El texto completo de donde el secretario de la Mesa de la Unidad Democrático (MUD) extrajo la
cita en el “diálogo” con el gobierno el jueves 10 de abril pasado. Le agrego algunas fotos de Julián Marías en su biblioteca, y del libro. Es un texto bastante largo pero quería tener en mi blog.
¿CÓMO
HA PODIDO OCURRIR?
Julián Marías
Cuenta y Razón, núm. 21
Septiembre-Diciembre 1985
A mediados de julio de 1936
se desencadenó en España una guerra civil que duró hasta el 1 de abril de 1939,
cuyo espíritu y consecuencias habían de prolongarse durante muchos años más.
Este es el gran suceso dramático de la historia de España en el siglo XX, cuya
gravitación ha sido inmensa durante cuatro decenios, que no está enteramente
liquidado. Hay que añadir que apasionó al mundo como ningún otro acontecimiento
comparable. La bibliografía sobre la guerra civil española es sólo un indicio
de la conmoción que causó en Europa y América.
Ese apasionamiento, y la
perduración de sus consecuencias interiores y exteriores, ha perturbado su
comprensión: el partidismo, directo o en forma de simpatía o antipatía -el
«tomar partido» desde fuera-, ha desfigurado constantemente la realidad de la
guerra y su desarrollo; últimamente se va abriendo camino una investigación más
documentada y veraz, y empiezan a aclararse muchas cosas: nos vamos aproximando
a saber qué pasó. Pero para mí persiste una interrogante que me atormentó desde
el comienzo mismo de la guerra civil, cuando empecé a padecerla, recién
cumplidos los veintidós años: ¿cómo pudo ocurrir? Que algo sea cierto no quiere
decir que fuese verosímil. Sabemos que esa guerra sucedió, con los rasgos que
se van dibujando con suficiente precisión; pero queda en pie el hecho enorme de
que muy pocos años antes era enteramente imprevisible, que a nadie se le
hubiera pasado por la cabeza, incluso después de proclamada la República, que
España pudiese dividirse en una guerra interior y destrozarse implacablemente
durante tres años, y adoptar ese esquema de interpretación de sí misma durante
varios decenios más.
¿Cómo fue posible? Alguna
vez he recordado que mi primer comentario, cuando vi que se trataba de una
guerra civil y no otra cosa -golpe de Estado, pronunciamiento, insurrección,
etc.-, fue este: ¡Señor, qué exageración! Me parecía, y me ha parecido siempre,
algo desmesurado por comparación con sus motivos, con lo que se ventilaba, con
los beneficios que nadie podía esperar. En otras palabras, una anormalidad
social, que había de resultar una anormalidad histórica. De ahí mi hostilidad
primaria contra la guerra, mi evidencia de que ella era el primer enemigo,
mucho más que cualquiera de los beligerantes; y entre ellos, naturalmente, me
parecía más culpable el que la había decidido y desencadenado, el que en
definitiva la había querido, aunque ello no eximiese enteramente de culpas al
que la había disimulado y provocado, al que tal vez, en el fondo, la había
deseado. Y, por supuesto, mi repulsa iba, dentro de cada bando, a aquellas
fracciones que habían contribuido más a que se llegase a la guerra, a las que
eran sus principales promotoras, a las que la aprovecharon y mantuvieron -en
la victoria o en la derrota- su continuación en una u otra forma.
La única manera de que la
guerra civil quede absolutamente superada es que sea plenamente entendida, que
se vea cómo y por qué llegó a producirse, que se tenga clara conciencia del
proceso por el cual se produjo esa anormalidad social que desvió nuestra
trayectoria histórica. Sólo así quedaría la guerra radicalmente curada, quiero
decir en su raíz, y no habría peligro de recaídas en un proceso análogo:
únicamente esa claridad, difícil de conseguir, podría convertir en vacuna para
el futuro aquella atroz dolencia que sacudió el cuerpo social de España.
Habría que preguntarse desde
cuándo empieza a deslizarse en la mente de los españoles la idea de la radical
discordia que condujo a la guerra. Y entiendo por discordia no la discrepancia,
ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la voluntad de no convivir, la
consideración del «otro» como inaceptable, intolerable, insoportable. Creo que
el primer germen surgió con el lamentable episodio de la quema de conventos el
11 de mayo de 1931, cuando la República no había cumplido aún un mes. Turbio
suceso, cuyos orígenes nunca se han aclarado, sin duda extremadamente
minoritario y que en modo alguno reflejaba un estado de opinión; pero la
reacción del Gobierno fue absolutamente inadecuada, hecha de inhibición, temor
y respeto a lo despreciable -clave de tantas conductas sucias en la historia-;
y, por su parte, un núcleo de una muy vaga «derecha», que ya no era monárquica
y todavía no era fascista, identificó la República con ese oscuro y equívoco
suceso, y se declaró irreconciliable con ella. Es evidente que los gobiernos
republicanos -y no digamos los partidos- cometieron muchos errores, pero aunque
la única falta del nuevo régimen hubiese sido el 11 de mayo, una porción
considerable del país no lo hubiese perdonado nunca, le habría negado
sistemáticamente el pan y la sal, sin otra esperanza que su destrucción.
«Cuanto peor, mejor», fue la consigna que se acuñó por entonces, y que valdría
la pena datar con precisión.
Del otro lado, empieza a
producirse desde muy pronto un fenómeno de «antipatía» que sustituye
rápidamente a la euforia inicial de la República; se inicia una actitud
negativa, que busca, más que reformas, el hostigamiento del «otro»,
arbitrariamente unificado por la enemistad. Esta operación -primariamente
mental y verbal- se hace desde dos puntos de vista que se irán haciendo
convergentes: el clasismo y el anticlericalismo. Sobre este último hay que
decir una palabra. El Diccionario de la Lengua Española define la voz
«anticlerical»: «Contrario al clericalismo»; pero en el Suplemento a la edición
de 1970 se añade una segunda acepción: «Contrario al clero». El primer
anticlericalismo puede ser muy justificado, y lo han sentido innumerables
católicos; el segundo es otra cosa, de más difícil justificación, y desempeñó
un papel decisivo en la política de la época republicana. Grupos políticos
bastante grandes se dedican muy especialmente a irritar á una considerable
porción del país, a producirle incomodidad, a enajenarla y excluirla lo más
posible de la empresa colectiva que hubiera debido ser abarcadura y sin
exclusiones.
Con todo, nada de esto era
todavía discordia. El levantamiento del 10 de agosto de 1932 contra la
República fue asunto de pequeños grupos descontentos y sin respaldo en el país;
las insurrecciones anarcosindicalistas del año siguiente también eran
fenómenos minoritarios y locales. Todo ello provocaba una repulsa más o menos
enérgica en el torso de la nación, y por eso tenía escasa gravedad.
A mi juicio, lo más
peligroso fue el ingreso sucesivo de porciones del cuerpo social en lo que se
podría llamar oposición automática. La función de la oposición ha solido
entenderse en España de manera elemental y simplista; se ha creído que consiste
en oponerse a todo, automáticamente. Como la política, cuando es razonable,
tiene un amplísimo curso central independiente de las posiciones partidistas,
lo normal es que la oposición esté de acuerdo con el gobierno, salvo matices,
en la mayor parte de los asuntos; y que el gobierno tenga en cuenta las preferencias
-y las razones- de la oposición para suavizar sus propias inclinaciones, e
incluso renunciar a una fracción de su poder. En estas condiciones, la
oposición queda restringida a ciertas cuestiones especialmente conflictivas o a
aspectos en que caben dos cursos de acción bien diferenciados; y en esos casos,
la oposición adquiere todo su valor. Cuando, por el contrario, es constante,
independiente de los méritos de su gestión o las propuestas, cuando ya se sabe
que la otra fracción del cuerpo político va a decir desde luego «no» a todo, la
oposición viene a ser maniática, apriorista y sin significación concreta; pasa
a ser mera fricción, obstáculo y desgaste. Esto ocurrió muy pronto en los años
de la República; y se fueron formando grupos que ingresaban en la categoría de
los mutuamente «irreconciliables». Se podría hacer un catálogo de ásperas
críticas de la derecha d la gestión de los primeros gobiernos, no ya a sus frecuentes
errores, sino a sus mayores aciertos, por ejemplo, en el campo de la educación:
nunca hubo un aplauso de los partidos o los periódicos adversos. Y por supuesto
podría decirle lo mismo de los gobiernos del segundo bienio, desde fines de
1933. Nunca se juzgaba nada por sus méritos objetivos, sino por quién lo hacía;
no se salvaba la parte de justificación -o aún de necesidad- de medidas que
podían tener inconvenientes, torpezas o incluso una dosis de injusticia. Se
retenía sólo la parte negativa, lo que podría tener de hiriente, de agresión o
agravio, y se incubaba en incansable hostilidad. Las medidas de reducción del
Ejército de Azaña, el retiro voluntario de los militares que así lo solicitaran,
con conservación de sus sueldos completos, etc., todo ello podía discutirse en
su detalle, podía tener una raíz de antimilitarismo o desconfianza en el
Ejército, pero tenía indudablemente justificación económica y política; estos
aspectos positivos se pasaron por alto -tal vez la única excepción fue Ortega-;
unos vieron con alegría la disminución de las fuerzas armadas; estas -y sus simpatizantes-
miraron como un agravio lo que habían aceptado voluntariamente; la mayoría de
los militares retirados fueron enemigos irreconciliables de la República, y
cuando estalló la guerra fueron tratados no ya como adversarios ideológicos,
sino como enemigos activos, y se hizo todo lo posible por exterminarlos.
Esta medida-en realidad
excesiva e insuficiente a la vez, como la experiencia posterior demostró- no
hizo más que condensar y exacerbar un resentimiento que era frecuente entre
militares, los cuales por razones muy complejas, llevaban mucho tiempo de
sentirse «segregados;» del conjunto de la sociedad, «oscuros» por comparación
con los estratos más aventajados y brillantes, y sobre todo con la imagen
inicial al comienzo de sus jarreras o de que habían gozado en Marruecos. Este
resentimiento, unido al de muchos intelectuales -a ambos extremos del espectro
político- fue un elemento capital en la génesis de la actitud que desembocó en
la guerra civil.
Nada de esto hubiese sido
suficiente para romper la concordia si hubiese existido en España entusiasmo,
conciencia de una empresa activa, capaz de arrastrar como un viento a todos los
españoles y unirlos a pesar de sus diferencias y rencillas. La falta de
entusiasmo es el clima en que brota la desintegración; por eso, los que la
desean y buscan cultivan el «desencanto», la «desilusión», la «decepción», el
«desaliento» y esperan sus frutos, agrios primeros, amargos después. ¿No
estamos asistiendo al mismo intento, contra toda razón, desde 19 76?
La humanidad tiene bastante
horror al gris; necesita algo estimulante, incitante, atractivo. La República
-sobre todo la palabra «República»- suscitó una oleada de entusiasmo, pero los
republicanos fueron incapaces de mantenerlo. Sus partidos eran excesivamente
«burgueses» (en el mal sentido de la palabra, quiero decir prosaicos); eran
también arcaicos, dependientes del siglo XIX, lastrados de viejos tópicos:
anticlericalismo, vago federalismo, afición a las sociedades secretas, un tipo
de «liberalismo» rancio, negativo y casi reducido a desconfianza del Estado,
en una época en que la marea ascendente de su culto era a un tiempo el peligro
más grave y la fuerza que había bue orientar y aprovechar. Era imposible que
los jóvenes se entusiasmaran por los partidos republicanos, y el republicanismo
se encontró sin porvenir desde el primer día. Faltó una retórica inteligente y
atractiva hacia la libertad, y su puesto vacío fue ocupado por los extremismos,
por la torpeza y la violencia, donde los jóvenes creían encontrar, por lo
menos, pasión.
Ni siquiera las posiciones
toscamente «izquierdistas» o «derechistas» lograron encender el entusiasmo
mientras se mantuvieron en el área de la lucha política y dentro de los
supuestos democráticos. Los dos grandes partidos, los que de hecho llevaron las
riendas del poder sucesivamente, fueron el socialista y la CEDA. Los dos
resultaron «aburridos», poco incitantes, «administrativos»; tuvieron mayorías
-relativas- mecánicas, debidas sobre todo a la cosecha de hostilidades de signo
contrario, pero sin vigor propio.
El partido socialista fue
combatido ferozmente desde dentro, con una virulencia que los que no lo vieron
no pueden imaginar, por el ala cuya expresión fue el diario Claridad. Es decir,
por un «socialismo» utópico y revolucionario, que desembocaba directamente en
el comunismo -las Juventudes Socialistas Unificadas fueron el «ensayo general
con todo» de la operación en curso-, hostil a la democracia, a los aliados
«burgueses», fiado en la violencia, con programas inaceptables por todos los
demás y, lo que es más, irrealizables en las circunstancias españolas.
En cuanto a las «derechas
democráticas», fueron despreciadas por las más violentas, combativas y
expeditivas, que tenían algún lirismo y capacidad de arrastre sentimental.
Estos grupos más o menos «fascistas» eran minúsculos, pero tenían una ventaja
inicial: eran juveniles, compuestos de estudiantes, familiarizados con la
literatura, la poesía, los símbolos. Inclinados -como sus enemigos más
opuestos-al estilo «militar» (si se prefiere, «militante»): himnos y banderas
más que ficheros y estadísticas.
En Europa, no se olvide, lo
civil ha solido ser «gris», neutro, negativo (lo que no es militar ni
eclesiástico), y esto ha determinado una pérdida de atractivo, un tremendo
prosaísmo que ha sido el tono de la República francesa y de la alemana de
Weimar (Max Scheler se dio cuenta perspicazmente de esto, y hay que poner en la
cuenta de ese gris buena parte del éxito de las camisas rojas, negras, pardas o
azules). No se ha sabido casi nunca -en España, en 1931, desde luego no se
supo- crear una imagen afirmativa y atractiva de la condición civil (y civilizada),
de la libertad y la convivencia; tal vez sólo durante el liberalismo romántico,
inspirado por una buena retórica eficaz y por la doble imagen de la bella
reina regente María Cristina y la reina niña Isabel II.
Añádanse ahora -ahora, y no
antes, porque no fueron decisivos- los problemas económicos, muy reales en el
quinquenio que duró la República. Mientras la Dictadura de Primo de Rivera
(1923-29) se había beneficiado de la prosperitíy, de la bonanza económica que
parecía ilimitada y segura, la República vino a los dos años del comienzo de la
depresión de 1929, precisamente cuando sus efectos se hicieron sentir en Europa
(y provocaron una feroz crisis, que había de ser otra de las causas del triunfo
de Hitler a comienzos de 1933). Europa era bastante pobre; España lo era
resueltamente; la mayor parte de la población -campesinos, obreros, clases
medias urbanas- vivía con estrechez que los jóvenes de medio siglo después ni
siquiera imaginan; la moderadísima elevación de precios afectó a la mayoría de
la población, que carecía de holgura y de reservas; el paro se intensificó (el
paro de entonces, sin seguridad social, sin el menor ingreso, que significaba
la pobreza y aun la miseria, en ocasiones el hambre); las huelgas constantes
aumentaron la crisis económica, mermaron la ya escasa riqueza, desalentaron la
inversión, aumentaron el paro previo, desarticularon la economía; una reforma
agraria demagógica y poco inteligente agravó la situación del campo. Los
extremos del espectro político no sintieron esta crisis, más bien la
fomentaron: unos, porque el malestar fomentaba el descontento, y con él el
espíritu revolucionario, que el bienestar hubiese mitigado o desvanecido; los
otros, por una profunda y egoísta insolidaridad, por una esperanza de que el
malestar económico y social impidiese la consolidación de la República, fieles
al lema de «cuanto peor, mejor». Se dirá
que todo esto era muy grave y hacía presagiar una descomposición del cuerpo
social; pero, a pesar de su importancia, estaba todavía muy lejos de la atroz
realidad que es una guerra civil. Se avanzó a ella por sus pasos, muy rápidos
ciertamente. El primero, la politización, extendida progresivamente a estratos
sociales muy amplios, es decir, la primacía de lo político, de manera que todos
los demás aspectos quedaban oscurecidos: lo único que importaba saber de un
hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de
«derechas» o de «izquierdas», y la reacción era automática. La política se adelantó
desde el lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano, dominó el
horizonte, eclipsó toda otra consideración. Ello produjo, en un momento de
esplendor intelectual como pocos en toda la historia española, una retracción
de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por vía de
simplificación: la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a
meros rótulos o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos,
elementales, toscos. Se produjo una tendencia a la abstracción, a 1ª
deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada.
En una gran porción de
España se engendra un estado de ánimo que podríamos definir como horror ante
la pérdida de la imagen habitual de España: ruptura de la unidad (que se
siente amenazada por regionalismos, nacionalismos y separatismos, sin
distinción clara); pérdida de la condición de «país católico» -aunque el
catolicismo de muchos que se horrorizaban fuese vacuo o deficiente-;
perturbación violenta de los usos, incluso lingüísticos, del entramado que hace
la vida familiar, inteligible, cómoda.
Frente a este horror, el
mito de la «revolución», la imposición del esquema «proletario-burgués», la
intranquilidad, la amenaza, el anuncio de «deshaucio» inminente -si vale la
expresión- de todas las formas de vida, estilos o clases que no encajasen en el
esquema convencional. Los españoles menores de sesenta años -y muchos mayores-
deberían pasar algunas horas leyendo los periódicos de aquellos años, desde La
Nación y ABC hasta Claridad y Mundo Obrero, sin olvidar demasiado El Debate, El
Socialista, algunas revistas y, naturalmente, los periódicos de otras ciudades
que no fuesen Madrid.
Añádase a esto el mimetismo
de movimientos políticos extranjeros, la poderosa acción de los estímulos
totalitarios: el comunismo de un lado, cuyo influjo va mucho más allá del
minúsculo partido que usaba ese nombre, y se ejerce sobre todo dentro del partido
socialista y de los sindicatos; el «fascismo» del otro lado, como término
genérico, mucho más peligroso en su vertiente alemana que en la italiana (desde
1933, Mussolini irá a remolque de Hitler, y es el año en que se consolidan en
España las tendencias que rara vez se denominarán «fascistas» por los que las
defienden, pero sí «nacionalsindicalistas», de tan clara resonancia
«nacionalsocialista»).
¿No había otra cosa? Sí. Por
una parte, grupos que buscan la «originalidad» en posiciones arbitrarias y
arcaicas: carlismo, anarquismo. Por otra, los que intentan defender una
«democracia» que resulta débil por varias razones: por la figura borrosa de las
llamadas «potencias democráticas» (Francia, Inglaterra), llenas de temor ante
los Estados totalitarios, vacilantes, con poca generosidad y gallardía,
oscilantes entre tendencias extremadamente reaccionarias y la aceptación de
cualquier tipo de «Frente popular»; por el triunfo en todas ellas de un
parlamentarismo excesivo, que impide a un poder ejecutivo fuerte enfrentarse
con los problemas, y las expone a la dictadura; finalmente, por la política de
concesiones que, antes y después de la guerra civil española, las llevará a una
política reactiva, sin iniciativa y que desembocó en la segunda guerra mundial.
Yo añadiría todavía un
factor más, que me parece decisivo para explicar la ruptura de la convivencia y
finalmente la guerra civil: la pereza. Pereza, sobre todo, para pensar, para
buscar soluciones inteligentes a los problemas; para imaginar a los demás, ponerse
en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus temores. Más aún,
para realizar en continuidad las acciones necesarias para resolver o paliar
esos problemas, para poner en marcha una empresa atractiva, ilusionante,
incitante. Era más fácil la magia, las soluciones verbales, que dispensan de
pensar y actuar. En vez de pensar, echar por la calle de en medio. Es decir, o
los cuarteles o la revolución proletaria, todo ello según su receta. En otras
palabras, las vacaciones de la inteligencia y el esfuerzo.
No se puede entender la
situación española del cuarto decenio de este siglo si se la aísla del conjunto
de la europea. En 1931, según mis cálculos, se produce un cambio generacional;
es el momento en que «llega al Poder» la generación de 1886 (los nacidos entre
1879 y 1893), y la de 1871 (en España, la llamada del 98) pasa a la «reserva»,
aunque conserve considerable influjo y prestigio. Es el punto en que se inicia
en toda Europa el fenómeno de la politización, y con él la propensión a la violencia.
No hay más que ver en una cronología detallada la serie de los sucesos en los
años inmediatamente anteriores y posteriores a 1931 para ver cómo cambian de
cariz, de fisonomía. Comienza a perderse el respeto a la vida humana. Ese
periodo generacional, que se extiende hasta 1946, es una de las más atroces
concentraciones de violencia de la historia, y en ese marco hay que entender la
guerra civil española.
Pero -se dirá- en otros
países no se llegó a tanto. La guerra mundial fue otra cosa, no propiamente una
«discordia», una crisis de la convivencia. Además, muy probablemente fue
«estimulada» por la guerra civil de España, que funcionó a un tiempo como
«cebo» y «ensayo». Todo esto es cierto, pero la consecuencia que de estas
consideraciones hay que extraer es que en la guerra civil hubo un decisivo
elemento de azar; que, contra lo que se ha dicho con insistencia, no fue
necesaria, no fue inevitable. Creo, por el Contrario, que la guerra civil
hubiera podido evitarse de varias maneras, que había más de una salida a una
situación sin duda difícil y peligrosa.
La guerra fue consecuencia
de una ingente frivolidad. Esta me parece la palabra decisiva. Los políticos
españoles, apenas sin excepción, la mayor parte de las figuras representativas
de la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban «intelectuales»
(y desde luego de los periodistas), la mayoría de los económicamente poderosos
(banqueros, empresarios, grandes propietarios), los dirigentes de sindicatos,
se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de
responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u
omitían. La lectura de los periódicos, de algunas revistas «teóricas»,
reducidas a mera política, de las sesiones de las Cortes, de pastorales y
proclamas de huelga, escalofría por su falta de sentido de la realidad, por su
incapacidad de tener en cuenta a los demás, ni siquiera como enemigos reales,
no como etiquetas abstractas o mascarones de proa.
Y todo esto ocurría en un
momento de increíble esplendor intelectual, en el cual se habían dado cita en
España unas cuantas de las cabezas más claras, perspicaces y responsables de
toda nuestra historia. Lo cual hace más grave el hecho escandaloso de que no
fueran escuchadas, de que fueran deliberada, cínicamente desatendidas por los
que tenían dotes intelectuales, y por tanto deberes en ese capítulo.
Los años de la República estuvieron
dominados por la falta de imaginación, la incapacidad de prever, de anticipar
las consecuencias, de proyectar un poco lejos. No se llegó a aceptar las reglas
de la democracia, se declaró una vez y otra -por la derecha y por la izquierda-
que sólo se aceptaban sus resultados si eran favorables; unos y otros
estuvieron dispuestos a enmendar por la fuerza la decisión de las urnas, sin
darse cuenta de que eso destruía toda posibilidad política normal y anulaba la
gran virtud de la democracia: la de rectificarse a sí misma. El 10 de agosto de
1932 fue el primer síntoma de esa Actitud, que tuvo su correlato en los levantamientos
anarquistas del año siguiente; pero la irresponsabilidad máxima fue la
insurrección del partido socialista en octubre de 1934, aprovechada por los
catalanistas, que llevó a la destrucción de una democracia eficaz y del
concepto mismo de autonomía regional. Se negó entonces la validez del sufragio,
la Constitución y el Estatuto de Cataluña -parte de la estructura jurídica de
la República española-, todo en una pieza. La democracia quedó herida de
muerte. Los gobiernos de esta segunda etapa, lejos de tratar de enmendar lo que
les parecía peligroso para la nación o para la religión en la legislatura del
bienio anterior -como habían dicho en su propaganda-, prefirieron dedicarse a
restablecer egoístamente pequeñas ventajas económicas para sus clientelas, con
asombrosa insolidaridad y miopía, que llevaron a la disolución de Cortes, las
elecciones de febrero de 1936, el triunfo en ellas del Frente Popular y, poco
después, la guerra civil.
Pero, ¿puede decirse que
estos políticos, estos partidos, estos votantes querían la guerra civil Creo
que no, que casi nadie español la quiso. Entonces, ¿cómo fue posible? Lo grave
es que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil.
Quisieron: a) Dividir al país en dos bandos, b) Identificar al «otro» con el
mal. c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario
eficaz, d) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era
necesario).
Se dirá que esto es una
locura. Efectivamente, lo era (y no faltaron los que se dieron cuenta entonces,
y a pesar de mi mucha juventud, puedo contarme en su número). La locura puede
tener causas orgánicas, puede ser efecto de una lesión; o bien psíquicas; pero
también puede tener un origen biográfico, sin anormalidad fisiológica ni
psíquica. Si trasladamos esto a la vida colectiva, encontramos la posibilidad
de la locura colectiva o social, de la locura histórica. (El Irán, en el
momento en que escribo, es un estupendo ejemplo de ello, y no es el único). Sin
recurrir a esta idea, ¿puede entenderse el triunfo del nacionalsocialismo en
Alemania, los doce años de historia que van de 1933 a 1945? La Revolución rusa
fue otra cosa: locura lúcida de una exigua minoría, operando in anima vili
sobre un inmenso cuerpo social de «almas muertas», inertes.
Conviene recordar que la
situación española en el primer tercio del siglo había sido de promesa
constante, en gran parte realizada. Desde el desastre del 98, la sociedad
española había despegado económicamente (con la ayuda de la neutralidad durante
la primera guerra mundial), y su pobreza se había mitigado; las Universidades
habían mejorado más de lo que se hubiera podido esperar, y todo el sistema de
la instrucción experimentó un avance extraordinario con la República. Desde el
punto de vista de la cultura superior-filosofía, literatura, arte,
investigación-, se había entrado en un siglo de oro. Las esperanzas de un joven
de mi generación eran ilimitadas, y la República, entendida positivamente, fue
el símbolo de la apertura, de la dilatación de la vida, del ejercicio de la
libertad. La España estudiada e interpretada por Unamuno, Menéndez Pidal, Gómez
Moreno, Asín Palacios, Ortega y los historiadores y filólogos más jóvenes;
imaginada y recreada literariamente por Azorín, Baroja, Valle-Incíán, los
Machado, Miró, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Salinas, Guillen y
los poetas «del 27»; pintada por Regoyos, Zuloaga, Solana, Palencia; la que
tenía, un poco lejos, a Picasso y a otros cuantos; la que había empezado a
investigar-en escasa medida, pero tan bien como cualquiera- con Cajal, Cabré-r
Palacios, Catalán; la que había creado, por primera vez desde hacía tres
siglos, una filosofía original y un comienzo de escuela sin adanismo -Ortega,
García Morente, Zubirí, Gaos-, esa España, en tantos sentidos incomparable con
todas las anteriores desde mediados del siglo XVII, desde Quevedo y Calderón,
fue la que de repente fue negada a medías por fracciones que ni siquiera
poseían ni retenían la mitad de lo que pretendían defender. De esa España nos
despojaron a los españoles -y a nuestros hijos no nacidos- los que quisieron la
guerra (o no les importó dejarla llegar), los que fueron internamente
beligerantes en 1936.
Falta todavía examinar una
cuestión delicada: cómo se llegó a imponer a una gran parte de la sociedad
española lo que inicialmente no creía ni pensaba ni quería, cómo se
disminuyeron sus defensas, para llevarla adonde no quería ir. He insistido en
el carácter no ya minoritario sino exiguo de los grupos que habían de resultar
representativos y decisivos durante la guerra civil. Conviene tener presente
que los comunistas sólo consiguieron un diputado en las Cortes de 1931, otro en
las de 1933, dieciséis (con los votos republicanos y socialistas) en las de
1936. En cuanto a los falangistas, nunca pudieron elegir un solo diputado, ya
que José Antonio Primo de Rivera fue elegido en 1931 como candidato de una
coalición de derechas, dos años antes de la fundación de Falange Española. Lo
cual no impidió que el Partido Comunista fuese el principal rector de la
política en la zona «republicana» y que Falange fuese el «partido único» en la
«nacional» y en los decenios que siguieron a su victoria.
El proceso que se lleva a
cabo entre los años 31 yi 36 (y-, si se quiere mayor precisión, de 1934 a 1936)
consiste en la escisión del cuerpo social mediante una tracción continuada,
ejercida desde sus dos extremos. Ese torso de la sociedad, que poco o nada
tenía que ver con esos grupos extremistas, en lugar de rechazar sus
pretensiones, desentenderse de ellos y dejadlos fuera del juego político
(reducirlos a lo que en inglés se llama the lunatic frínge, «el fleco
demencial»), se dejó dividir, siguió, con mayor o menor docilidad, a los dos
fragmentos que no querían con vivir con los demás.
¿Cómo se ejerció -y se
ejerce casi siempre- esa tracción? Mediante una forma de sofisma que consiste
en la reiteración de algo que se da por supuesto. Cuando los medios de
comunicación proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica
ni se discute, y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no
requiere prueba, que, por el contrario, se usa como base para discusiones,
diferencias y hasta polémicas, los que reciben esa interpretación se encuentran
desde el primer momento más allá de ella, envueltos en análisis, procesos o
disputas que precisamente implican su previa aceptación. Todas esas
discusiones, que no se rehúyen, sino se fomentan, tienen justamente la misión
de distraer de esa aceptación que se ha deslizado fraudulentamente y sin
critica, por un simple mecanismo de repetición y utilización como base de toda
discusión ulterior. Los dos elementos (repetición y utilización) son
esenciales; el primero produce una especie de «anestesia» o de efecto
«hipnótico»; el segundo «pone a prueba» la tesis que interesa, de una manera
sumamente curiosa, que no es probarla, demostrarla o justificarla, sino hacerla
funcionar. Se sobrentiende que su funcionamientoes prueba de su verdad. Si con
esta idea como guía se hiciese un examen atento de lo que se dijo en España
durante los dos años anteriores a la guerra civil por parte de los que habían
de ser sus inspiradores y conductores, me atrevo a asegurar que se aclararía
una enorme porción de aquel complicado proceso histórico. (Y si con el mismo
método se echase una ojeada a la situación actual, probablemente se obtendría
claridad suficiente para evitar en el futuro .diversos males cuya amenaza es
demasiado evidente).
La única defensa de la
sociedad ante ese tipo de manipulaciones es responder con el viejo principio de
la lógica escolástica: negó suppositum, niego el supuesto. Si se entra en la
discusión, dejándose el supuesto a la espalda, dándolo por válido sin examen,
se está perdido. Es muy difícil que el hombre o la mujer de escasos hábitos
intelectuales, acostumbrados a la recepción de ideas más que a su elaboración y
formulación, se den cuenta de que están siendo objeto de esa manipulación;
sobre todo cuando el «supuesto» que se desliza es negativo, es decir, consiste
en una omisión. (Si se quiere un ejemplo notorio y reciente, recuérdese la
eliminación o escamoteo de la palabra «nación» en el anteproyecto de
Constitución española que se hizo público a comienzos de enero de 1978; remito
a mis artículos de ese mismo mes, recogidos en España en nuestras manos.)
De ahí la necesidad de un
pensamiento alerta, capaz de descubrir las manipulaciones, los sofismas,
especialmente los que no consisten en un raciocinio falaz, sino en viciar todo
raciocinio de antemano. Esta es la función política que puede esperarse de los
intelectuales; es decir, que sean intelectuales y no políticos, que se ajusten
a los deberes de su gremio y adviertan al país cuándo no se hace. ¿Faltó esto
en los años que precedieron a la guerra civil? ¿No era una época en que los
intelectuales gozaban de gran prestigio, no había entre ellos unos cuantos
eminentes y de absoluta probidad intelectual? Ciertamente los había; pero
encontraron demasiadas dificultades, se les opuso una espesa cortina de
resistencia o difamación, funcionó el partidismo para oírlos «como quien oye
llover»; llegó un momento en que una parte demasiado grande del pueblo español
decidió no escuchar, con lo cual entró en el sonambulismo y marchó, indefenso o
fanatizado, a su perdición. Tengo la sospecha -la tuve desde entonces-de que
los intelectuales responsables se desalentaron demasiado pronto. ¿Demasiado
pronto -se dirá-, con todo lo que resistieron? Sí, porque siempre es demasiado
pronto para ceder y abandonar el campo a los que no tienen razón.
He intentado hacer comprensible
cómo se pudo llegar a la guerra civil, cómo se fue simplificando la realidad
española, reduciéndola a esquemas, polarizándolos, convirtiéndolos en algo
abstracto, algo que se puede odiar sin que la humanidad concreta se interponga
y mitigue el odio; cómo se manipuló hábilmente al pueblo español desde dos
extremos profesionalizados, con ayuda de la torpeza y falta de estilo de las
soluciones más civilizadas y razonables, que fueron perdiendo atractivo y
eficacia. Larga serie de errores, el último de los cuales fue... la guerra.
La verdad es que nadie
contaba con ella. Los que la promovieron más directamente creían que se iba a
reducir a un golpe de Estado, a una operación militar sencillísima, estimulada
y apoyada por un núcleo político que serviría de puente entre el ejército
victorioso y el país. Los que llevaban muchos meses de provocación y
hostigamiento, los que habían incitado a los militares y a los partidos de
derechas a sublevarse, tenían la esperanza de que ello fuese la gran ocasión
esperada para acabar con la «democracia formal», los escrúpulos jurídicos, la
«república burguesa», y lanzarse a la deseada revolución social (lo malo es que
dentro de ese propósito latían dos distintas, que habían de desgarrarse mutuamente
poco después).
Todos sabemos que las cosas
no sucedieron así. La sublevación fracasó; el intento de sublevarla, también.
La prolongación de los dos fracasos, sin rectificación ni arrepentimiento, fue
la guerra civil.
Si se la mira desde este
punto de vista, creo que se puede comprender mejor su desarrollo. Lo primero
que hay que decir-porque es lo más grave, lo diferencial de esta guerra- es que
en ella lo de menos fue la guerra. Las víctimas de ella fueron secundariamente
las bajas militares; lo decisivo fueron los bombardeos y, sobre todo, los
asesinatos (con o sin ficción de ejecución legal). Es decir, la lucha fue, más
que contra la «zona» enemiga, contra los enemigos de la propia «zona»; y no
contra los que ejercían actos de hostilidad, agresión o espionaje, sino contra los
que se consideraban «desafectos» a una ortodoxia política definida arbitraria y
estrechamente; y esta condición era previa a toda conducta concreta, inherente
a la persona e irremediable. Las personas pertenecientes a ciertas
categorías-filiaciones políticas o incluso profesiones- no tenían escape;
estaban perdidas, hicieran lo que hicieran; su única salvación era la huida o
el ocultamiento.
En la zona que se llamó
«nacional» y fue llamada por sus enemigos «facciosa», todo el que no se sumó al
«movimiento» fue perseguido, normalmente (y desde luego en el caso de los
militares) por rebelión. Esta persecución se extendía a todos los afiliados a
partidos del Frente Popular, pero no estaban seguros los radicales, ni los
pertenecientes a la CEDA, ni los maestros, ni, por supuesto, ios masones. En la
zona «republicana» («roja» para los enemigos), solamente los partidos del
Frente Popular eran aceptados (los republicanos, meramente tolerados); todos
los demás, aunque fuesen republicanos históricos, eran perseguidos; los
falangistas, sin la menor esperanza de salvación; los sacerdotes, religiosos,
monjas, etc., si no se escondían a tiempo eran exterminados. En ambas zonas,
todos los que no eran incondicionales eran sospechosos.
Las «depuraciones» dejaron
sin puestos de trabajo a millares de personas a las que se consideraba
«desafectas», aunque no hubiesen cometido ningún acto delictivo ni hostil; y la
depuración hacía ingresar inmediatamente en la categoría de los sospechosos,
sometidos a vejaciones y peligros. La condición de militar retirado en una
zona, de dirigente sindical en la otra, significaba el encarcelamiento y, con
bastante probabilidad, la muerte. Por supuesto, en la zona republicana, con la
excepción del País Vasco, todo culto religioso fue prohibido, y los incendios
de iglesias y conventos fueron frecuentísimos, en muchos casos realizados
sistemáticamente. En toda España se constituyeron tribunales («de guerra» o
«populares») sin la menor garantía jurídica y de particular ferocidad; estaban
compuestos, en un caso, por representantes de todos los partidos del Frente
Popular y de las organizaciones sindicales; en el otro, por militares y representantes
políticos. Esto sin contar con las abundantísimas «checas» o sus equivalentes,
absolutamente irresponsables, y con las «sacas» de las prisiones, con pretextos
de traslados que solían ser al otro mundo.
No me interesa recordar el
aspecto más horrible y siniestro de la guerra sino para recordar que fue un
universal terrorismo, ejercido no sólo contra los enemigos, sino contra los que
se podían considerar neutrales o incluso partidarios no fanáticos o
incondicionales, dentro de la propia zona, lo cual significó un chantaje
generalizado, que excluía toda crítica y todo matiz de posible disidencia. Así
se llegó a la aceptación de todo (incluida la infamia), con tal de que fuese
«de un lado».
La consecuencia inevitable
fue el envilecimiento. Nadie quería quedarse corto, ser menos que los demás en
la adulación de los que mandaban o la execración de los adversarios. Esto fue
un poco menos compacto en la zona republicana, por su falta de disciplina y
coherencia, que dejó un estrecho margen de «pluralismo». Esta diferencia puede
comprobarse en la actual publicación de los dos ABC: el republicano de Madrid y
el franquista de Sevilla. La mentira, como puede verse allí mismo día por día,
dominaba en ambos campos por igual.
Esta actitud, unida a la
decisión de «pasar por todo», y en ocasiones al fanatismo -no siempre-, llevó a
que la inmensa mayoría de lo que se escribió en ambas zonas fuese literalmente
vergonzoso. Es aleccionador, pero infinitamente penoso, leer lo que escribieron
muchos que tenían pretensiones de intelectuales, literatos, profesores,
eclesiásticos, hombres de leyes. Hubo excepciones, sin duda, de decoro
literario, nobleza, generosidad y valentía; pero no pasaron de excepciones. En
algunos casos, lo lamentable fue simple debilidad y amedrentamiento, y pasada
la terrible prueba no siguió formando parte de la personalidad de sus autores;
en otros significó una corrupción profunda que llevó hasta la denuncia, el
aplauso a los crímenes propios o la calumnia.
Una de las pruebas de ese
estado de abyecta sumisión es la feroz irritación que a ambos lados de las
trincheras provocó todo aquel que se atrevía a discrepar de los dos bandos. La
hostilidad máxima se reservaba para los que no se sentían adscritos a ninguno
de los dos beligerantes, no por indiferencia o desinterés, sino por considerar
a ambos inaceptables. El que se atrevía a resistir a la guerra era el enemigo
de todos, contra el cual todo estaba permitido. Por eso, tomar esta posición
fuera de España -lo más frecuente- significaba desusada valentía; hacerlo
dentro era pura y simplemente heroísmo, aunque fuese sin negar apoyo y
colaboración a una de las causas beligerantes; el ejemplo más eminente fue el
de Julián Besteiro.
Todo lo que he dicho hasta
ahora me parece esencial para entender cómo fue posible que se llegara a la
guerra civil. Si no se tiene en cuenta, es completamente ininteligible que un
pueblo como el español, de tan larga a ilustre historia, creador de una de las
tres o cuatro grandes culturas modernas, en un momento de esplendor intelectual
y literario, sin ningún problema objetivamente grave, no digamos insoluble, al
día siguiente de lanzarse con entusiasmo a una nueva fase de su vida, de
repente se encontrara con que no podía seguir conviviendo, se llenara de odio y
se dedicase al exterminio de sus hermanos durante tres años. Es menester
recordar los pasos por los que se llegó a una situación mental colectiva que
tenía muy poco que ver con la realidad; es decir, con la realidad si se omite
el estado mental, que naturalmente era parte de la realidad española en 1936.
Quiero decir que, lejos de ser la guerra inevitable, su origen efectivo no fue
la situación objetiva de España, sino su interpretación, se entiende, el
desajuste de dos interpretaciones que, por una serie de voluntades y azares,
llegaron a excluir a las demás y oscurecer cuanto era distinto a ellas. Y esto
es, literalmente, una anormalidad de la vida colectiva, que algún día podrá
diagnosticarse con precisión, cuando se vaya, más allá de la psiquiatría, a una
«bioiatría», a un conocimiento de la patología de la vida biográfica,
individual y social.
Pero la realidad total de la
guerra civil no se agota en lo que he dicho. Una vez estallada, una vez
iniciada, desde fines de julio de 1936, España estuvo en estado de guerra. Esta
expresión es particularmente reveladora: la guerra es un «estado», algo en que
se está. Se vive dentro de la guerra, en su ámbito. Las cosas se ordenan en
otra perspectiva; el tiempo cambia de ritmo, emplazamiento, significación;
pierden importancia muchas cosas, la adquieren otras; ciertas dimensiones de la
vida humana, hasta entonces olvidadas, se ponen en primer plano -por ejemplo,
el valor-; se altera el «umbral» de la inquietud, la inseguridad, el temor;
surgen relaciones inesperadas, crueles o fraternales; los individuos dan la
medida de sí mismos al estar expuestos á tensiones, tentaciones, peligros,
esfuerzos; se conocen en dimensiones antes ignoradas.
La guerra civil es -se ha
dicho mil veces- más cruel que ninguna otra, más dolorosa, porque introduce la
división y el odio entre compatriotas, amigos, hermanos. Su especial intensidad
le viene de eso y de que es más inteligible -empezando por la lengua del
enemigo, pero no sólo la lengua, sino todo el repertorio de creencias, usos,
proyectos, esperanzas-, al no entenderse que lleva a la guerra procede de la
distorsión de un entenderse, demasiado bien, que no se da en las guerras
internacionales.
La guerra civil española
estuvo arrimada por un violento, apasionado patriotismo, en ambos, lados. He
insistido con la máxima energía en los aspectos negativos, en la infinita
torpeza, en la culpabilidad de los promotores de la guerra, en la anormalidad
que la constituyó. Pero una vez «en guerra», una vez estallada y, de momento,
inevitable, era menester en alguna medida tomar partido, preferir un
beligerante a otro, aunque los dos pareciesen torpes, violentos, injustos,
condenables. He dicho preferir; es la condición de la vida humana; no se
aprueba, no se estima, no apetece, no gusta necesariamente lo que se prefiere;
el que prefiere la operación a la peritonitis no tiene la menor complacencia en
lo preferido; el que salta por una ventana para escapar a las llamas no tiene
nada a favor del salto: simplemente le parece el mal menor.
A ambos lados, innumerables
españoles sintieron que había gue combatir para salvar a España; incluso
los quepensaban que en todo caso caminaba hacia su perdición, creían que
uno de los términos del dilema era preferible, que el otro era más destructor,
o más injusto, o más irremediable o irreversible. Añádase la propaganda, la
retórica bélica, el contagio del entusiasmo positivo de los que lo sentían, el
horror hacia las maldades -demasiado ciertas- del enemigo. Al cabo de unos
meses, millones de españoles estaban enloquecidos, sin duda, pero llenos de
entusiasmo patriótico, dedicados a destruir España por amor de ella.
Especialmente los muy
jóvenes, que soportaron más que nadie el peso y el sufrimiento de la guerra; y
las mujeres, que sólo en mínima proporción la habían querido, que la padecían
en mil formas; y, en general, las personas sencillas, sin influencia en la vida
colectiva, con un mínimo de responsabilidad, sujetos pasivos de todas las
manipulaciones. La guerra suscitó la movilización de enérgicas virtudes: la
capacidad de sacrificio, la generosidad, la hermandad, la impavidez frente al
dolor o la muerte, el heroísmo.
Se puede pensar -se debe
pensar- que todo aquello estaba mal empleado, que tal cúmulo de virtudes, tal
capacidad de esfuerzo, aplicados a algo inteligente y constructivo habrían
puesto a España en pocos años en la cima de su prosperidad y plenitud, en lugar
de dejarla cubierta de escombros, campos asolados, muertos, mutilados,
prisioneros, odiadores y criminales. Pero esto no debe ocultar la evidencia de
que los españoles extrajeron de su fondo último una impresionante suma de
energía, resistencia y entusiasmo.
Los mitos se acumularon en
ambas zonas. La justicia social, la redención del proletariado, la revolución
universal, la civilización cristiana, la unidad de la patria desgarrada, el
orden, la familia. Poco importa que, en nombre de todo eso, se cometieran
atroces violaciones de lo mismo que se pretendía defender. El mito que tuvo más
aceptación y cultivo fue el de la independencia. La presencia de combatientes
italianos y alemanes en la zona «nacional», de las brigadas internacionales y
«consejeros» soviéticos en la «republicana», fueron suficientes para que se
hablase en las dos de «invasión» (la presencia de los moros en el campo
«nacional» dio lugar a muy sabrosos comentarios, y obligó a desarrollar con
muchos circunloquios el tema de la «Cruzada»). Al cabo de algún tiempo, la
propaganda de ambas zonas hablaba como si algunos españoles, por casualidad,
combatiesen en el lado de enfrente, meros «cómplices» de los invasores
extranjeros.
Esto era, como es notorio,
una absoluta falsedad, pero servía para oscurecer el hecho cierto e
incontrovertible de la manipulación de los españoles por los gobiernos de
Italia, Alemania y la Unión Soviética, de su influencia decisiva en la génesis
de la guerra y en su desarrollo. (Y cuando pasó el peligro, cuando uno de los
bandos logró la victoria, cuando ya no fue necesaria esa propaganda y convenía
más otra, la de la solidaridad totalitaria entre Berlín, Roma y Madrid, sus
conexiones durante la guerra fueron proclamadas y aireadas por los vencedores y
sus aliados; basta con leer los periódicos de abril y mayo de 1939, las
noticias y los comentarios de los que en ellos escribían lo que tal vez
prefieren olvidar).
Todo esto funcionó de manera
decisiva en el desenlace de la guerra. En diversas ocasiones, más entre los
republicanos que entre sus enemigos, había habido deseos y hasta intentos de
terminarla por un convenio o arreglo, por una paz. La derrota de los italianos
en Brihuega -de la que, si no me engaño, se alegraron incluso muchos españoles
de la zona «nacional»- fue un primer momento oportuno, pronto frustrado. (La
detención del ejército hasta entonces victorioso a las puertas de Madrid
hubiera sido la gran ocasión, pero la situación global en noviembre de Í936 la
hacía imposible.) La toma de Teruel por los republicanos, en el invierno
1937-38, fue quizá la oportunidad más favorable, pero los partidarios de la paz
eran débiles y fueron barridos de ambos lados. Desde poco después, la suerte de
la guerra estaba echada: la República estaba derrotada -es decir, lo que quedaba
de la República, lo que se seguía llamando así-, y el final era cuestión de
tiempo. ¿Sólo de tiempo? De miles de muertes, destrucción, pérdidas, dolor.
Aquí funcionó una vez más el
aspecto más repulsivo de todo este proceso. Del lado «republicano» -y nunca más
justificadas las comillas dubitativas-, se decidió la prolongación a ultranza
de la guerra, aunque estuviese enteramente perdida, porque ese era el interés
del «proletariado universal», al cual se podían sacrificar otras cien mil vidas
españolas. Del lado «nacional» se inventó la funesta fórmula -usada en 1945 por
los vencedores de la guerra mundial- rendición sin condiciones, lo cual quería
decir «victoria sin vencidos», sin conservarlos como sujeto del otro lado del
desenlace de la guerra, destruyendo así lo que esta pueda tener de civilizado.
La historia del mes de marzo de 1939, nunca bien contada, de la cual soy quizá
el último viviente que tenga conocimiento directo desde Madrid, es la clave de
lo que la guerra fue en última instancia. Un análisis riguroso de lo que
sucedió en ese mes, de lo que se hizo y se dijo, arrojaría una luz inesperada
sobre los aspectos más significativos de la contienda y sobre las
posibilidades-destruídas- de la paz. Tal vez algún día intente presentar mis
recuerdos y mis documentos de esas pocas semanas decisivas, que se pueden
simbolizar en el nombre admirable de Julián Besteiro.
No se entiende el final de
la guerra si no se tiene presente que en el lado republicano, y especialmente
en Madrid, había un heroico cansancio, después de dos años y medio de asedio,
hambre, frío, bombardeos y cañoneos diarios, condiciones de vida que tal vez
ninguna ciudad haya soportado tan estoicamente y durante tanto tiempo. Creo que
se llegó a producir una peculiar solidaridad entre los madrileños, más allá de
sus divisiones ideológicas y sociales, de la persecución que muchos habían
padecido -ferozmente en los primeros cuatro meses, con menos encarnizamiento
después-; sólo esto explicaría la conducta de los madrileños que se sentían
vencedores cuando la guerra terminó, tan superior por su generosidad y
tolerancia a la del ejército de ocupación que entró en Madrid, sin lucha, el 28
de marzo, y sobre todo a la de los funcionarios políticos que tomaron posesión
de la capital en los meses siguientes.
En la zona republicana,
además de cansancio había una infinita desilusión. Se sentían burlados,
engañados, manipulados, utilizados por los más representativos de sus
dirigentes. Además, desde el 5 al 28 de marzo se les había dicho la verdad -caso
único desde julio de 1936 hasta fines de 1975-. Los vencidos se sabían
vencidos, y lo aceptaban en su mayoría con entereza, dignidad y resignación;
muchos pensaban -o sentían confusamente- que habían merecido la derrota, aunque
esto no significara que los otros hubiesen merecido la victoria. Los justamente
vencidos; los injustamente vencedores. Esta fórmula, que enuncié muchos años
después, que resume en seis palabras mi opinión final sobre la guerra civil,
podría traducir, pienso, el sentimiento de los que habían sido beligerantes
republicanos.
Sobre este suelo se pudo
edificar la paz. Si así se hubiera hecho, si se hubiese establecido una paz con
todos los españoles, vencedores y vencidos, distinguidos pero unidos, con
papeles diferentes pero igualmente esenciales, al cabo de poco tiempo la guerra
hubiese desaparecido tras el horizonte, como el sol poniente, y hubiese quedado
una España entera, más allá de la discordia.
No fue así. En lugar de una
reconciliación -aunque la dirección de los asuntos públicos hubiera recaído de
momento en manos de los vencedores-, se inició una represión universal,
ilimitada y, lo que es más grave, por nadie resistida ni discutida. Se pueden
repasar las conductas y las palabras -incluso impresas-de los que entonces gozaban
de prestigio e influjo, y cuesta encontrar la más tímida petición de clemencia,
no digamos una defensa, o una repulsa de la represión. Y hay que incluir, y muy
especialmente, a los que posteriormente se han sentido invadidos de entusiasmo
por las tesis y las figuras que implacablemente combatieron hasta después de su
derrota.
Un elevadísimo número de
españoles tuvieron que abandonar el país; entre ellos se encontraban no pocos
de los más eminentes. Cientos de miles pasaron por las prisiones, más o menos
tiempo -el suficiente para dejarlos heridos y, en muchos casos, llenos de
perpetuo rencor-; bastantes millares fueron ejecutados, en condiciones
jurídicamente atroces, y en muchos casos por «delitos» que, aun siendo ciertos,
hacían monstruosa la sentencia. Se estableció -y en principio para siempre- una
distinción entre dos clases de españoles: los «afectos» y los «desafectos», los
que tenían, más que derechos, privilegios, y los que carecían de ambas cosas.
Esto condujo a la
perpetuación del espíritu de guerra, decenios después de terminada. A esto
ayudó sin duda la continuidad de la guerra española con la mundial, el
establecimiento de paralelismos. Falsos, pero no por ello menos perturbadores.
Se produjo una «fijación» de las posturas, una especie de congelación, en
virtud de la cual muchos decidieron vivir de las rentas de la guerra. Entre los
vencedores esto podía tener un sentido literal, pero entre los vencidos se dio
la misma actitud: una incapacidad de cambiar, de enterarse de lo que pasaba, de
mirar hacia adelante, de vivir el tiempo real. La actitud de «los mal llamados
años» ha hecho que muchos españoles (en la emigración o, lo que es peor, en
España) vivan cuatro decenios escasos como si no vivieran, como si aquel tiempo
-el de sus vidas- no mereciera llamarse así.
Naturalmente, esto era una
engañosa ilusión, un espejismo. El tiempo, que ni vuelve ni tropieza -dice un
verso de Quevedo, que hace muchos años escogí para título de uno de mis
libros-. El tiempo, efectivamente, ni vuelve ni tropieza; pasa, se desliza de
entre nuestras manos, constituye nuestra vida. Por debajo de las apariencias,
incluso de las realidades oficiales, se ha ido produciendo una fantástica
transformación de la sociedad española, tan viva, tan capaz de superar todas
las pruebas y dificultades. Varias generaciones nuevas han aflorado en nuestro
escenario histórico, han ido ocupando su puesto, ensayando su estilo, se han
ido esforzando por realizar sus oscuros deseos, sus pretensiones a veces no
bien formuladas; lo han hecho con recursos inimaginables antes, que nunca
habían poseído los que hicieron o padecieron la guerra; han estado oyendo las
viejas palabras de unos y otros, sin acabar de entenderlas, como algo que
apenas tiene que ver con la realidad, como un rumor habitual y monótono que
impide oír las voces que habría que escuchar. Así fue creciendo la distancia
entre la España real y las dos Españas «oficiales» congeladas, petrificadas en
los gestos de la beligerancia.
Esta es la situación actual;
desde ella hay que volver nuevamente los ojos a la guerra, para recordarla -es
decir, llevarla otra vez al corazón- como algo absolutamente pasado, como
nuestro pretérito común. No podemos olvidarla, porque eso nos expondría a
repetirla. Tenemos que ponerla en su lugar, es decir, detrás de nosotros, sin
que sea un estorbo que nos impida vivir, esa operación que se ejecuta hacia
adelante.
Tenemos que eludir el último
peligro: que nos vuelvan a contar la guerra desde la otra beligerancia, desde
las otras mentiras, ahora que la mitad de ellas había perdido su eficacia y era
inoperante. Entre 1936 y 1939 los españoles se dedicaron a hacer la guerra, a
intentar ganar la guerra; desde esta última fecha malversaron lo que habían
conseguido, no supieron edificar adecuadamente la paz. Esta es nuestra empresa:
darnos cuenta de que necesitamos vencer a la guerra, curarnos, sin recaída
posible, de esa locura biográfica, es decir, social, que nos acometió hace algo
más de cuarenta años, cuya amenaza ha sido tan hábilmente aprovechada para paralizarnos,
para frenar el ejercicio de nuestra libertad histórica, la plena posesión de
nuestro tiempo, la busca y aceptación de nuestro destino.
Madrid, Semana Santa de
1980.
J.M.*
Escritor y catedrático de
Filosofía. Miembro de la Real Academia Española.
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