La Guerra era el estado natural del hombre en sus comienzos. A través de la violencia se dirimían los más diversos intereses en disputa. La Política era la Guerra más allá de los asuntos propios de un Gobierno dado. La Diplomacia apareció como consecuencia de los altos costes bélicos. La experiencia guerrera implicaba la destrucción irremediable, y en la mayoría de los casos, irreparable, sobre bienes materiales y personas, de manera especial, civiles y gente inocente. Los embajadores tenían como misión la de entrelazar alianzas todopoderosas y neutralizar a los potenciales adversarios sin necesidad de recurrir a la fuerza de los hechos. Aunque esto último representaba algo ineludible.
Antiguos tratadistas como Sun-Zi de la milenaria China explicaban el ardor guerrero a través de máximas y consejos: “El jefe que conoce al enemigo y se conoce así mismo no correrá el menor riesgo, aunque libre cien batallas”. O éste otro un tanto ceremonioso: “La victoria siempre se puede predecir, pero nunca se puede garantizar”.
En la era de los héroes la mitología exacerbó los enfrentamientos. Los Dioses tomaban partido y condenaban a los hombres a vivir de las proezas. El destino terminaba siendo una fatalidad en la mayoría de los casos. La “grandeza” se disipaba bajo el más completo absurdo. La hechicera Medea, protectora del príncipe Jasón y sus argonautas en la aventura por conseguir el “Vellocino de Oro”, tuvo plena conciencia de la inutilidad de una violencia que conduce inexorablemente a la destrucción y la muerte. Estas fueron sus palabras de acuerdo a Nathaniel Hawthorne luego de una refriega entre guerreros indomables:
“-¡Victoria! ¡Victoria! –antes de caer él también, y quedar tendido en silencio entre sus hermanos muertos.
¡Y así terminó ese ejército que había brotado de los dientes de dragón! ¡Aquel combate afiebrado y feroz fue el único goce que probaron, en esta hermosa tierra!
-¡Y así yacen ahora en su lecho de gloria! –dijo la princesa Medea, dirigiéndole a Jasón una sonrisa socarrona-. ¡El mundo siempre tendrá muchos tontos iguales a estos, que luchan y mueren sin saber porqué, y creen que la Posteridad se tomará el trabajo de colocar coronas de laurel sobre sus cascos oxidados y abollados!”
Las coronas, desfiles y arcos triunfales se siguen fomentando como rituales patrióticos y nacionalistas para justificar ideológicamente los homicidios en masa que representan las guerras. No hay duda que el patriotismo, como bien lo expresó Medea, mucho antes que el Dr. Samuel Johnson, sigue siendo el refugio de los tontos y canallas.
DR. ANGEL RAFAEL LOMBARDI BOSCAN
DIRECTOR DEL CENTRO DE ESTUDIOS HISTORICOS DE LUZ
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