domingo, marzo 25, 2012

El historiador venezolano Elías Pino Iturrieta nos habla de la Constitución de Cádiz a propósito de su bicentenario

Nota: el subrayado es nuestro. 

La Constitución de Cádiz y nosotros

Para el 18 de marzo de 1812 ya somos independientes en Venezuela y tenemos Constitución desde 1811


ELÍAS PINO ITURRIETA |  EL UNIVERSAL
domingo 25 de marzo de 2012  12:00 AM
Con motivo de la conmemoración del bicentenario de la Constitución de Cádiz, historiadores y comentaristas españoles se han prodigado en opiniones entusiastas sobre la influencia que tuvo en la independencia hispanoamericana. Ciertamente es una pieza fundamental de la evolución de la Península hacia una convivencia liberal y hacia la desaparición del absolutismo monárquico, pero no puede considerarse como motor de los movimientos que condujeron al descalabro del imperio desde la primera mitad del siglo XIX. Las reacciones y las distancias hispanoamericanas son anteriores a la reunión de las cortes que establecen los fundamentos de la monarquía constitucional cuando Napoleón sojuzga a España; los procesos de ultramar se han abierto camino antes de los llamados de los diputados gaditanos, sin que se trate ahora de disminuir la relevancia que pudo tener entre nosotros el brote colosal de modernidad que ahora cumple doscientos años y se conmemora con sobrado fundamento. 

El incentivo capaz de animar las ansias de independencia se publica en Caracas en 14 de abril de 1809, cuando la Junta Central notifica a los venezolanos que ya no son colonos, ni habitantes de factorías. En consecuencia, los invita a escoger diputados para las cortes que se reunirán en Cádiz con el propósito de resolver el destino de una comunidad unida por los mismos intereses. Esta invitación al desarrollo de conductas políticas, hecha mediante un documento a través del cual se puede colegir la debilidad de un régimen de transición que solicita oxígeno de ultramar, mueve a mayores reacciones en un ambiente que ya se está moviendo por su cuenta desde la víspera, y contribuye a que abran más los ojos los miembros del criollaje, que los tienen abiertos desde hace tiempo y saben perfectamente lo que tienen entre manos. La Junta Central coquetea con unos individuos a quienes solicita ayuda mecánica, un apoyo nacido del entusiasmo que puede provocar la sorpresiva elevación de su estatus, sin considerar que ellos tienen elementos de juicio capaces de llevarlos a manejarse con autonomía hasta el punto de provocar una discusión, no sólo sobre la elección de unos diputados que viajarán a Cádiz, sino también sobre cómo no les conviene estar allí cuando se les convoca sorpresivamente y no se les concede una participación igual a la que tendrán los representantes que habitan la metrópoli. En definitiva, la invitación genera polémicas que no conducen a los procesos de elección solicitados por la Junta Central, ni a preocuparse de veras por los sucesos del inesperado parlamento que se instala. Apenas un representante de Maracaibo, José Domingo Rus, se sienta en los escaños de una asamblea que no llega a influir en los sucesos venezolanos como se ha tratado de proponer. Tiene un papel relevante el señor Rus, pero una sola golondrina no hace verano. 

Cuando las cortes aprueban la Constitución Política de la Monarquía Española, el 18 de marzo de 1812, ya ha corrido demasiada agua bajo los puentes de Venezuela. Ya somos independientes y tenemos Constitución desde 1811. Ya hemos derramado sin mayor fortuna mucha sangre en la guerra contra los políticos que ahora estrenan un documento de orientación liberal. Todavía más: ni Monteverde que se enseñorea después de escalofriantes escaramuzas, ni Bolívar que busca el retorno para imponer una dictadura, están para solazarse en la proclamación de un manual redactado en Cádiz. La Constitución se jura con solemnidad en Caracas, en noviembre de 1812, sin que se divulgue su contenido ni se aplique en los hechos. La Guerra a Muerte no está para tafetanes. Ni Fernando VII, que le da una patada al texto constitucional cuando asciende al trono, en 1814. 

Sólo en 1820, como consecuencia del alzamiento militar de Riego y Quiroga que obliga al restablecimiento de la Constitución de Cádiz en la Península y en las colonias insurgentes, se puede hablar de un influjo digno de atención. La beligerancia militar entorpece el envío de fuerzas y pertrechos para el combate de los revolucionarios; y la vuelta a la idea de la existencia de la igualdad de los españoles de ambos hemisferios, en la cual insisten los liberales de esta segunda ola, obliga a un trato distinto de los protagonistas de la Independencia. Se les concede beligerancia, dejan de calificarse como forajidos, para que a Morillo no le quede más remedio que ponerse a parlamentar en términos civilizados con el Libertador. Ahora si hay elementos como para detenerse en un sesgo capaz de determinar el rumbo de los acontecimientos, sin que el asunto se aproxime a los terrenos ideológico y programático, sin que el texto constitucional sea objeto de reflexiones y deliberaciones. En Caracas se jura de nuevo la Constitución de Cádiz en junio de 1820, dentro de cuatro paredes, pero la batalla de Carabobo sucede en junio de 1821, a campo raso y con evidente contundencia. 

Tal es el destino que tiene aquí el texto promulgado en la fiesta de San José de 1812. Sin su existencia no se puede entender la historia de una España encaminada hacia la libertad, pero en el caso venezolano no hizo falta para mover una corriente que ya se había encrespado. Animó el itinerario de los navegantes en algún trance de iniciación, pero en ningún predicamento le concedió impulsos vitales. Felicitemos a doña Pepa, entonces, sin ponerla en el centro del convite. 

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