¿Y qué con mi risa, Luis Castro?
Para Carole Leal
Ignacio Avalos Gutiérrez
Publicado el 20-IV-1999.
La primera vez fue en el colegio San Ignacio.
Lo conocí de vista y jamás
cruzamos palabra, menos que menos un gesto.
Con prestigio de alumno
aplicado, leía mucho, 'hasta Filosofía',
según era fama en los salones del
bachillerato, mientras, varios cursos abajo,
yo no alcanzaba a mirar mucho más
allá del fútbol. No cupo, así, posibilidad
alguna de encuentro entre nosotros.
Luego la memoria me da brincos y el registro
se me desordena. Sé que nos
vimos en diversas ocasiones y, en especial,
que coincidimos en un grupo
integrado por seis personas que se reunieron
frecuentemente durante casi dos
años en el restaurante Campanella para ver
'cómo estaban las vainas en el país',
según rezaba la única disposición del estatuto
que lo fundó.
Antes o después, no sé, fui televidente
asiduo, casi religioso, de su programa
Atletas, observando, con curiosidad y
envidia, cómo diablos explicaba, sin más
recursos que una yerbita que se metía en la
boca y apenas algunas imágenes de
archivo, el significado del deporte.
Viéndolo, uno se enteraba, por ejemplo, cómo
el golf es bastante más que
pegarle duro y preciso a la pelotica con un
palo; la marathón bastante más que
sudarse en cuarenta y dos kilómetros y pico,
a cuenta de un entrenamiento físico
muy cuidadoso;o el rugby del cual fue
introductor en Venezuela bastante más
que un elenco de brusquedades bajo el
pretexto de derrotar al enemigo. Hacía
una interpretación admirable del gesto
deportivo a través de miles de metáforas,
llenándolo de un sentido antropológico que
los simples fanáticos no llegaban ni
siquiera a sospechar.
Hace cinco años nos volvimos a encontrar. El
azar la suerte en mi caso, no hay
duda, hizo que coincidiéramos durante el
gobierno del presidente Caldera, en el
directorio del Conicit. Allí lo tuvimos,
desplegando todos sus talentos 'en
función privada', al menos dos veces al mes,
durante media mañana de trabajo
intenso, la cual hacía amena e interesante.
En el transcurso de cada reunión, a
propósito de cualquiera de sus
intervenciones, imitaba a algún personaje,
hablabla como francés o como chileno o
mexicano, asumía el estilo sifrino, subía
la voz, la bajaba, se paraba, se sentaba, se
quitaba los lentes o se los ponía, en
medio de una actuación natural que a todos
cautivaba. Sus compañeros lo
mirábamos hablar, admirados por su oratoria
entretenida, llena de inteligencia,
de erudición y de chispa, como si fuera un
matemático de la palabra, tal la
perfección lógica con la que todo le quedaba
dicho. Lo constatábamos en su
preocupación obsesiva por la calidad de las
ciencias sociales en Venezuela, la
ética de la investigación científica o la
construcción, desde la parcela modesta
del Conicit, de un Estado que funcionara con
eficacia y honradez. Lo sentíamos
vehemente, alegre, triste, deprimido,
irónico, burlón, neurótico, furioso, sin
pudor alguno para esconder sus emociones, en
medio de un respeto lleno de
delicadeza hacia nosotros.
No fui de su círculo intelectual, ni lector,
siquiera medianamente enterado, de su
obra académica. Pero el cielo me lo puso a
mano, tan cerca como para saber
que era uno de nuestros mejores pensadores en
los últimos tiempos, de los que
tuvo las ideas e intuiciones más poderosas y
sugerentes sobre el país de antes y
de ahora, de los que más claves nos dio para
entenderlo y cambiarlo, de los que
más nos hizo pensar sobre nuestro destino
colectivo, aunque a veces sólo fuera
por la razón de tener que discrepar de él. Deja,
entonces, muchos motivos
importantes para que lo tengamos en nuestro
archivo colectivo, eternamente
disponible, sobre todo en la presente época
venezolana, tan complicada.
En mi memoria personal me queda, sobre todo,
la reminiscencia de un hombre
bueno, en el buen sentido de la palabra, como
añadiría Unamuno. Me guardaré
para siempre su simpatía, su largueza de
corazón, su ingenuidad para muchas
cosas, su solidaridad, inexplicable si no
fuera por la desmesura de su cariño.
Pero sobre todo me cuidaré de no perder el
recuerdo de su humor humano,
único y extraordinario. Aunque, al
rememorarlo, seguramente eche de menos mi
propia risa.
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