martes, noviembre 21, 2006
lunes, abril 10, 2006
Hace 7 años nos dejó Luis Castro Leiva (1943-1999) (y III)
Karl Krispin
Publicado el 20-IV-1999.
Francamente me ha parecido una
desconsideración de Luis Castro Leiva
morirse en este momento. Es ante todo una
injusticia para un país que ha
perdido las brújulas que gente como el
profesor Castro Leiva desaparezca sin
terminar de advertir al colectivo que insiste
en tomar los atajos de la sinrazón.
Para ello vivió el intelectual: en el empeño
de que la historia que lo acorralaba
debía servirse de sumas y no de restas para
armar las piezas del rompecabezas.
Con su inteligente escalpelo de poner todo a
merced de la duda, Castro no se
rindió jamás a la henchida satisfacción de
considerarse rotularmente un
intelectual en el sentido de que nuestras
decadentes academias y asociaciones
de escritores lo proclaman. Siempre vio con
sorna ese producto despreciable al
que llamaba 'la industria de la historia',
estéril aletargamiento e indigestión con
los mitos, no otra cosa que lo que se ha
venido repitiendo con abusiva
nemotecnia en este país donde ciertos
intelectuales compiten con las reinas de
belleza en ver quién moldea los mejores
figurines para el acto escolar de la
República. Luis Castro Leiva hizo del recurso
intelectual más bien la mueca, la
mascarada, el guiño del reverso de quien se
atrevió a llamar las cosas por su
nombre y despachar que nuestro acontecer no
ha sido precisamente una
colección de barajitas inmortales en el álbum
de la patria.
En una sociedad que desde la Independencia no
hace otra cosa que invocar en
la ouija oficialista los fantasmas de glorias
preteridas, el bronce de las plazas y
las ofrendas florales de los aniversarios,
Castro Leiva se situó en la acera de
enfrente para exhumar los cadáveres del
pasado y concluir con su autopsia que
nuestra gloria no aparecía tan inmarcesible
como podrían sostener los clubes de
la historia. Dicho sea de paso, esta
mitología nos ha condenado a inmovilizar el
presente. De algún modo el escritor vino a
gritar como tantas veces lo hizo que
donde presumíamos riqueza y oropeles había sólo
desnudez, como en el cuento
de Andersen. Su contribución a la
historiografía consiguió despojarse de ese
enajenamiento de liturgias e incienso y
concluir que los que han andado y
desandado la historia son, como corresponde,
seres de carne y hueso, con
grandezas y miserias, pero nunca semidioses o
elegidos. En este sentido,
perteneció a un grupo de revisionistas que
alertó sobre los abusos de la teología
bolivariana.
El primer acceso a quien era, lo tuve con
aquel magnífico programa de TV,
Atletas , donde dedicó sus afanes del
pensamiento a la hazaña épica,
contenciosa, del aparentemente cándido mundo
del deporte, que dista mucho
de serlo, huelga decir. Allí Luis, frente a
las cámaras, nos impulsaba a echar una
ojeada civilizatoria a uno de los factores
quintaesencialmente más expresadores
de cultura: la competencia que nace de la
desigualdad y aspira el triunfo, la puja,
el reconocimiento. Su análisis elegante y
pausado, con la compostura del
gentilhombre y el perspicaz scholar que
siempre fue, tendía a hacernos abrir los
ojos y descubrir la lucha descarnada y hasta
cruel que encerraban el fútbol, el
lanzamiento de jabalina, el arco de la
garrocha o el revés de un tenista, no
obstante los graciosos corolarios de las
medallas y los lustrosos trofeos.
Pude tratarlo personalmente gracias a una
iniciativa de nuestro común amigo
Henrique Iribarren, quien nos llamo para
motorizar un proyecto de investigación
histórica que patrocinaría el Banco de
Venezuela. Fueron casi tres meses de
reuniones, de intercambio de puntos de vista,
de malabarismos teóricos que
cristalizaron en la propuesta que
presentamos. Desafortunadamente la posterior
intervención del banco hizo añicos el
proyecto, pero quedó el privilegio de
haber conocido y trabajado (gratis, por
cierto. Jamás vimos un solo cheque de
gerencia) junto a una mente superior cuya
mejor caracterización, no me cabe
duda, era la inmensa capacidad para construir
un edificio completo de ideas sin
peligro a que se descalabrara uno solo de sus
cimientos.
Donde más llegó al gran público fue como
articulista. Allí no tuvo piedad alguna
para derrumbar estatuas y aplicarle la
risotada a los mitos presentes y pasados.
Las páginas, primero de El Diario de Caracas
y posteriormente estas mismas de
El Universal , consagraron su trinchera para
recordarnos que no vivíamos 'en
el mejor de los mundos'. Aquí hizo gala de
que su pensamiento no sólo podía
avecindarse con familiaridad en los grandes
temas académicos, sino en su
repliege al pelotón de lo cotidiano, donde no
enarboló banderas de tregua ante
la evidencia de la gravísima descomposición
política y cultural de lo
contemporáneo, con énfasis en la purulencia
venezolana ante los arrebatos de
los impostores de su historia reciente.
A la muerte de Louis Aragón alguien dijo que
se había llevado parte del fuego
con que nos iluminó. Con esta inesperada
desaparición sus lectores y amigos
habremos de sospechar que hará falta ese
calor de hoguera intelectual con que
incendió nuestra reflexión. Es una canallada
del destino morirse, una
desconsideración marcharse así, señor Luis
Castro Leiva y en ello consiste su
involuntaria falta de politesse con nosotros
en estos raros tiempos cuando
abunda la genuflexión y pocos como usted
podían hacernos mirar con valentía
nuestros aconteceres.
kkrispin@telcel.net.ve
domingo, abril 09, 2006
Hace 7 años nos dejó Luis Castro Leiva (1943-1999) (II)
¿Y qué con mi risa, Luis Castro?
Para Carole Leal
Ignacio Avalos Gutiérrez
Publicado el 20-IV-1999.
La primera vez fue en el colegio San Ignacio.
Lo conocí de vista y jamás
cruzamos palabra, menos que menos un gesto.
Con prestigio de alumno
aplicado, leía mucho, 'hasta Filosofía',
según era fama en los salones del
bachillerato, mientras, varios cursos abajo,
yo no alcanzaba a mirar mucho más
allá del fútbol. No cupo, así, posibilidad
alguna de encuentro entre nosotros.
Luego la memoria me da brincos y el registro
se me desordena. Sé que nos
vimos en diversas ocasiones y, en especial,
que coincidimos en un grupo
integrado por seis personas que se reunieron
frecuentemente durante casi dos
años en el restaurante Campanella para ver
'cómo estaban las vainas en el país',
según rezaba la única disposición del estatuto
que lo fundó.
Antes o después, no sé, fui televidente
asiduo, casi religioso, de su programa
Atletas, observando, con curiosidad y
envidia, cómo diablos explicaba, sin más
recursos que una yerbita que se metía en la
boca y apenas algunas imágenes de
archivo, el significado del deporte.
Viéndolo, uno se enteraba, por ejemplo, cómo
el golf es bastante más que
pegarle duro y preciso a la pelotica con un
palo; la marathón bastante más que
sudarse en cuarenta y dos kilómetros y pico,
a cuenta de un entrenamiento físico
muy cuidadoso;o el rugby del cual fue
introductor en Venezuela bastante más
que un elenco de brusquedades bajo el
pretexto de derrotar al enemigo. Hacía
una interpretación admirable del gesto
deportivo a través de miles de metáforas,
llenándolo de un sentido antropológico que
los simples fanáticos no llegaban ni
siquiera a sospechar.
Hace cinco años nos volvimos a encontrar. El
azar la suerte en mi caso, no hay
duda, hizo que coincidiéramos durante el
gobierno del presidente Caldera, en el
directorio del Conicit. Allí lo tuvimos,
desplegando todos sus talentos 'en
función privada', al menos dos veces al mes,
durante media mañana de trabajo
intenso, la cual hacía amena e interesante.
En el transcurso de cada reunión, a
propósito de cualquiera de sus
intervenciones, imitaba a algún personaje,
hablabla como francés o como chileno o
mexicano, asumía el estilo sifrino, subía
la voz, la bajaba, se paraba, se sentaba, se
quitaba los lentes o se los ponía, en
medio de una actuación natural que a todos
cautivaba. Sus compañeros lo
mirábamos hablar, admirados por su oratoria
entretenida, llena de inteligencia,
de erudición y de chispa, como si fuera un
matemático de la palabra, tal la
perfección lógica con la que todo le quedaba
dicho. Lo constatábamos en su
preocupación obsesiva por la calidad de las
ciencias sociales en Venezuela, la
ética de la investigación científica o la
construcción, desde la parcela modesta
del Conicit, de un Estado que funcionara con
eficacia y honradez. Lo sentíamos
vehemente, alegre, triste, deprimido,
irónico, burlón, neurótico, furioso, sin
pudor alguno para esconder sus emociones, en
medio de un respeto lleno de
delicadeza hacia nosotros.
No fui de su círculo intelectual, ni lector,
siquiera medianamente enterado, de su
obra académica. Pero el cielo me lo puso a
mano, tan cerca como para saber
que era uno de nuestros mejores pensadores en
los últimos tiempos, de los que
tuvo las ideas e intuiciones más poderosas y
sugerentes sobre el país de antes y
de ahora, de los que más claves nos dio para
entenderlo y cambiarlo, de los que
más nos hizo pensar sobre nuestro destino
colectivo, aunque a veces sólo fuera
por la razón de tener que discrepar de él. Deja,
entonces, muchos motivos
importantes para que lo tengamos en nuestro
archivo colectivo, eternamente
disponible, sobre todo en la presente época
venezolana, tan complicada.
En mi memoria personal me queda, sobre todo,
la reminiscencia de un hombre
bueno, en el buen sentido de la palabra, como
añadiría Unamuno. Me guardaré
para siempre su simpatía, su largueza de
corazón, su ingenuidad para muchas
cosas, su solidaridad, inexplicable si no
fuera por la desmesura de su cariño.
Pero sobre todo me cuidaré de no perder el
recuerdo de su humor humano,
único y extraordinario. Aunque, al
rememorarlo, seguramente eche de menos mi
propia risa.
sábado, abril 08, 2006
Hace 7 años nos dejó Luis Castro Leiva (1943-1999) (I)
A modo de homenaje transcribiré 3 artículos (en los días siguientes) publicados a pocos días de su fallecimiento por personas que lo conocieron y que siempre lo admirarán al igual que yo. Me disculpan el hecho que no recuerdo donde fueron publicados.
Lo conocí personalmente en 1997 cuando era asistente del director de investigaciones del IFEDEC: el doctor Jesús Marrero Carpio. Sabía del maestro por uno de sus discípulos: el profesor Oscar Vallés (amigo y guía intelectual en la Escuela de Estudios Políticos durante mis estudios de pregrado en la UCV). Me costó mucho leerlo y más aun comprenderlo, todavía no sé si lo he entendido bien. Tuve que hablar varias veces con él por varias ponencias que presentó en el IFEDEC y siempre fue una persona amable y humilde, algo extraño en una persona que había logrado elevarse tan alto en lo intelectual. Eso es algo que nunca olvidaré.
Lo conocí personalmente en 1997 cuando era asistente del director de investigaciones del IFEDEC: el doctor Jesús Marrero Carpio. Sabía del maestro por uno de sus discípulos: el profesor Oscar Vallés (amigo y guía intelectual en la Escuela de Estudios Políticos durante mis estudios de pregrado en la UCV). Me costó mucho leerlo y más aun comprenderlo, todavía no sé si lo he entendido bien. Tuve que hablar varias veces con él por varias ponencias que presentó en el IFEDEC y siempre fue una persona amable y humilde, algo extraño en una persona que había logrado elevarse tan alto en lo intelectual. Eso es algo que nunca olvidaré.
Profeballa
A Luis Castro, amigo e interlocutor
Graciela Soriano de García-Pelayo
15-IV-1999.
Ha muerto un scholar . No sé si esta palabra
dirá mucho en nuestro medio,
donde pensar no es propiamente profesión.
Pero el pensar reserva para quien lo
profesa lucros inmateriales y estimables, que
sólo se alcanzan cuando se vive la
academia con rigor y excelencia y se agitan y
configuran conciencias para hacer
país. Y esto es lo que ha hecho Luis Castro a
lo largo de su vida universitaria,
donde he tenido la suerte de compartir con él
alumnos y preocupaciones. No
me conformo con su partida, y mi
inconformidad me lleva a preguntarme a grito
herido dónde se esconde esa energía que se
ocupó en pensar, entender,
enseñar. La energía queda con fuerza más o
menos trascendente sobre el
tiempo reflexiono en los escritos del
pensador. ¿Quién negará la fuerza
tremebunda y sostenida del pensamiento en
tantos siglos de la historia humana?
En el recuerdo de los vivos mientras vivan perdurará
el recuerdo de Luis
Castro. Cuando no estemos, en sus escritos.
Pero el problema está en que
cuando se piensa en él, no basta la
escritura. Falta lo que podía transmitir su
presencia, su voz, su gesto, su ironía, su
humor, en fin, todo su ser. Eso se fue
con él, y quienes poseemos su recuerdo lo
guardaremos bien para contarlo o
quienes no tuvieron la suerte de entenderlo,
para aclarar que la elocuencia de su
gesto no constituía una simple vocación de
actor. Hace unos años, con ocasión
de la muerte de Manuel García-Pelayo, Luis
redactó un largo escrito en su
memoria, del que extraigo palabras que hoy me
ayudan a entenderlo mejor:
'Hacer historia de las ideas, volverlas lo
que son: voces, hechos y desechos de
lo que hacen los seres que son humanos e
inhumanos, esa es la tarea o el oficio
de la equidad...' ...'Sin equidad no hay
historia'... ...'la equidad, desprovista de
ese gusto protestante por la conciencia... es
lo más cercano a cómo ocurren las
cosas. Justicia de las cosas vividas tal y
como, en su totalidad no fueron
conocidas y que, hasta donde lo fueron, sólo
lo fueron a medias. Me interrogo
¿qué queda de los relatos que uno narra, que
están bajo, sobre, más allá o más
acá de la escritura? Las rendijas de los signos,
de las letras, de los sintagmas, de
todo lo que sirve para engrillar de
intersticios el acto total del habla, privándole
de la riqueza de su realización, eso es lo
que escamotea la escritura. Lo hace,
además, en nombre de una falsa eternidad que
desoye bien el historiador de la
palabra, de los símbolos, de las ideas'.
Así elaboró entonces su respuesta a mi
pregunta, expresando que la
consustancialidad de su fuerza comunicativa
con el discurso era su forma plena
de vivir y pensar; de entender y profesar una
seria labor intelectual. Por eso
rescato el párrafo, para expresar lo que
Manuel Caballero llamaba ayer
'equilibrio armonioso entre corazón y
cerebro'. Porque Luis rebasaba sus
escritos: ponía todo su ser al servicio de lo
que quería expresar y, cuando hacía
historia de las ideas, se sumergía de lleno
en el contexto, en la mentalidad del
otro tiempo, y lo sentía, tan o más
profundamente como el testimonio
provocador de su reflexión. ¿Habría tenido
tiempo de pensar en la manera de
comunicar éste, su método, para hacerlo
perdurable y capaz de abrir áreas
inefables a la investigación en este campo
virgen de nuestra historia intelectual?
¿Se fue demasiado pronto? Sólo sus discípulos
poseen la respuesta.
He perdido un amigo e inefable colega pero,
sobre todo, un interlocutor. En
nuestro mundo de 'investigadores-docentes'
todo interlocutor es (o debería ser)
insustituible. Pero en la Venezuela 'fin de
siglo' perder un interlocutor como él,
es perder una parte de uno mismo. Me dejo
llevar por el recuerdo. A principios
de los setenta empezó nuestra relación
cómplice de interlocutores con
preocupación común, aunque de origen
diferente, con buen rigor y humor en
tantos ratos pasados en las tertulias de
aquel reducto intelectual del antiguo
Instituto de Estudios Políticos. ¡Cuántos
irrepetibles ratos compartidos entonces
bajo el alero de aquel refugio en el que la
auctoritas de su director preservaba la
racionalidad académica de las contingencias
políticas!
Los primeros ochenta, coincidíamos sin
haberlo acordado en la historia de
Venezuela y (en mi caso) de América. Y
volvimos a ser interlocutores. Ya no
de la Edad Media lejana, sino de tiempos más
cercanos y más propios, a cuyos
secretos queríamos acceder con el mismo afán
desde distintas perspectivas.
Siempre defendería el tratamiento dado por el
maestro a temas trabajados por
él antes que la historiografía francesa se
hubiera percatado bien de que existían.
La vehemencia enfática con la que Castro lo
expresaba, me devuelve ahora por
segundos una débil sonrisa. Desde fines de
los ochenta fuimos docentes de los
mismos alumnos del Doctorado de Ciencias
Políticas compartiendo problemas
y perspectivas que quedan en suspenso. ¿Y
pienso ahora, querido Luis, qué
quedará de lo que hacemos, de lo que
pensamos: del esfuerzo que nos costó
pensar y que pudiera oírsenos en el terreno
patrio que más de una vez hemos
sentido como erial? Tu hacer, que era pura
alma, no volverá, pero lo llevaremos
quienes entendimos y supimos lo profundo que
te afectaba, precisamente por
haber entendido y tratado de conjurar por el
conocimiento, la recurrente
tragedia.