Al finalizar la Guerra,
Gluski tenía veintinueve años. Pensó en su futuro y comprendió que no podía
volver a su país. Buscó entonces recomenzar su vida en otro lugar que le
permitiera satisfacer sus sueños juveniles, para lo cual indagó sobre los
países latinoamericanos y tomó la decisión de viajar a Venezuela, gracias al
apoyo que le dio nuestro Consulado en Londres. Antes de salir para el destino
final de su vida, averiguó todo lo que pudo sobre el lugar al cual se estaba dirigiendo.
Así supo de su historia y de la posición del gobierno durante la guerra, en la
que respaldó a los aliados después de Pearl Harbor. Con toda la información que
recabó, no lo dudó más. Venezuela sería su nuevo país.
Viajó en barco, luego de
obtener su nuevo pasaporte, en el cual le colocaron Ricardo para venezolanizar
su nombre. En su nuevo país desarrolló estrategias, pero el campo de batalla
era ahora de tipo civil. Concentró sus esfuerzos en conseguir trabajo, creó su
propia empresa a la que llamó Candes y se casó con una linda muchacha de nombre
Virginia Weilert, hija de un matrimonio norteamericano residenciado en
Venezuela. En la obtención de una posición laboral lo ayudó el hecho de que
dominaba cuatro idiomas a la perfección (polaco, inglés, francés y alemán) y a
sus modestos conocimientos de ruso y español. Con Virginia, su esposa, levantó
a sus hijos Andrés y Anita, lo que le permitió decir, en el atardecer de su
vida, que se sentía satisfecho de sus logros.
Al final de su provechosa
existencia escribió sus memorias, en las que sintetizó su trayecto vital, las
cuales me sirvieron de base para escribir mi libro El Último Lancero, en el
cual narro la vida de este hombre excepcional que luchó en cinco países, donde
logró sobrevivir en muy duras circunstancias, aunque siempre decía que su mayor
logro fue haber formado una familia en Venezuela. Su vida apasionante parece
más bien una leyenda, un libro de aventuras donde el protagonista siempre se
salva de una muerte segura y al final se casa con la muchacha de sus sueños.
Vivió en un mundo convulsionado, en el que participó activamente, sorteando con
imaginación y tino toda suerte de dificultades. El día 9 de diciembre del año
2004 se levantó muy temprano y dirigió su mirada hacia El Ávila, que se veía
esplendoroso desde el balcón de su casa. Él amaba ese paisaje, que le recordaba
las montañas de su lejana Polonia. La noche anterior había soñado con su
hermano Eric, muerto en los primeros combates de la Segunda Guerra Mundial. Tal
vez en ese momento final de su vida decidió ir a ayudarlo y murió con esa idea
en su mente.
FUENTE:
Gluski, Richard (1948).
MEMORIAS. Caracas: Documento publicado en la obra EL ÚLTIMO LANCERO, original
de Carlos Alarico Gómez (2002). Edic. La Galaxia.
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