jueves, julio 31, 2014

El amigo e historiador Tomás Straka nos habla del centenario del gran cambio histórico de Venezuela: el petróleo




Autor: Tomás Straka
Publicado en: El Nacional

A un siglo del Zumaque


El 31 de julio de 1914 la historia de Venezuela se partió en dos.  Convencionalmente se ha aceptado esta fecha, en la que ocurre el reventón del pozo Zumaque I, como la del inicio de la industria petrolera en el país.  Aunque las evidencias documentales demuestran que el pozo había iniciado su producción en abril, y es un hecho que para entonces ya llevaba treinta y seis años funcionando una empresa de capital y gerencia venezolanos, la Petrolia del Táchira, que para muchos pudiera ser más a propósito para afincar una tradición petrolera nacional, las compañías establecieron este acontecimiento como su natalicio, y así lo han seguido sosteniendo PDVSA y el Estado después de la nacionalización.


En todo caso, al menos en un aspecto tienen razón: lo que arranca en 1914 –bien sea en abril o en julio− impulsó cambios de un volumen y un alcance que ya no dejarían nada igual.  Los parajes solitarios de la Costa Oriental del Lago de Maracaibo se trastornaron con ejércitos de trabajadores, maquinarias y construcciones improvisadas como nunca había pasado antes, pero como a partir de entonces terminaría pasando en el resto del país.   Braceros venidos de los Andes, de Coro y muy pronto de Margarita, técnicos llegados de México y de las Antillas (sobre todo de Trinidad y Granada), capataces norteamericanos, holandeses e ingleses, crearon, como por ensalmo, una Babel en la que corre el dinero (y con demasiada frecuencia el licor, las prostitutas, las pianolas y las puñaladas).  Con ellos aparecen los balancines y las torres, acaso el primer paisaje industrial de Venezuela; aparecen rancherías que en veinte años se convirtieron en urbanizaciones ordenadas y pulcras, aparecen campos de beisbol y carreteras asfaltadas; va perfilándose una clase media y una nueva forma de ser pobre, distinta a la del tradicional Juan Bimba; una nuevas comidas y unos nuevos bailes: aparece, en suma, la Venezuela petrolera.  Es una dinámica que se ve primero que en ningún otro sitio en aquellos alrededores de Mene –donde está Zumaque− y que, a la vuelta de un siglo, ya ha transformado todos los rincones del país.


El petróleo, como una y otra vez lo dijo uno de los hombres que más pensó sobre él, Arturo Uslar Pietri es, después de la conquista, el hecho más importante de la historia venezolana.  La forma en la que cambió nuestra geografía, nuestros modos de vida, nuestro idioma, es solo comparable  con el impacto que produjo el sojuzgamiento de la población autóctona y la incorporación del territorio a la dinámica del mundo atlántico en el siglo XVI.  En ambos casos hubo épica y muchas injusticias, en los dos hubo mucho de sometimiento a poderes externos y de mestizaje; en el uno el oro fue un aliciente inalcanzado mientras en el otro, la riqueza estalló en la forma de continuos reventones (el episodio de la riqueza rápida y trágica de Cubagua vino a la memoria de muchos en un principio, sobre todo su moraleja final, pero el petróleo ha demostrado más permanencia).  No pocas veces el uno simplemente remató al otro, como en la ocupación del espacio fundando centros urbanos o en la asimilación de algunos grupos indígenas.  ¿Cómo, entonces, reaccionar a cambios tan grandes y acelerados? ¿Cómo controlarlos?  Las respuestas dadas por los venezolanos fueron tan variadas como pudieron serlo los bari que flechaban a los ingenieros que se aventuraban en su territorio y los ministros del gabinete de Juan Vicente Gómez que bascularon del entusiasmo por la dimensión de las inversiones al temor de que la avalancha se los llevara a todos.

Pensar el petróleo para comprenderlo y aprehenderlo, eso que se ha llamado la conciencia petrolera; administrar su renta para transformar a Venezuela según los diversos proyectos de país que se han diseñado y adelantado; representar al petróleo y a sus dinámicas en una creación capaz de expresar las vivencias de una sociedad cambiante; fueron desafíos que por cien años han retado al talento venezolano.  En algunas ocasiones hemos sido más exitosas que en otras, aunque el balance –para sorpresa incluso de nosotros mismos, tan dados a la autoflagelación− es alentador, o al menos lo fue hasta los albores del siglo XXI.  De una situación de casi completa ignorancia sobre el tema petrolero y de subordinación absoluta  a los designios de las compañías extranjeras, pasamos al control de la industria y a la formación de un cuerpo de técnicos que demostró no sólo ser exitoso en su manejo, sino que también, a partir de la diáspora de 2002, lo está demostrando en los lugares más variados del planeta.  El camino recorrido desde “la danza de las concesiones”, que repartió el territorio nacional a partir de 1907, hasta la nacionalización fue uno en el que como sociedad, en términos generales, supimos aprovechar las oportunidades para mejorar nuestra participación en las ganancias del negocio petrolero, hasta alcanzar su control en 1976. Pasar de aquellas concesiones en el que las empresas tenían casi todos los derechos, a fundar la OPEP, y además hacerlo en un clima de relativa tranquilidad (y no pasar por traumas como el de Mossadegh), es un éxito, más allá de las críticas que puedan hacerse al nacionalismo petrolero venezolano.    No en vano, en medio de una explosión de optimismo y júbilo nacional de 1976, Carlos Andrés Pérez proclamó el inicio de “la Gran Venezuela” que, según vaticinó, advendría con el nuevo siglo.


El petróleo significó carreteras, vacunas, escuelas, las industrias básicas de Guayana, la Ciudad Universitaria así como el centenar de universidades construidas a partir de 1958, la meta de más de dos mil calorías diarias, hospitales que por un momento estuvieron a la punta de Latinoamérica, empresas modernas, una clase media que pasaba sus vacaciones en Aruba y mandaba a sus hijos a estudiar en los Estados Unidos, la transformación del agro, los costosos placeres de ser uno de los principales consumidores mundiales de whisky y de pasta, ensayar una democracia liberal cuando los otros países subdesarrollados padecían las dictaduras de derecha o los modelos comunistas, pasar de cuarenta a más de setenta años de esperanza de vida y, lo que no es poca cosa, ser una remanso de paz durante uno de los siglos más violentos de la historia de la humanidad, incluso si contamos la experiencia guerrillera de los sesentas.  Decir, por lo tanto, que el lema de “sembrar petróleo”, acuñado por Uslar Pietri en 1936 y desde entonces asumido por todos los gobiernos, incluyendo los de Chávez y Maduro, no se llevó a cabo, es simplemente no contar con todas estas transformaciones.  Pero de la misma manera ver la distancia en la que estamos de la Gran Venezuela proclamada para el año 2000, obliga a reflexionar sobre el alcance real de aquellos cambios.  Lo enumerado en las primeras líneas de este párrafo puede resultar un golpe de nostalgia para los más viejos y un panorama extraño y ajeno para los jóvenes.


Tal parece que el problema no estuvo en que no se sembró,  sino en el cuidado que se le dio a lo sembrado, en las condiciones de los cultivos o en la forma en que se hizo la cosecha.  El petróleo desató fuerzas que no pudimos o no quisimos controlar, o al menos no quisimos pagar el costo de controlarlas, más allá de que algunas de las mentes más lúcidas del país vinieron haciendo claras advertencias desde la década de 1950.  Aunque el núcleo de los problemas está, sin duda, en las decisiones que hemos tomado, hubo variables que de todas formas eran difíciles de encarrilar. Con la subida exponencial de los precios en 1973, ahogó el desarrollo industrial, dislocó los planes de desarrollo, hizo poco competitivas a las empresas y sobre todo convirtió a la sociedad en una gran parásita del Estado, que obtiene la renta y la reparte.  Fueron falencias en el modelo que no pudieron resistir la caída de los precios en los años ochenta ni el programa de ajustes que se dejó a medio camino en los noventas.  El siglo XXI vino con una nueva bonanza petrolera, casi tan grande –y para muchos más grande- que la de los años setenta.  También vino con la propuesta de un modelo socialista que remediaría los males de las dos décadas anteriores.  El resultado fue una dependencia de la renta como nunca antes se había vivido, la quiebra casi definitiva de la industria dentro de un programa de estatizaciones que resultó ruinoso.


A cien años del Zumaque es mucho lo que queda por pensar e investigar sobre nuestro petróleo.  Y mucho más todavía lo que queda por hacer.  Los desafíos son inmensos para el país con las mayores reservas del mundo, pero con una industria que atraviesa grandes dificultades, con buena parte de su producción vendida a futuro (lo que en buena medida sería decir lo mismo que está hipotecada) y con innovaciones tecnológicas en el ambiente (los carros eléctricos, el petróleo que puede sacarse ahora del esquito, la posibilidad de unos EEUU autoabastecidos) que a la larga significarán problemas para nuestros mercados y para los precios.   Este 31 de julio es una fecha propicia para hacer balances y para reflexionar sobre lo recorrido, así como todo lo que queda por recorrer.  Y debería ser, sobre todo, un momento para comenzar a actuar.  Es lo que nos dice desde el fondo de un siglo aquel reventón en un hacienda de los predios de Mene que partió a nuestra historia en dos.


@thstraka

martes, julio 29, 2014

Tres críticas a la película "Libertador" de Alberto Arvelo. Crónicas cinéfilas (XXXVIII)

 A continuación les dejo mi crítica a la película más las de mis amigos y colegas: Daniel Terán-Solano y Tomás Straka. Creo que ya casi todo se ha dicho en lo que respecta a las inconsistencia históricas con el fin de crear un Bolívar adaptado a la versión chavista de los hechos, yo solo agregaré lo siguiente: 

1) Una vez más se nos presenta a un Bolívar anacrónico que es más un izquierdista de la segunda mitad del siglo XX que el mantuano ilustrado que fue, y que pasó por diversas etapas en su pensamiento emancipador. 
2) Ante el temor de crear personajes mucho más atractivos que Bolívar se presentan un Miranda y un Páez realmente patéticos, en especial un Miranda bastante despreciable que no tiene que ver con lo que realmente fue. 
3) El temita del pueblo (mestizo, negro e indio) que hace despertar en Bolívar las ideas revolucionarias no podía faltar y se repite en varias ocasiones. La ilustración y su conciencia criolla totalmente invisibilizadas.
4) En el cruce de los Andes de 1819 la imagen que presenta la película intenta hacer pensar en Los Alpes y en la cordillera de los Andes entre Argentina y Chile el cual sí lo vivieron los ejércitos libertadores de San Martin en 1817, cuando la realidad es que cruzaron por la cordillera oriental de la actual Colombia donde lo más alto que subieron fue el Páramo de Pisba el cual posee una altitud entre 2400 y 3900 msnm. lo que no es suficiente para que aparezca la nieve aunque las temperaturas están entre 10 y 18º C. con constantes precipitaciones por ser bosques nublado.  
5) Otra vez la tontería y gran manipulación histórica de generar dudas sobre la muerte de Bolívar cuando se ha demostrado que no hubo ninguna conspiración para asesinarlo y que su muerte fue por tuberculosis. 
6) En general la manipulación esta vez fue peor, porque se nos quiso hacer ver que era una producción independiente del gobierno chavista. Tal como dicen las dos críticas que pueden leer a continuación, esta versión se puede definir como la más cercana a la visión de Bolívar que se ha creado desde el poder en estos últimos 15 años en Venezuela. Es por ello que esta película no es más que PROPAGANDA.
7) Lo bueno es que se ha demostrado que se puede hacer una superproducción con una maravillosa fotografía y con batallas al mejor estilo Hollywood.
8) Algún día espero que se haga un Bolívar con los mejores, en especial con historiadores honestos.

 Profeballa

Crítica del historiador Daniel Terán-Solano


VENGO DE VER "LIBERTADOR" de Alberto Arvelo y quedé sinceramente ¡DEFRAUDADO!: pensé que sería la gran película sobre Bolívar, el filme "definitivo" y no fue así. Sé que es imposible resumir una vida tan dilatada de 47 años en sólo 2 horas y que el cine histórico NO es un documental, pero la "libertad creativa" del director y su(s) guionista(s) debe apegarse a un criterio histórico que respete cierta verosimilitud con la realidad de los hechos, procesos y personajes del pasado. Y éso no ocurre en la mayoría del filme. Acepto que se haya escogido a un Bolívar de 1,80 metros de alto, de ojos claros y papeado, porque el actor Edgar Ramírez físicamente es así, pero de resto se toman demasiadas licencias, DEMASIADAS: el torneo Bolívar-Fernando VII que nunca existió, Monteverde como General en la Venezuela colonial (por los Valles de Aragua), Simón Rodríguez en Venezuela para 1803, El primer encuentro de Bolívar y Miranda en el París de Napoleón, Bolívar deportado a las "selvas de Cartagena" tras la caída de la Primera República en 1812 y otros muchos Etcéteras. 


Esas licencias crean vacíos históricos increíbles y omisiones lamentables: ¿Por qué no recrearon el Juramento de Monte Sacro? ¿Pasó algo en Caracas el 19 de abril de 1810 y luego el 5 de Julio de 1811? ¿Existió una "Sociedad patriótica"? ¿Y el Manifiesto de Cartagena? ¿La guerra a muerte fue sólo fusilar a militares españoles? ¿la expedición de los Cayos ocurrió? ¿El Congreso de Angostura se realizó? ¿Y qué pasó con las Batallas de Carabobo, Junin o Ayacucho? Tampoco existieron Mariño, Boves, Piar, Petión, Morillo o San Martín. Por supuesto sí muestran tetas y desnudos sin ninguna importancia en el contenido del filme ¡Hasta cuándo desnudos en el cine nacional, joder! No me agradó tampoco que presentaran a un Miranda gordo y necio y también a un Páez minimizado y todo secundario en la guerra de Independencia, todo para exaltar a un Bolívar revolucionario ("cabeza caliente") que jamás sufrió una sola contradicción en su accionar político y nunca se hizo conservador. Era obvio y predecible que recrearan a Santander y Manuelita Sáez como lo hicieron: tan estereotipados.

El final fue lo que me pareció más abusivo, tendencioso y FALSO pues ahí Bolívar fue asesinado por una "conspiración" indeterminada cuando supuestamente se preparaba a recuperar el poder. ¡¡¡Qué barbaridad!!!. ¡Es el triunfo de la MITOLOGÍA HISTÓRICA CHAVISTA! que la Historia y la misma Ciencia desmontaron cuando por capricho del ya fallecido HChF se exhumó el cuerpo de Bolívar para concluir que SÍ murió de causas naturales y que además está muy bien documentado que HABÍA RENUNCIADO VOLUNTARIAMENTE a la presidencia de la Gran Colombia (el 27 de abril de 1830) y se quería exiliar a Europa, pues estaba enfermo, decepcionado y harto de la política acá.

Lo único que rescato del filme, pues me encantó, fueron la fotografía y las excelentes tomas de los paisajes, además de las recreaciones de las batallas, que por fin se vieron estupendas. De resto, es UNA MALA PELÍCULA HISTÓRICA, que como novela, cuento y ficción está aceptable para los que quieran deleitarse en el reino de la imaginación, pero que como apoyo a la disciplina que estudia con rigor los hechos del pasado, yo sinceramente la desapruebo. No recomiendo ir a verla. Es mi opinión personal. Gracias por leerme.

Crítica del historiador Tomás Straka publicada en Prodavinci


Bolívar, dos películas, ¿una epopeya?; por Tomás Straka


En 2002 causó conmoción en Colombia y Venezuela el filme de Jorge Alí Triana Bolívar soy yo.  Basado en hechos reales cuenta la historia de un actor que trabaja en una exitosa telenovela sobre El Libertador que se vuelve loco y, cual Alonso Quijano con sus héroes de caballería, termina creyéndose el personaje que caracteriza. La película sirvió para representar las complejas relaciones de los colombianos (y también de los venezolanos), con su memoria histórica.

Pero no sólo es el actor el que se vuelve loco: lo sociedad entera termina retroalimentando su locura —la del actor y acaso la suya— tratándolo como si en efecto fuera Simón Bolívar.  Para cuando se estrenó en Caracas, acabábamos de salir de los intensísimos días del 2002-2003, y la presencia de un “nuevo Bolívar” detonaba en el país esperanzas muy parecidas a las que el Robinson Díaz de la película ponía al descubierto.

La trama, por lo tanto, resultaba cuando menos una metáfora de nuestra realidad. También el hecho de que en ella los directores de la telenovela hubiesen decidido cambiar la historia sólo por razones de rating, disponiendo para el Padre de la Patria una muerte por fusilamiento en vez de la enfermedad que respaldan los documentos y los testimonios de la época. Acá también, y desde mucho antes, los directores del culto a Bolívar habían hecho ajustes y reajustes continuos a los discursos históricos para amoldarlos al rating político de sus conveniencias.

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Las dos recientes biopics estrenadas en Venezuela sobre El Libertador hacen recordar muchos de los problemas que la película de Triana, hace una década, se encargó de señalar: la relaciones de la memoria con el poder, las diferencias que hay entre la memoria, en cuanto fenómeno social y la conciencia histórica, en cuanto construcción más bien académica, junto a los roles que los medios de comunicación pueden desempeñar en esto. La recepción política que la sociedad ha hecho de Bolívar, el hombre de las dificultades, de Luis Alberto Lamata (2013) y Libertador de Alberto Arvelo (2013) son una prueba de ello.

La primera fue vista como la “película chavista” y, con base en este criterio, ponderada por muchos de sus espectadores; la segunda era esperada —y así fue recibida por muchos otros— como una producción más equilibrada, casi como el mentis de la película de Lamata.  Y lo fue, en buena medida, pero no tanto por las razones aducidas sino, en realidad, por lo contrario. Pero vamos por partes: el hecho de que el gobierno, incluso por boca del presidente Nicolás Maduro, haya promovido la película de Lamata, llegando al extremo de sugerir transmitirla por cadena nacional, pasará a la historia como uno de los más completos ejemplos de mala publicidad de los que se tenga memoria.

En un país polarizado esto significó, de entrada, que la mitad de la población podría sentir animosidad ante el film. El día de hoy, si la mayor parte de las encuestas no mienten, casi siete de cada diez venezolanos se declaran opuestos a Maduro, y de ellos unos cinco o seis no quisieran que no terminara su mandato. En este contexto, ¿algún empresario o productor sensato lo escogería precisamente a él para promover su producto? Además el actor principal, Roque Valero, había hecho una sensacional “salida del clóset político” al declararse chavista, lo que fue todo un desastre para el grueso de sus admiradoras, que al parecer eran fundamentalmente opositoras.

La película de Arvelo, estrenada casi un año después, no tiene aparente relación con el gobierno, cuenta con la bendición de Edgar Ramírez, admirado de forma casi unánime (y, la verdad, justa) por casi todos los venezolanos, tiene el respaldo de compañías y actores europeos como Iwan Rheon o María Valverde y es, además una superproducción. Sin embargo, en términos de lo que hace (o puede hacer) con la memoria histórica, resulta que es precisamente esta película y no la de Lamata, la que mejor se ajusta a muchos de los aspectos más polémicos de la visión de Bolívar que ha promovido el chavismo desde 1999.

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Véanse sólo algunos ejemplos. Libertador se hace eco de la tesis de que murió asesinado y no enfermo, en contra de casi todas las evidencias (y para ello tuerce las cosas poniendo a su sobrino Fernando como parte de la conspiración: no podía ser de otro modo, comoquiera que  estuvo a su lado cuando murió y dejó de eso un testimonio, ¡había que descalificarlo!); inventa a un líder guerrillero en el Bajo Magdalena que organiza una revolución de indígenas y cimarrones de forma espontánea (en realidad fue enviado allá por las Provincias Unidas y justo para acabar con las guerrillas en medio de una guerra civil); elude que fueron precisamente esos cimarrones, indígenas y otras personas de la base de la pirámide social los que lo derrotan en 1814, y para ello, por ejemplo, simplemente borra de la historia a José Tomás Boves, como después borra a Manuel Carlos Piar.

Crea a un líder democrático-radical, desechando sus ideas de instituciones hereditarias y, por sólo poner un dato más, lo presenta muy ofendido cuando los ingleses le proponen crear un banco, cuando lo que demuestran los documentos es que hizo grandísimos esfuerzos por atraer inversiones (especialmente inglesas) al tiempo de que sus diplomáticos, y generalmente por sus órdenes, pidieron millares de libras esterlinas prestadas en Londres para financiar sus campañas.  Aquel Bolívar, en efecto, es un “noble savage”, como inventan que Simón Rodríguez lo llamaba,  probablemente muy al gusto de los financistas y del público europeo que quieren captar con el film, una especie de Ché Guevara (y no cualquiera, sino el del musical “Evita”).  Es decir, un estereotipo que habla tanto de nuestra historia, como los sombreros llenos de frutas de Carmen Miranda hablan de nuestra identidad latinoamericana; un estereotipo, insistimos, como el del “Waltz for Eva and Che”.

Por supuesto, una biopic no es un documental ni un libro de historia, pero puede tener ese efecto e incluso otros mucho mayores. Los hechos demuestran que el cine ha jugado un papel fundamental en la construcción de los imaginarios.  En ocasiones lo hace de forma no deliberada, y en otras apelando a todo un aparato ideológico, escenifica personajes y episodios que las mayorías terminan aceptando por verídicas, cumpliendo para la historia oficial –o para la contrahistoria de una parcialidad- el rol que tuvieron los autos sacramentales para la historia sagrada.

Así, desde los filmes épicos sobre Federico el Grande realizados por los estudios UFA de Berlín durante el régimen nazi, tan llenos de batallas y llamados al nacionalismo alemán; hasta Lo que el viento se llevó, con su idílico Old South, sus confederados buena-gente (y no racistas del Ku Klux Klan) y sus encantadoras southern belles,  que en alguna medida terminó de unir al país que en El nacimiento de una nación aún se mostraba bastante dividido; el cine ha sido generoso en imágenes, narraciones y explicaciones de la historia con gran impacto en la memoria de sus sociedades. Historiadores de la talla de Marc Ferro y Mark C. Carnes han hecho aportes sustantivos al respecto.

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Por eso mucha gente puede tomar por ciertas las invenciones  de Libertador.  Invenciones que, de paso, respaldan las que ciertas –que no todas- versiones de la izquierda y del gobierno han hecho de la historia.  Es notable, y eso queda para el análisis de los especialistas en publicidad y en persuasión, cómo el hecho de que Maduro ni Roque Valero aparezcan en la escena, haya bajado las defensas de muchas personas que, de otro modo, acaso se hubieran sentido –y a veces efectivamente se sienten- ofendidas con las mismas ideas, dichas por otros, bajo otro modo.

Lo mismo puede decirse por la producción: Libertador demuestra que tienen razón los productores de vino cuando meten en botellas muy llamativas caldos más bien mediocres, cumpliendo pero al revés, el aserto del Evangelio de los “vinos nuevos en odres viejos”. Acá se trata de vinos viejos, casi vinagres, en odres nuevos y llamativos.

Y eso es solo en lo referente a las interpretaciones de la historia, en cuanto a los datos falsos o tergiversados, y que a veces la consulta de cualquier manual de Cátedra Bolivariana de tercer año de bachillerato hubiera evitado, son tantos que un artículo no basta para enumerarlos.  Baste nada más el de Simón Rodríguez hablando con María Teresa del Toro -¡y perseguido nada menos que por Monteverde!- en San Mateo.  Un autor de ficción tiene derecho a poner lo que quiera (por ejemplo, que Rodríguez tuviera el don de volar, de ver a través de las paredes o de pelear kung fu), pero el riesgo en una biopic es, de nuevo, que la gente se lo tome en serio.

Así las cosas Libertador nos evidencia que el modo de contar la historia, puede ser tan importante, como lo que se cuenta a la hora de influir en la memoria de los pueblos.  Señoras muy antichavistas pueden aplaudir lo que Chávez dijo durante quince años, si quien lo dice es Edgar Ramírez y el decorado es el de una superproducción.  Mientras, por otra parte, el muy humano –y ajustado a lo que arrojan los testimonios- Bolívar de Lamata es acusado de “chavista” porque Maduro dijo que le gustó, cuando en realidad, es una versión que le debe más a lo escrito por Germán Carrera Damas, John Lynch y al “Bolívar de carne y hueso” de Francisco Herrera Luque, que a la propaganda que lo pinta como un “buen salvaje”, como una especie de Ché Guevara de Andrew Lloyd Webber.

A esta guisa, al menos para quien escribe, es una lástima que en la película  de Lamata tenga tanto de Pimpinela Escarlata, de espadachín justiciero, incluso perseguido por su propio Citoyen Armand Chauvelin, encarnado en Polonio (aunque acá se invierten los roles: el espadachín es el republicano y el policía es el monárquico).  El abordaje de “El Intrépido”, que debe ser de las secuencias más costosas y elaboradas de la historia del cine venezolano, no hace sino abonar esta imagen, ahora un poco al estilo de las viejas películas de piratas (nos viene Errol Flynn a la memoria) y otros swashbuckler films en blanco y negro.  Pero descontando esto, es difícil encontrar mayores falsificaciones.  Al cabo, Lamata es licenciado en historia y director de obras como “Jericó”.

Es mucho más lo que se puede decir de estas dos películas.  Los especialistas en cine tendrán bastante que argumentar en lo referente a la realización.  A nosotros sólo nos queda advertir que en cuestiones de historia (y de memoria histórica) dos más dos no siempre es cuatro, que es cierta la conseja de que no todo lo que brilla es oro y de que hay que estar muy pendiente para saber en que bando, al final, se está jugando.  También que es bueno volver a ver Bolívar soy yo: uno nunca sabe al final quién es el loco o quién es el que engaña a quién.

lunes, julio 28, 2014

Centenario de la Primera Guerra Mundial en palabras del historiador venezolano Tomás Straka



Autor:  Tomás Straka
Publicado en: El Nacional
 
A cien años de la guerra que cambió al mundo

17 DE JULIO 2014

El 28 de julio de 1914 comenzó una guerra que no dejó nada igual. Aunque antes ya hubo otras de alcance más o menos mundial, como la de los Siete Años o las napoleónicas, ninguna había involucrado a tantas personas, de tantos países distintos, afectándolas de maneras tan profundas. Sus contemporáneos creyeron que después de ella ya no vendría ninguna más. Se equivocaron, y crasamente: veinte años después estalló otra todavía algo-así la llamaron-peor, pero tuvieron razón en ver en la Gran Guerra  de unas proporciones nunca antes vistas, capaz de generar cambios cruciales en la humanidad. Hoy, cuando los países involucrados se aprestan a conmemorar su centenario, se multiplican las exposiciones, los libros y los eventos, pero también se sopesan los desafíos que el conflicto ya planteó entonces y que muchas veces siguen siendo una tarea por cumplir: el fantasma de los nacionalismos, que hace dos décadas produjo las últimas guerras europeas del siglo XX justo, para escalofríos de todos, donde había comenzado la Primera Guerra Mundial, en los Balcanes, y que hoy revive en los combates de las zonas secesionistas de Ucrania; los odios étnicos y religiosos, el pacifismo como un valor, los retos que las afrentas cometidas hace cien años le ponen a la memoria histórica cuando los pueblos que hace tres generaciones se mataron entre sí se esfuerzan ahora por integrarse en una gran comunidad supranacional. 

De todos los cambios desencadenados por la Gran Guerra pocos tuvieron tanto impacto como los de la ciencia y el arte militar. Ellos pusieron la guerra en otro nivel, impactando en lo que la sociedad desde entonces piensa sobre ella.    La llevaron a los cielos y al fondo de los mares, como nunca antes involucró a los civiles, echó mano de los avances de la tecnología y así no solo se mató a fuego y hierro, sino también asfixiando con gases venenosos. Esa guerra a la que los ejércitos de 1914 fueron con tanto optimismo, todos prevalidos de planes que la soñaron resuelta en unas semanas, terminó estancada en el horror de las trincheras. Los vistosos uniformes que aún recordaban a los napoleónicos se tornaron pardos o grises, las caras se cubrieron con máscaras, los caballos fueron sustituidos por tanques, el casco volvió a popularizarse después de haber sido olvidado como una antigualla medieval. Sin embargo, la doctrina militar fue más lento que las innovaciones técnicas, y así se sacrificaron millares de hombres en inútiles ataques en cargas de bayoneta contra nidos de ametralladoras. Al final murió 1 de cada 8 soldados, más de 5 millones en 4 años. Pero también hubo unos 6 millones de civiles muertos entre las víctimas de los barcos hundidos, del hambre y las enfermedades por los bloqueos, de los primeros bombardeos aéreos y de los genocidios, algunos tan famosos como el de los armenios en 1915, otros casi desconocidos como el de los sirios. Y eso sin contar a los tal vez 30 millones de muertos de la Gripe Española, un tipo de H1N1 para el que aún no estábamos inmunes, que en realidad no comenzó en España sino entre las tropas aliadas en el frente occidental, pero que en los años inmediatamente posteriores al conflicto diezmó a poblaciones enteras por todo el mundo. Así la guerra perdió en épica lo que ganó en técnica. Las batallas dejaron de ser  a
-o intentaban recordar-prodigios de valor y poesía que recordaban  Troya, para convertirse en simples matanzas como las de Verdun y el Somme. Fue el triunfo de la lógica industrial: se empezó a matar con más eficiencia y rapidez. La guerra mundial siguiente la llevó a niveles todavía más altos, hasta alcanzar el horror nuclear.
 

Pero no solamente en el aspecto militar fue una guerra que marcó un parteaguas en la historia. Con ella se demostró hasta qué extremos había llegado la mundialización. Ya la interconexión del planeta por el llamado sistema-mundo capitalista (es decir, lo que llamamos mundialización) había producido conflictos capaces de envolver a una gran cantidad de países y de generar combates en casi todos los continentes. La Guerra de los Siete Años y las guerras napoleónicas así lo probaron. Lo que ocurrió con la Gran Guerra es que todo el mundo, sin excepción, se vio involucrado, directa o indirectamente. Aunque los campos de batalla fueron fundamentalmente los europeos, hasta ellos fueron soldados de todos los continentes. Los imperios ya no solo pelearían en sus colonias, el volumen de hombres que tuvieron que movilizar, así como las cifras descomunales de muertos, hizo que las tropas de las colonias terminaran peleando en la metrópoli. La force noire del ejército francés, que en 1914 tenía unos 70.000 hombres entre senegaleses y argelinos, fue remontando hasta llegar a casi 600.000 hombres de todas las colonias para el final de la guerra; más de 150.000 soldados de la Indian Army fueron desplazados hasta el frente francés. Otros tantos lo fueron a África y al Medio Oriente. Australianos y neozelandeses desembarcaron en los Dardanelos, en Egipto, en Palestina. También combatieron en Europa. Grandes ejércitos canadienses y estadounidenses cruzaron el Atlántico. Hubo combates en China y Nueva Guinea. Los árabes se alzaron contra los turcos, los irlandeses contra los ingleses. En los ejércitos ruso y austrohúngaro, vestidos con sus uniformes, combatían soldados de las más variadas nacionalidades. Y si bien esto en sí mismo era un signo de la mundialización, no lo fue tanto como que la economía de todos los países, beligerantes o no, se afectó por el conflicto, demostrando que ya no había ningún lugar en la tierra que no estuviera conectado, al menos parcialmente, con los grandes centros de poder.  Cualquier acontecimiento, en cualquier parte del mundo, podría tener lo que hoy llamaríamos un efecto mariposa para el resto de la humanidad. Y eso porque el capitalismo había penetrando ya en todas partes y las conectaba a través del mercado mundial.

Sin embargo, para muchos la Gran Guerra marcaría el fin de este sistema. Tal vez fue un error tan craso como el de pensar que se acabarían las guerras por siempre jamás, pero uno que, visto a un siglo, se puede se trató, para la mayor parte de los
-comprender. El esfuerzo bélico   fue tan-países involucrados, de la primera guerra total de su historia grande, y el costo en vidas tan enorme, que ningún régimen pudo resistir el costo de la derrota. Cuatro grandes imperios desaparecieron: el alemán, el ruso, el austrohúngaro y el turco. Los dos últimos fraccionados en varios países y generando escaladas de nacionalismo que aún se dejan sentir. Los recientes conflictos de la antigua Yugoslavia así como los del Medio Oriente tienen mucho que ver con los desafíos que entonces contemplaron la demarcación de las nuevas fronteras y las aspiraciones de los diversos colectivos a su autodeterminación.

En Europa, fueron unos de los alicientes más poderosos para el estallido de la siguiente guerra mundial; en el Medio Oriente, donde las potencias imperialistas occidentales frustraron las aspiraciones locales de independencia, los efectos se siguen manteniendo hasta hoy. Inmediatamente después de la guerra se desataron conflictos que también que
-tienen resonancias en la actualidad, como la guerra greco-turca  prácticamente acabó con la mayor parte de la milenaria población griega en Anatolia- o la guerra polaco-soviética por el control de Ucrania (a un siglo, en el territorio, por causas similares, vuelve a combatirse por lo mismo). No obstante, ninguna de estas modificaciones conmocionó tanto al mundo como la revolución que acabó con el gobierno de los zares y, poco después, estableció el primero socialista del planeta. La Revolución rusa hizo creer en el inicio de una nueva era, en la que todo lo que había sido hasta el momento quedaría atrás para dar paso a una nueva era de paz, armonía e igualdad. Por fin el “fantasma” que recorría el mundo empezaría a mostrar su rostro en la concreción real. El aparente fracaso del capitalismo para generar bienestar para todos y la forma en la que los imperialismos (recuérdese, fases superiores del capitalismo, según Lenin) empujó a la humanidad al holocausto de la guerra, hizo inevitable, a los ojos de muchos, la hora de la gran revolución mundial. A partir de entonces, y por setenta años, todos los movimientos y proyectos políticos, conflictos domésticos o internacionales, van a estar permeados, en mayor o menos medida, por su distancia o cercanía con lo que en Rusia comenzó a ocurrir en 1918.

Pero el comunismo no fue la única de las grandes consecuencias en la conciencia de la humanidad. De hecho, demostró ser una que a la postre resultó más o menos pasajera. Del mismo modo que en cuatro años se derrumbaron tronos e imperios que parecían inconmovibles, también se derrumbaron muchas de las certezas que habían hecho de los europeos de finales del siglo XIX algunos de los hombres más seguros de sí mismos de la historia. La razón, las ideas de belleza, la “moral burguesa”, todo entró en tela de juicio. El camino quedó abierto para que nuevas formas de expresión artística que venían incubándose desde la Belle Epoque -el dadá, el expresionismo, el fauvismo- demolieran lo que se había considerado arte hasta entonces, para crear nuevas e inquietantes formas de expresión. Pronto los hombres nos adentraríamos en nuestro subconsciente para determinar esos impulsos que nos mueven más allá de nuestra voluntad y de nuestra ética (acaso para quien había estado en una trinchera aquello le sonara plausible).  

También deshilvanaríamos lo que se consideraba música para entregarnos a la sensualidad creadora del jazz o a las complejas formas dodecafónicas. En breve Albert Einstein nos demostraría que el universo no es el gran aparato de relojero que habíamos creído, sino una combinación dinámica de fuerzas más difíciles de catalogar.

Un nuevo tipo de hombre, un nuevo tipo de guerra, un nuevo arte, una nueva sociedad. Todo eso desató la Gran Guerra. Sería incorrecto decir que lo creó, porque se trata de procesos que ya venían en desarrollo y a los que el cataclismo solo hizo detonar; pero eso no debe quitarle importancia al conflicto cuyo inicio hoy llega a cien años y que en buena medida nos hizo ser como seguimos siendo hoy.

Se dedica el presente artículo a Lucía Raynero, que impulsó su redacción, y a Fernando Falcón y Daniel Sánchez, que me dieron pistas importantes para escribirlo.