lunes, abril 10, 2006

Hace 7 años nos dejó Luis Castro Leiva (1943-1999) (y III)




  La desconsideración de Castro Leiva

  Karl Krispin

  Publicado el 20-IV-1999.

  Francamente me ha parecido una desconsideración de Luis Castro Leiva
  morirse en este momento. Es ante todo una injusticia para un país que ha
  perdido las brújulas que gente como el profesor Castro Leiva desaparezca sin
  terminar de advertir al colectivo que insiste en tomar los atajos de la sinrazón.
  Para ello vivió el intelectual: en el empeño de que la historia que lo acorralaba
  debía servirse de sumas y no de restas para armar las piezas del rompecabezas.
  Con su inteligente escalpelo de poner todo a merced de la duda, Castro no se
  rindió jamás a la henchida satisfacción de considerarse rotularmente un
  intelectual en el sentido de que nuestras decadentes academias y asociaciones
  de escritores lo proclaman. Siempre vio con sorna ese producto despreciable al
  que llamaba 'la industria de la historia', estéril aletargamiento e indigestión con
  los mitos, no otra cosa que lo que se ha venido repitiendo con abusiva
  nemotecnia en este país donde ciertos intelectuales compiten con las reinas de
  belleza en ver quién moldea los mejores figurines para el acto escolar de la
  República. Luis Castro Leiva hizo del recurso intelectual más bien la mueca, la
  mascarada, el guiño del reverso de quien se atrevió a llamar las cosas por su
  nombre y despachar que nuestro acontecer no ha sido precisamente una
  colección de barajitas inmortales en el álbum de la patria.

  En una sociedad que desde la Independencia no hace otra cosa que invocar en
  la ouija oficialista los fantasmas de glorias preteridas, el bronce de las plazas y
  las ofrendas florales de los aniversarios, Castro Leiva se situó en la acera de
  enfrente para exhumar los cadáveres del pasado y concluir con su autopsia que
  nuestra gloria no aparecía tan inmarcesible como podrían sostener los clubes de
  la historia. Dicho sea de paso, esta mitología nos ha condenado a inmovilizar el
  presente. De algún modo el escritor vino a gritar como tantas veces lo hizo que
  donde presumíamos riqueza y oropeles había sólo desnudez, como en el cuento
  de Andersen. Su contribución a la historiografía consiguió despojarse de ese
  enajenamiento de liturgias e incienso y concluir que los que han andado y
  desandado la historia son, como corresponde, seres de carne y hueso, con
  grandezas y miserias, pero nunca semidioses o elegidos. En este sentido,
  perteneció a un grupo de revisionistas que alertó sobre los abusos de la teología
  bolivariana.

  El primer acceso a quien era, lo tuve con aquel magnífico programa de TV,
  Atletas , donde dedicó sus afanes del pensamiento a la hazaña épica,
  contenciosa, del aparentemente cándido mundo del deporte, que dista mucho
  de serlo, huelga decir. Allí Luis, frente a las cámaras, nos impulsaba a echar una
  ojeada civilizatoria a uno de los factores quintaesencialmente más expresadores
  de cultura: la competencia que nace de la desigualdad y aspira el triunfo, la puja,
  el reconocimiento. Su análisis elegante y pausado, con la compostura del
  gentilhombre y el perspicaz scholar que siempre fue, tendía a hacernos abrir los
  ojos y descubrir la lucha descarnada y hasta cruel que encerraban el fútbol, el
  lanzamiento de jabalina, el arco de la garrocha o el revés de un tenista, no
  obstante los graciosos corolarios de las medallas y los lustrosos trofeos.

  Pude tratarlo personalmente gracias a una iniciativa de nuestro común amigo
  Henrique Iribarren, quien nos llamo para motorizar un proyecto de investigación
  histórica que patrocinaría el Banco de Venezuela. Fueron casi tres meses de
  reuniones, de intercambio de puntos de vista, de malabarismos teóricos que
  cristalizaron en la propuesta que presentamos. Desafortunadamente la posterior
  intervención del banco hizo añicos el proyecto, pero quedó el privilegio de
  haber conocido y trabajado (gratis, por cierto. Jamás vimos un solo cheque de
  gerencia) junto a una mente superior cuya mejor caracterización, no me cabe
  duda, era la inmensa capacidad para construir un edificio completo de ideas sin
  peligro a que se descalabrara uno solo de sus cimientos.

  Donde más llegó al gran público fue como articulista. Allí no tuvo piedad alguna
  para derrumbar estatuas y aplicarle la risotada a los mitos presentes y pasados.
  Las páginas, primero de El Diario de Caracas y posteriormente estas mismas de
  El Universal , consagraron su trinchera para recordarnos que no vivíamos 'en
  el mejor de los mundos'. Aquí hizo gala de que su pensamiento no sólo podía
  avecindarse con familiaridad en los grandes temas académicos, sino en su
  repliege al pelotón de lo cotidiano, donde no enarboló banderas de tregua ante
  la evidencia de la gravísima descomposición política y cultural de lo
  contemporáneo, con énfasis en la purulencia venezolana ante los arrebatos de
  los impostores de su historia reciente.

  A la muerte de Louis Aragón alguien dijo que se había llevado parte del fuego
  con que nos iluminó. Con esta inesperada desaparición sus lectores y amigos
  habremos de sospechar que hará falta ese calor de hoguera intelectual con que
  incendió nuestra reflexión. Es una canallada del destino morirse, una
  desconsideración marcharse así, señor Luis Castro Leiva y en ello consiste su
  involuntaria falta de politesse con nosotros en estos raros tiempos cuando
  abunda la genuflexión y pocos como usted podían hacernos mirar con valentía
  nuestros aconteceres.

  kkrispin@telcel.net.ve

domingo, abril 09, 2006

Hace 7 años nos dejó Luis Castro Leiva (1943-1999) (II)



  ¿Y qué con mi risa, Luis Castro?

  Para Carole Leal

  Ignacio Avalos Gutiérrez 

Publicado el 20-IV-1999.

  La primera vez fue en el colegio San Ignacio. Lo conocí de vista y jamás
  cruzamos palabra, menos que menos un gesto. Con prestigio de alumno
  aplicado, leía mucho, 'hasta Filosofía', según era fama en los salones del
  bachillerato, mientras, varios cursos abajo, yo no alcanzaba a mirar mucho más
  allá del fútbol. No cupo, así, posibilidad alguna de encuentro entre nosotros.

  Luego la memoria me da brincos y el registro se me desordena. Sé que nos
  vimos en diversas ocasiones y, en especial, que coincidimos en un grupo
  integrado por seis personas que se reunieron frecuentemente durante casi dos
  años en el restaurante Campanella para ver 'cómo estaban las vainas en el país',
  según rezaba la única disposición del estatuto que lo fundó.

  Antes o después, no sé, fui televidente asiduo, casi religioso, de su programa
  Atletas, observando, con curiosidad y envidia, cómo diablos explicaba, sin más
  recursos que una yerbita que se metía en la boca y apenas algunas imágenes de
  archivo, el significado del deporte.

  Viéndolo, uno se enteraba, por ejemplo, cómo el golf es bastante más que
  pegarle duro y preciso a la pelotica con un palo; la marathón bastante más que
  sudarse en cuarenta y dos kilómetros y pico, a cuenta de un entrenamiento físico
  muy cuidadoso;o el rugby del cual fue introductor en Venezuela bastante más
  que un elenco de brusquedades bajo el pretexto de derrotar al enemigo. Hacía
  una interpretación admirable del gesto deportivo a través de miles de metáforas,
  llenándolo de un sentido antropológico que los simples fanáticos no llegaban ni
  siquiera a sospechar.

  Hace cinco años nos volvimos a encontrar. El azar la suerte en mi caso, no hay
  duda, hizo que coincidiéramos durante el gobierno del presidente Caldera, en el
  directorio del Conicit. Allí lo tuvimos, desplegando todos sus talentos 'en
  función privada', al menos dos veces al mes, durante media mañana de trabajo
  intenso, la cual hacía amena e interesante. En el transcurso de cada reunión, a
  propósito de cualquiera de sus intervenciones, imitaba a algún personaje,
  hablabla como francés o como chileno o mexicano, asumía el estilo sifrino, subía
  la voz, la bajaba, se paraba, se sentaba, se quitaba los lentes o se los ponía, en
  medio de una actuación natural que a todos cautivaba. Sus compañeros lo
  mirábamos hablar, admirados por su oratoria entretenida, llena de inteligencia,
  de erudición y de chispa, como si fuera un matemático de la palabra, tal la
  perfección lógica con la que todo le quedaba dicho. Lo constatábamos en su
  preocupación obsesiva por la calidad de las ciencias sociales en Venezuela, la
  ética de la investigación científica o la construcción, desde la parcela modesta
  del Conicit, de un Estado que funcionara con eficacia y honradez. Lo sentíamos
  vehemente, alegre, triste, deprimido, irónico, burlón, neurótico, furioso, sin
  pudor alguno para esconder sus emociones, en medio de un respeto lleno de
  delicadeza hacia nosotros.

  No fui de su círculo intelectual, ni lector, siquiera medianamente enterado, de su
  obra académica. Pero el cielo me lo puso a mano, tan cerca como para saber
  que era uno de nuestros mejores pensadores en los últimos tiempos, de los que
  tuvo las ideas e intuiciones más poderosas y sugerentes sobre el país de antes y
  de ahora, de los que más claves nos dio para entenderlo y cambiarlo, de los que
  más nos hizo pensar sobre nuestro destino colectivo, aunque a veces sólo fuera
  por la razón de tener que discrepar de él. Deja, entonces, muchos motivos
  importantes para que lo tengamos en nuestro archivo colectivo, eternamente
  disponible, sobre todo en la presente época venezolana, tan complicada.

  En mi memoria personal me queda, sobre todo, la reminiscencia de un hombre
  bueno, en el buen sentido de la palabra, como añadiría Unamuno. Me guardaré
  para siempre su simpatía, su largueza de corazón, su ingenuidad para muchas
  cosas, su solidaridad, inexplicable si no fuera por la desmesura de su cariño.

  Pero sobre todo me cuidaré de no perder el recuerdo de su humor humano,
  único y extraordinario. Aunque, al rememorarlo, seguramente eche de menos mi
  propia risa.

sábado, abril 08, 2006

Hace 7 años nos dejó Luis Castro Leiva (1943-1999) (I)

A modo de homenaje transcribiré 3 artículos (en los días siguientes) publicados a pocos días de su fallecimiento por personas que lo conocieron y que siempre lo admirarán al igual que yo. Me disculpan el hecho que no recuerdo donde fueron publicados.

Lo conocí personalmente en 1997 cuando era asistente del director de investigaciones del IFEDEC: el doctor Jesús Marrero Carpio. Sabía del maestro por uno de sus discípulos: el profesor Oscar Vallés (amigo y guía intelectual en la Escuela de Estudios Políticos durante mis estudios de pregrado en la UCV). Me costó mucho leerlo y más aun comprenderlo, todavía no sé si lo he entendido bien. Tuve que hablar varias veces con él por varias ponencias que presentó en el IFEDEC y siempre fue una persona amable y humilde, algo extraño en una persona que había logrado elevarse tan alto en lo intelectual. Eso es algo que nunca olvidaré.  

Profeballa

  A Luis Castro, amigo e interlocutor



  Graciela Soriano de García-Pelayo 

15-IV-1999.



  Ha muerto un scholar . No sé si esta palabra dirá mucho en nuestro medio,

  donde pensar no es propiamente profesión. Pero el pensar reserva para quien lo

  profesa lucros inmateriales y estimables, que sólo se alcanzan cuando se vive la

  academia con rigor y excelencia y se agitan y configuran conciencias para hacer

  país. Y esto es lo que ha hecho Luis Castro a lo largo de su vida universitaria,

  donde he tenido la suerte de compartir con él alumnos y preocupaciones. No

  me conformo con su partida, y mi inconformidad me lleva a preguntarme a grito

  herido dónde se esconde esa energía que se ocupó en pensar, entender,

  enseñar. La energía queda con fuerza más o menos trascendente sobre el

  tiempo reflexiono en los escritos del pensador. ¿Quién negará la fuerza

  tremebunda y sostenida del pensamiento en tantos siglos de la historia humana?

  En el recuerdo de los vivos mientras vivan perdurará el recuerdo de Luis

  Castro. Cuando no estemos, en sus escritos. Pero el problema está en que

  cuando se piensa en él, no basta la escritura. Falta lo que podía transmitir su

  presencia, su voz, su gesto, su ironía, su humor, en fin, todo su ser. Eso se fue

  con él, y quienes poseemos su recuerdo lo guardaremos bien para contarlo o

  quienes no tuvieron la suerte de entenderlo, para aclarar que la elocuencia de su

  gesto no constituía una simple vocación de actor. Hace unos años, con ocasión

  de la muerte de Manuel García-Pelayo, Luis redactó un largo escrito en su

  memoria, del que extraigo palabras que hoy me ayudan a entenderlo mejor:



  'Hacer historia de las ideas, volverlas lo que son: voces, hechos y desechos de

  lo que hacen los seres que son humanos e inhumanos, esa es la tarea o el oficio

  de la equidad...' ...'Sin equidad no hay historia'... ...'la equidad, desprovista de

  ese gusto protestante por la conciencia... es lo más cercano a cómo ocurren las

  cosas. Justicia de las cosas vividas tal y como, en su totalidad no fueron

  conocidas y que, hasta donde lo fueron, sólo lo fueron a medias. Me interrogo

  ¿qué queda de los relatos que uno narra, que están bajo, sobre, más allá o más

  acá de la escritura? Las rendijas de los signos, de las letras, de los sintagmas, de

  todo lo que sirve para engrillar de intersticios el acto total del habla, privándole

  de la riqueza de su realización, eso es lo que escamotea la escritura. Lo hace,

  además, en nombre de una falsa eternidad que desoye bien el historiador de la

  palabra, de los símbolos, de las ideas'.



  Así elaboró entonces su respuesta a mi pregunta, expresando que la

  consustancialidad de su fuerza comunicativa con el discurso era su forma plena

  de vivir y pensar; de entender y profesar una seria labor intelectual. Por eso

  rescato el párrafo, para expresar lo que Manuel Caballero llamaba ayer

  'equilibrio armonioso entre corazón y cerebro'. Porque Luis rebasaba sus

  escritos: ponía todo su ser al servicio de lo que quería expresar y, cuando hacía

  historia de las ideas, se sumergía de lleno en el contexto, en la mentalidad del

  otro tiempo, y lo sentía, tan o más profundamente como el testimonio

  provocador de su reflexión. ¿Habría tenido tiempo de pensar en la manera de

  comunicar éste, su método, para hacerlo perdurable y capaz de abrir áreas

  inefables a la investigación en este campo virgen de nuestra historia intelectual?

  ¿Se fue demasiado pronto? Sólo sus discípulos poseen la respuesta.



  He perdido un amigo e inefable colega pero, sobre todo, un interlocutor. En

  nuestro mundo de 'investigadores-docentes' todo interlocutor es (o debería ser)

  insustituible. Pero en la Venezuela 'fin de siglo' perder un interlocutor como él,

  es perder una parte de uno mismo. Me dejo llevar por el recuerdo. A principios

  de los setenta empezó nuestra relación cómplice de interlocutores con

  preocupación común, aunque de origen diferente, con buen rigor y humor en

  tantos ratos pasados en las tertulias de aquel reducto intelectual del antiguo

  Instituto de Estudios Políticos. ¡Cuántos irrepetibles ratos compartidos entonces

  bajo el alero de aquel refugio en el que la auctoritas de su director preservaba la

  racionalidad académica de las contingencias políticas!



  Los primeros ochenta, coincidíamos sin haberlo acordado en la historia de

  Venezuela y (en mi caso) de América. Y volvimos a ser interlocutores. Ya no

  de la Edad Media lejana, sino de tiempos más cercanos y más propios, a cuyos

  secretos queríamos acceder con el mismo afán desde distintas perspectivas.

  Siempre defendería el tratamiento dado por el maestro a temas trabajados por

  él antes que la historiografía francesa se hubiera percatado bien de que existían.

  La vehemencia enfática con la que Castro lo expresaba, me devuelve ahora por

  segundos una débil sonrisa. Desde fines de los ochenta fuimos docentes de los

  mismos alumnos del Doctorado de Ciencias Políticas compartiendo problemas

  y perspectivas que quedan en suspenso. ¿Y pienso ahora, querido Luis, qué

  quedará de lo que hacemos, de lo que pensamos: del esfuerzo que nos costó

  pensar y que pudiera oírsenos en el terreno patrio que más de una vez hemos

  sentido como erial? Tu hacer, que era pura alma, no volverá, pero lo llevaremos

  quienes entendimos y supimos lo profundo que te afectaba, precisamente por

  haber entendido y tratado de conjurar por el conocimiento, la recurrente

  tragedia.