Artículos de opinión de los historiadores
Transcribimos el artículo del historiador Elías Pino Iturrieta que publica todos los sábado en El Universal. El subrayado es nuestro.
Los dos errores de Caldera
No son errores de la misma dimensión, porque Caldera no fue cualquier Presidente
Como historiador, me está vedado escudarme detrás del supersticioso latinajo de mortibus nihil nissi bene para referirme a determinado personaje histórico, y Caldera lo es, y de los más relevantes; porque no me creo apto para escribir historias de santos, y Caldera no lo es: pese a su apasionada militancia católica ratificada en su lecho de muerte, fue el fundador de un partido político y no de una orden de carmelitas descalzos. Más aún, se puede decir que pocos como él han hecho tanto (¡a Dios gracias!), por echar a Dios -y de paso al Diablo- de la historia venezolana. O sea, para hacer del nuestro un país ejemplo de tolerancia en materia religiosa, y, en su tiempo, también política; un país de adversarios, no de enemigos.
La excepción y la regla En estos días, más anónima que abiertamente, se ha comenzado a hablar del "gran error" de Caldera, refiriéndose al sobreseimiento de la causa del capo de los militares felones de 1992.
Pensar que un hombre de su prolongada influencia y actuación en la historia venezolana haya cometido un solo error (incluso un solo "gran error"), es no comprender nada, ni de la excepcional complejidad del personaje ni sobre todo de la textura del piso político, cuya viscosa consistencia hace que el error sea la regla y no la excepción. Por lo tanto, es así mismo incorrecto referirse, como lo hacemos en el titular, a "los dos errores" de Caldera: deben de ser muchos más. Y de nuevo, ¡a Dios gracias!: el error a veces puede ser fecundo pero la perfección siempre es estéril, decía el historiador inglés A.J.P. Taylor
No son errores de la misma dimensión, porque Caldera no fue cualquier Presidente
Como historiador, me está vedado escudarme detrás del supersticioso latinajo de mortibus nihil nissi bene para referirme a determinado personaje histórico, y Caldera lo es, y de los más relevantes; porque no me creo apto para escribir historias de santos, y Caldera no lo es: pese a su apasionada militancia católica ratificada en su lecho de muerte, fue el fundador de un partido político y no de una orden de carmelitas descalzos. Más aún, se puede decir que pocos como él han hecho tanto (¡a Dios gracias!), por echar a Dios -y de paso al Diablo- de la historia venezolana. O sea, para hacer del nuestro un país ejemplo de tolerancia en materia religiosa, y, en su tiempo, también política; un país de adversarios, no de enemigos.
La excepción y la regla En estos días, más anónima que abiertamente, se ha comenzado a hablar del "gran error" de Caldera, refiriéndose al sobreseimiento de la causa del capo de los militares felones de 1992.
Pensar que un hombre de su prolongada influencia y actuación en la historia venezolana haya cometido un solo error (incluso un solo "gran error"), es no comprender nada, ni de la excepcional complejidad del personaje ni sobre todo de la textura del piso político, cuya viscosa consistencia hace que el error sea la regla y no la excepción. Por lo tanto, es así mismo incorrecto referirse, como lo hacemos en el titular, a "los dos errores" de Caldera: deben de ser muchos más. Y de nuevo, ¡a Dios gracias!: el error a veces puede ser fecundo pero la perfección siempre es estéril, decía el historiador inglés A.J.P. Taylor
Pero vayamos al meollo del asunto, de los dos grandes errores de Caldera: ese sobreseimiento y su obsesión reeleccionista. En cuanto a lo primero, nadie puede negar que lo sea, y mayúsculo.
Se tragó todo
Se tragó todo
Pero sobre todo, para un país que lo conocía tan bien como dirigente político, incomprensible. Porque el error no fue nomás de Caldera sino del país entero. Lo que resulta incomprensible es que ese error lo haya cometido un hombre cuya vida toda le había enseñado a nadar contra la corriente.
Que me sea perdonada aquí la comisión del pecado de soberbia: en el conjunto de la opinión pública, solo una voz se alzó contra lo que consideraba un inmoral favoritismo hacia los delincuentes de uniforme: la mía. Pero para "rebajarme el copete" del ego, confesaré que yo en el fondo pensaba, junto con una buena parte del país político y de seguro como el propio Caldera, que poner en manos del sobreseído un micrófono era enterrarlo: un electorado alerta jamás se tragaría aquel rosario de simplezas, galimatías, mentiras, odios y resentimientos. Pero se lo tragó con todo y cruz: no estaba tan "alerta" como esperábamos.
Hablemos ahora del otro error de Caldera. Si aquel fue un error político, relativamente circunstancial, éste un error histórico.
No importa el desempeño Se trata de su obsesión reeleccionista, a costa de destruir su mayor obra: el partido Copei. Aquí se imponen de entrada dos precisiones. Una, que la búsqueda agónica del poder por un dirigente político no es ningún pecado. Lo sería lo contrario: los partidos se fundan para hacerse del poder, no para sembrar crisantemos. En segundo lugar, que lo que aquí se diga, nada tiene que ver con el excelente desempeño de Caldera en sus gobiernos; o sea, que no se le está valorando aquí como Presidente la República, sino como líder histórico. Porque el mismo error lo cometió Carlos Andrés Pérez, pero en Caldera es imperdonable: al fin y al cabo, CAP era la criatura de su partido. Mientras que Caldera era el creador del suyo. En el primero se trata de un error político, cuyas consecuencias las magnificó el hecho de ser AD un partido mucho más grande más poderoso, más principal en el terreno histórico. ¿Por qué es el de Caldera un error histórico, mucho mayor que el de CAP así sea en apariencia el mismo?
Porque el líder democristiano era, al lado de Betancourt, el portaestandarte de uno de los movimientos más profundos y significativos del siglo veinte, y no sólo el venezolano: la despersonalización del poder.
Democristiano, no calderista Así, por mucho que la candidatura perpetua de Caldera provocase un malvado dibujo de Zapata al cumplir el partido su mayoría de edad ("veintiún años con el veintiúnico"); pese a que Caldera mismo declarase alguna vez (off the record pero no tanto) que en Copei, "quien no fuese calderista no era copeyano", pese a todo eso, Copei, el partido de Caldera, nunca fue el partido calderista.
Pese a sus derrotas, Caldera continuaba siendo una referencia moral e histórica, uno de los símbolos intangibles de la República Civil. Ni siquiera lograba moverlo de allí su insistencia en ser candidato, y su aplastante derrota por Lusinchi: eso todavía era una movida normal dentro del juego político, y no empañaba su condición de líder histórico. Pero después de ese momento, su reelección pareció convertirse en una obsesión del anciano Presidente. Aquella tenacidad que lo había llevado a trasformar en medio siglo a un grupúsculo de ratones de sacristía en un gran partido de masas, la empleó ahora en destruir al hijo de sus obras.
Poco importó que al final triunfara y brindara al país un nuevo y excelente gobierno suyo: al faltar una referencia moral, dio piso a la idea generalizada de que la política es sólo cosa de ambiciones personales. El resultado lo tenemos a la vista: el país no encontró un freno moral para lanzarse al pantano del más craso personalismo.
hemeze@cantv.net
Que me sea perdonada aquí la comisión del pecado de soberbia: en el conjunto de la opinión pública, solo una voz se alzó contra lo que consideraba un inmoral favoritismo hacia los delincuentes de uniforme: la mía. Pero para "rebajarme el copete" del ego, confesaré que yo en el fondo pensaba, junto con una buena parte del país político y de seguro como el propio Caldera, que poner en manos del sobreseído un micrófono era enterrarlo: un electorado alerta jamás se tragaría aquel rosario de simplezas, galimatías, mentiras, odios y resentimientos. Pero se lo tragó con todo y cruz: no estaba tan "alerta" como esperábamos.
Hablemos ahora del otro error de Caldera. Si aquel fue un error político, relativamente circunstancial, éste un error histórico.
No importa el desempeño Se trata de su obsesión reeleccionista, a costa de destruir su mayor obra: el partido Copei. Aquí se imponen de entrada dos precisiones. Una, que la búsqueda agónica del poder por un dirigente político no es ningún pecado. Lo sería lo contrario: los partidos se fundan para hacerse del poder, no para sembrar crisantemos. En segundo lugar, que lo que aquí se diga, nada tiene que ver con el excelente desempeño de Caldera en sus gobiernos; o sea, que no se le está valorando aquí como Presidente la República, sino como líder histórico. Porque el mismo error lo cometió Carlos Andrés Pérez, pero en Caldera es imperdonable: al fin y al cabo, CAP era la criatura de su partido. Mientras que Caldera era el creador del suyo. En el primero se trata de un error político, cuyas consecuencias las magnificó el hecho de ser AD un partido mucho más grande más poderoso, más principal en el terreno histórico. ¿Por qué es el de Caldera un error histórico, mucho mayor que el de CAP así sea en apariencia el mismo?
Porque el líder democristiano era, al lado de Betancourt, el portaestandarte de uno de los movimientos más profundos y significativos del siglo veinte, y no sólo el venezolano: la despersonalización del poder.
Democristiano, no calderista Así, por mucho que la candidatura perpetua de Caldera provocase un malvado dibujo de Zapata al cumplir el partido su mayoría de edad ("veintiún años con el veintiúnico"); pese a que Caldera mismo declarase alguna vez (off the record pero no tanto) que en Copei, "quien no fuese calderista no era copeyano", pese a todo eso, Copei, el partido de Caldera, nunca fue el partido calderista.
Pese a sus derrotas, Caldera continuaba siendo una referencia moral e histórica, uno de los símbolos intangibles de la República Civil. Ni siquiera lograba moverlo de allí su insistencia en ser candidato, y su aplastante derrota por Lusinchi: eso todavía era una movida normal dentro del juego político, y no empañaba su condición de líder histórico. Pero después de ese momento, su reelección pareció convertirse en una obsesión del anciano Presidente. Aquella tenacidad que lo había llevado a trasformar en medio siglo a un grupúsculo de ratones de sacristía en un gran partido de masas, la empleó ahora en destruir al hijo de sus obras.
Poco importó que al final triunfara y brindara al país un nuevo y excelente gobierno suyo: al faltar una referencia moral, dio piso a la idea generalizada de que la política es sólo cosa de ambiciones personales. El resultado lo tenemos a la vista: el país no encontró un freno moral para lanzarse al pantano del más craso personalismo.
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