ELÍAS PINO
ITURRIETAMAYO 19, 2016
“La
Historia Patria ha adquirido una calidad de componedora de entuertos, en cuya
sabiduría busca auxilio una sociedad desconcertada”; con la intención de
ponerle contenidos a una revolución vacía de ideas, un Heródoto con
micrófono nos puso a acompañarlo en su reinvención de la Historia, y ahora
nos agarramos de ella para reclamarle que nos saque de este “hueco lóbrego”
Para entender la situación en vísperas de las
pasadas elecciones presidenciales, el corresponsal de El País quiso
hablar con dos historiadores. No buscó a los politólogos habituales, ni a los
dirigentes de una contienda cargada de expectativas, sino a dos profesionales
del pasado que sonaban más de la cuenta en el presente que escudriñaba para informar
a su diario. Quizá se guiaba por el inusual prestigio de semejante especie de
profesionales en el análisis de la actualidad, pese a que sus oficios mantienen
más nexos con antaño que con hogaño. Quizá llamara su atención esa curiosa
reputación que ya tenían de oráculos de Venezuela, y se puso a interrogarlos.
Desarrollemos sin prisas el asunto, a ver si algunas cosas quedan claras sobre
tal popularidad.
En efecto, la Historia Patria ha adquirido una
calidad de componedora de entuertos, en cuya sabiduría busca auxilio una
sociedad desconcertada. Por consiguiente, los historiadores nos hemos
convertido en importantes vendedores de libros y en invitados de programas de
radio y televisión, en los cuales nos preguntan sobre el destino de la
república, como si estuviéramos capacitados para responder partiendo de las
habilidades de nuestro conocimiento. No averiguan sobre la Guerra Federal, ni
sobre la desmembración de Colombia, por ejemplo, sino sobre situaciones en
torno de las cuales difícilmente podemos opinar con responsabilidad. Lo mismo
sucede en la calle. Como nos conocen de tanto vernos de opinadores frente a las
cámaras, quieren que traigamos la luz a la vía pública para llegar con sosiego
a sus hogares. ¿Qué va a pasar? ¿Saldremos pronto del atolladero? Unas
cuestiones que difícilmente podemos satisfacer quienes, a duras penas, tenemos
la posibilidad de proponer explicaciones sobre lo que sucedió en el pasado.
Líos de historiadores
Los buscadores de iluminación no saben que la
ciencia en cuyo cobijo buscan el remedio de sus urgencias ha pasado por un
proceso llamado de “desmigajamiento”, que ha tocado las bases de su metodología
hasta el punto de producir una vacilación de grandes proporciones. No es ahora
el momento de explicaciones eruditas, pero desde cuando sucedió la aparición de
la Nouvelle Histoire las criaturas del oficio nos llenamos de dudas.
Desde entonces, quedó lejos la idea de Ferdinand Braudel, de que la Historia se
convirtiera en ciencia rectora de las disciplinas ocupadas del estudio del
hombre. En adelante, la Historia se transformó en una suerte de ciencia sin
patria, recuerda hoy el colega chileno Rodrigo Ahumada. El asunto se ha complicado
debido a la aparición de dos tendencias de investigación, llamadas historia
inmediata e historia del presente. Según los maestros Jacques Le Goff
y Pierre Nora, tales tendencias cuestionan la esencia del quehacer
historiográfico, que se ha entendido desde antiguo únicamente como
reconstrucción del pasado.
A estos y a otros debates se agrega el
problema de la objetividad del conocimiento histórico, una constante en los
análisis del oficio, que ha abundado desde el siglo XIX. Para lo que conviene a
nuestro escrito, bastan ahora las palabras de Jacques Duby, historiador
fundamental de nuestros días. Afirma el maestro Duby: “Estoy convencido de la
inevitable subjetividad del discurso histórico; en cualquier caso, lo estoy del
mío. Esto no quiere decir que no haga todo lo que puedo por aproximarme a lo
que podríamos llamar ‘la realidad’, en relación con esa construcción mental
imaginaria que es nuestro discurso… Y yo no invento, es decir, invento, pero me
preocupo por fundamentar mi invención sobre los cimientos más firmes posibles,
construirlo a partir de huellas criticadas rigurosamente, de testimonios tan
precisos y exactos como sea posible. Pero eso es todo”.
¿Eso es todo?
Los suplicantes venezolanos de la Historia tal
vez sea ahora cuando se enteran de las limitaciones del discurso propio de la
disciplina, de esas confesiones de Duby sobre el inevitable sesgo que toma la
escritura de los estudios sobre el pasado. Tampoco deben conocer el sendero de
esas tales historia inmediata e historia del presente, que han
proporcionado flamantes revoltillos a los investigadores. No tienen por
qué saberlo, no es su asunto. Son los destinatarios de unos contenidos que
habitualmente no les conciernen, o a los que acudieron alguna vez por
obligación escolar para abandonarlos en la ruta, pero a los que vuelven cuando
las circunstancias los conminan. Por consiguiente, no se trata de un debate de
especialistas sino de una necesidad social. Si la historia no existe sin
memoria, como apuntó San Agustín, ¿no se quieren valer de unas cabriolas de la
memoria para que sirva de linterna de lo que todavía no ha sucedido?
La historia inmediata y la historia
del presente se sostienen en la alternativa de estudiar procesos que no
han concluido desde el punto de vista físico, que continúan relativamente en
desarrollo y pueden tomar destinos insospechados. El historiador no está
alejado de ellos. Hasta pudo ser testigo de su evolución por asuntos de
cercanía cronológica, pero puede ajustar su mirada y deshacerse del rigor de la
metodología antigua para estudiarlos como si fuesen situaciones yertas cuando
todavía están calientes o se revuelven en la cercana tumba. No es probable que
los venezolanos que procuran la luz de los historiadores sepan de estas
novedades, pero quieren que sus historiadores, en su debut como voceros de la
cotidianidad, fabriquen del pasado versiones del día que pudieran
familiarizarse con el interés de quienes ahora no consideran lo sucedido como
algo necesariamente remoto y probablemente inútil. Quieren una faena de
adivinación.
Heródoto con micrófono
La perplejidad de los venezolanos ante lo que
les sucede puede considerarse como razón de la consulta que realizan. Como el
régimen chavista los ha cargado de cavilaciones, cuyo origen radica en los
problemas y en los miedos que ha creado y que los hombres comunes no están en
capacidad de resolver, hacen ejercicios de pensamiento que les llevan a poner
el entendimiento en lo que ya sucedió para que indique de manera infalible lo
que puede suceder. Si antes del advenimiento de la “revolución” se podía prever
la existencia, y llevarla sin mayores sobresaltos, no hacía falta esculcar en
el cajón de las cosas ocurridas antes de que el notario certificara la partida
de nacimiento de cada cual. Ahora, puestos ante el desafío de un rompecabezas
de ardua soldadura, se figuran el milagro que puede surgir de las obras de los
antepasados.
El nexo que se propone entre los dilemas
colectivos y el salvavidas historiográfico puede ser caprichoso, si no se
encuentra el puente que lo establece. Ese puente tiene nombre y apellido: Hugo
Chávez. Como ningún mandatario desde el inicio de la república hasta nuestros
días, Chávez se aficionó y aficionó a la sociedad a extensas peroraciones de
historia patria, de las que hacía alarde en sus intervenciones públicas. En la
necesidad de llenar de algún contenido el recipiente de una “revolución”
lampiña de ideas, pretendió librarse del vacío con el auxilio del pasado
narrado a su modo, a través de múltiples discursos. Así, según debió pensar, levantaba
los pilares de un edificio que, de otro modo, no podía soportar los embates del
viento. Cuentos prolijos sobre la Independencia, episodios hiperbólicos del
héroe preferido, Simón Bolívar; clasificación de los hechos antiguos debido a
su relación con los virtuosos y los villanos que poblaban las narraciones, pero
también del pasado reciente, es decir, de los hechos del siglo XX y de sus
protagonistas…, fundaron un aula popular de Historia de Venezuela, sin recreos
ni vacaciones, de la cual nadie pudo escapar.
Como liceísta aplicado repetía las crónicas
manidas de siempre, pero también se atrevió a interpretaciones aventuradas tras
la pretensión de que lo que antes parecía aceptable se volviera objeto de
discusión y lo que se consideraba pequeño se hiciera gigantesco; para que la
clasificación tradicional de los ángeles y los demonios fuese otra, para que
todas las vertientes del ayer desembocaran en su persona y en sus hazañas. La
asiduidad de las pláticas no solo debió penetrar los auditorios, sino también
conmoverlos. No solo los relacionaba con un tema que los atraía, pero que
apenas manejaban, sino que trataba de cambiarles el recuerdo de ellos. Dotaba a
tales temas de una actualidad inusual y perturbadora. El comandante del
micrófono, hecho catedrático omnipresente, se proponía como resumen de la
evolución que contaba y pedía a sus destinatarios que lo acompañaran en el
itinerario. Los metía en la Historia.
No fuimos nosotros
De que no estamos ante un asunto superficial
dan cuenta dos hechos importantes: la Nouvelle Histoire de Chávez se
metió en los manuales escolares y, además, se debe concretar en evocación
irrebatible a través del trabajo de un Centro Nacional de Historia que tiene la
obligación, por decreto presidencial, de hacer y presentar en sus trabajos la
memoria una y única de la sociedad. No cabe una pretensión más totalitaria,
como tampoco se pueden albergar dudas sobre los planes “historicistas” del
líder de la “revolución” y del impacto que necesariamente han tenido. Invaden
el territorio de la enseñanza de los niños encerrados en el aula para formarse
en un mundo diverso de reminiscencias; y el de los adultos, quienes deben
volver la vista en atención a las instrucciones de un instituto cuyas
advertencias les enseñarán a mirar hacia atrás en forma correcta. ¿No va la
gente a procurar el consejo de los historiadores independientes, pero también
sus luces sobre el porvenir, después de que un excesivo Heródoto los conmina
con unos anales inéditos que les proponen una raíz y una evolución que no
formaban el repertorio familiar de su vida?
Pero existe, por último, otra posibilidad de
abordar el tema. Quizá sea de difícil demostración, y un estorbo para lo que se
viene sugiriendo, pero no deja de tener sentido si se consideran las
atrocidades del chavismo. Son de tal magnitud, que nadie que no sea un fanático
desea que lo relacionen con ellas. ¿Quién, en sano juicio, quiere aceptar un
vínculo con el menoscabo institucional, con la generalización de la violencia,
con la incompetencia del gobierno, con la mediocridad de la alta burocracia,
con las patrañas infinitas de la “revolución”, con el espacioso panorama de las
corruptelas, con la desatención de la salud pública, con las carencias de
alimentación, con las violaciones de los derechos humanos, con el ataque de la
libertad de expresión, con el imperio de una militarada y etcétera? Buena parte
de la sociedad no se quiere relacionar con ese presente, sino solo como cómodo
enemigo. No quiere ser acusada de cómplice porque al principio congenió con lo
consideró como una redención, ni de sujeto negligente de su propia vida.
La sociedad prefiere mirar hacia el pasado,
pero no para buscar explicaciones sino para echarle en cara la culpa de lo que
ocurre. Los males vienen de atrás y no son parte de nuestra obra. En
consecuencia, la Historia tiene una obligación que reclamamos desde el agujero
que cavó sin pensar en nosotros. Así como nos ha puesto en el centro de un
hueco lóbrego, tiene la obligación de levantarnos y sacarnos. Para eso sirve la
Historia en Venezuela, porque el país de la actualidad no forma parte de ella
sino únicamente para exigir a los antepasados, en una operación de venganza
anacrónica, la determinación que él no quiere tomar. Tal vez porque advirtiera
una insensatez de esa magnitud, el periodista que vino del exterior quiso
hablar con dos sujetos especialmente concernidos: dos historiadores.
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