso dos soluciones que en nada
hubieran alterado la necesidad de ensanchamiento y, al mismo tiempo, la
permanencia de los dos monumentos.
Una contemplaba un desvío y la otra una vialidad semisubterránea de solo una
cuadra. ¡Nada! El muro permaneció inconmovible y las "casas viejas"
fueron demolidas en nombre del progreso. En 1953 hace 60 años se ejecutó la
sentencia. ¿Es esto progreso?
* * *
La memoria de ese ya lejano desbaratamiento vuelve a tener actualidad gracias a
la estupenda edición que Carlos Duarte ha dedicado a la historia de las dos
casonas: la de don Juan de Vegas y la de don Felipe de Llaguno, originalmente
ubicadas en el lado norte de Carmelitas a Llaguno. La profusión de informaciones,
inventarios, fechas, características arquitectónicas, ilustraciones y planos
que enriquecen este libro lo califican como un documento invalorable para los
que aún aprecian el patrimonio cultural de nuestro maltratado país. Suspirar
hoy por lo acontecido hace 60 años es sólo un silencioso lamento.
Lo irrecuperable sólo queda en la memoria y en las obras como esta de Carlos
Duarte.
Caracas es la ciudad hispanoamericana que más ha destruido sus valores
arquitectónicos e históricos de su pasado. Persisten aisladas muestras, como
alguna iglesia, escasas edificaciones civiles alteradas y la casa natal de
Bolívar. Todo el inmenso resto se ha sacrificado en nombre del
"progreso".
Del aspecto actual es mejor callarse. No lo digo con nostalgia evocadora ni con
reconcomio anclado en el pasado. Cada momento histórico tiene su expresión
estética y científica. Es un hecho inapelable. El problema de convivencia entre
antiguo y moderno siempre se ha dado y seguirá dándose. El problema es de
talento, de sensibilidad, de apreciación y de inteligencia. En otras palabras,
saber pensar antes de actuar.
Carlos Duarte es un investigador que trabaja en silencio y con una dedicación
natural y sincera hacia los temas de su predilección. Tiene más de 40 obras
publicadas sobre el quehacer artístico del período colonial venezolano. Hoy
conocemos del nivel artístico de la pintura, escultura, retablistas, platería,
muebles, formas de vida, haciendas, imaginería, arte popular y otros campos
más, gracias al tesón de este investigador.
Tengo el honor de haber colaborado con él en varias publicaciones que, por eso
mismo, han reforzado nuestra amistad.
Además de felicitarlo, quiero señalarlo como guía y ejemplo para los que aún se
nutren de una cultura no adjetivada.
Para empezar estoy en los predios de ciudad Mariana, en el municipio Chacao y a dos pasos del que llamo el pueblo grande de Chacao donde fui bautizado en su antigua iglesia. Es posible que habiendo nacido en una vieja casa de la época de Gómez y haber sido bautizado en una iglesia del siglo 18 hayan hecho algo en mi no tanto como la sensibilidad de personas como Graziano Gasparini a quien no cesaré de admirar y Carlos Duarte benefactor en la conservación, estudio y querencia del arte colonial en Venezuela.
ResponderBorrarHaber nacido en 1958 significó para mi no conocer la ciudad de techos rojos sino lo que quedó de ella, en 1978 conocí y vi desaparecer la última casa neoclásica que bien o mal se había librado de la vorágine humana destructora, estuvo de Pinto a Viento en Sta. Rosalía. Por allí olvidada está la Cuadra Bolívar y en La Pastora ví destruir en 1980 la más fotografiada de sus casas, estaba en la esquina de Portillo y a dos pasos de la iglesia y de la que se conocía como la Casa de la Alcabala frente a la bajada de Los Perros cercanas todas al Puente Carlos III superviviente.
Hablar de Carmelitas a LLaguno y de lo que se hizo en 1953 no tiene excusa ni perdón pero los mismos desmanes se cometieron en 1962 cuando la infame Av. Baralt fue trazada como un solemne error. Esas mentes optusas pareciera que hubiesen hecho cátedra con los que destruyeron todas y cada una de las Casas Coloniales de Caracas. Valencia tuvo y tiene mejor suerte. Recuerdo numerosas casas coloniales en San Carlos que bien o mal en 1979 alteradas por el comercio aun mostraban su majestuosa portada. Pero Caracas las perdió todas y en 1962 las voces de 1952-3 no fueron recordadas para salvar una casa que no me la imagino en este desastre capitalino que heredamos, la Casa del Dr. Rodríguez de Muñoz a Pedrera era considerada casi como gemela a la del Colegio Chavez. En fin.
Colaboré con tardía justicia nacida de mis sentimientos a la Casa Colonial Venezolana con el libro de Carlos Duarte y lo haría todas las veces que fuera y con el mismo honor por la obra imperecedera de Don Graziano. Salud. Don Graziano, tuve el honor de conocerle en Anauco y espero que Dios le dé a Venezuela años más de su notable obra.
Mi padre fue el Dr. Rodríguez Delfino a quien ud. conoció.