viernes, octubre 23, 2015

Foro: "Estados Unidos en la Mirada Venezolana: una perspectiva histórica" en la UCAB el lunes 26 de octubre



La Maestría de Historia de las Américas de la Universidad Católica Andrés Bello, a través de la Cátedra de Historia Contemporánea de los Estados Unidos, y la Asociación Fulbright de Venezuela, los invitan al foro "Estados Unidos en la Mirada Venezolana: una perspectiva histórica", que tendrá lugar en el campus de Montalbán de la Universidad Católica,  Sala Simón Planas (piso 2, Centro Loyola), el día lunes 26 de octubre de 5 a 7 PM.

Programa: 

Palabras de presentación, Tomás Straka, Universidad Católica Andrés Bello

Mirando a la Torre de Babel en llamas: La guerra de Secesión estadounidense en las letras de Simón Camacho

Jessica Pamela Guillén Araque, Universidad Católica Andrés Bello

De la ley del cabestro al Estado gomecista: las relaciones entre los Estados Unidos de América y Venezuela en la mirada de César Zumeta.

Rebeca Díaz Comezaquira, Universidad de Los Andes

¿De la polarización política a la historiográfica?  La historiografía venezolana referida a las relaciones EE.UU.-Venezuela  1999-2009: cambios y continuidades.

Rafael Eduardo Cuevas Montilla, Universidad de los Andes

Preguntas y comentarios.

Presentación del libro Venezuela-Estados Unidos, 1908-1958. Reconocimiento diplomático y relaciones binacionales, del Prof. Luis Manuel Marcano, cátedra de Historia Contemporánea de los Estados Unidos (UCAB)

jueves, octubre 22, 2015

El historiador Tomas Straka nos habla de la importancia del Instituto de Investigaciones Históricas de la UCAB en su 60º aniversario



Sesenta años del Instituto de Investigaciones Históricas

TOMÁS STRAKA (Publicado el 22 DE OCTUBRE 2015 en El Nacional).

Para 1955 la Universidad Católica, recientemente bautizada con el epónimo de “Andrés Bello”, iniciaba su camino en el “rascacielos” del Colegio San Ignacio en el centro de Caracas. Se trataba de un experimento novedoso y no carente de riesgos. Recientemente una reforma legal había permitido el funcionamiento de universidades privadas en el país, cosa que la Conferencia Episcopal aprovechó para llevar adelante su viejo proyecto de crear una universidad de la Iglesia. Pero no era fácil hallar una sede adecuada y sobre todo el alma de cualquier casa de estudios superior: un profesorado con la formación suficiente para llevarla adelante. La Compañía de Jesús tenía ambas cosas. No solo su experiencia regentando el Seminario y el Colegio San Ignacio había sido muy alentadora, sino que, en aquella Venezuela, era probablemente uno de los colectivos con más títulos de doctor en sus miembros y, en términos de aquellos que lo habían obtenido en universidades europeas, probablemente superaba en número a la Universidad Central de Venezuela. Por eso su prestigio rápidamente se transmite a la nueva universidad. Aunque la UCAB, como pronto la comienzan a llamar, estaba realmente en el esquina de Mijares, todos llamarán (y siguen llamando) a aquella sede la de la “esquina de Jesuitas”, que en realidad queda una cuadra más abajo. Los jesuitas de mediados del siglo XX ya eran tan famosos en la ciudad como sus predecesores que en el siglo XVIII hicieron que su recuerdo se inmortalizara en la esquina que aún lleva su nombre.
 
Es en el trajín de aquellos días fundacionales que dos jóvenes jesuitas, los padres Hermann González Oropeza (1922-1998) y Pablo Ojer (1923-1996), se encuentran en el “rascacielos” de la nueva universidad y comienzan a compartir su interés por la historia. Ojer, navarro con quince años en Venezuela, acababa de graduarse como profesor de historia en el Instituto Pedagógico Nacional (hoy de Caracas) y ejercía la cátedra en el Colegio San Ignacio y en la UCAB; mientras al padre Hermann, caroreño “de rancia estirpe”, la pasión por la historia le surgió junto a sus convicciones de nacionalista convencido y comprometido. En efecto, al novicio Hermann lo había impresionado e indignado, como a tantos otros venezolanos, la publicación del Memorándum de Severo Mallet-Prevost en 1948.  En este documento, Mallet-Prevost, uno de los árbitros en el laudo de 1899 que dejó en manos inglesas los más de 150.000 kilómetros cuadrados del territorio del Esequibo, había puesto al descubierto las maniobras y componendas entre potencias imperialistas que hubo detrás del laudo. En una sociedad que ya estaba muy afectada por el acuerdo territorial con Colombia de 1941, en el que Venezuela aceptó las pérdidas territoriales de 1891, aquello cayó como una bomba. En especial entre los jóvenes de los sectores católicos y nacionalistas.  Fue en ese contexto en el que el Hermann González que en breve decide unirse a la Compañía de Jesús se encaminó, tal vez sin saberlo, hacia la historia.

En efecto, aunque el Memorándum Mallet-Prevost era una confirmación de lo que ya todos sospechaban, para emprender una acción diplomática estructurada había que buscar otras fundamentaciones documentales; y eso fue, precisamente, lo que el novicio Hermann inició por cuenta propia mientras estudiaba Teología y “pasaba hambre” (como recordaba) en la Gran Bretaña de la posguerra. Con paciencia hurgó en los archivos del Foreing Office y las bibliotecas británicas, compró libros y mapas, revisó periódicos, cotejó fuentes, preguntó acá y allá, consultó expertos, se metió en despachos públicos y así, en poco tiempo, hizo el acopio documental más importante que sobre el tema había en Venezuela.

Para 1955 González Oropeza (ya para todos el padre Hermann) había regresado a Venezuela y junto a Pablo Ojer emprende un conjunto de investigaciones de historia territorial. Ambos jesuitas sistematizan lo traído de Gran Bretaña, analizan los mapas, buscan en archivos venezolanos y comienzan a publicar algunos estudios (en 1957 aparece, firmada por los dos, La fundación de Maturín (1722) y la cartografía del Guarapiche). Era el funcionamiento de facto de lo que a partir de 1957 comenzó a ser formalmente el Centro de Investigaciones Históricas (Ojer fungió como su primer director), elevado en 1977 a Instituto de Investigaciones Históricas y desde 2001 bautizado con el nombre de Hermann González Oropeza. Por eso el día de hoy estamos celebrando su sesenta aniversario. Han sido seis décadas de trabajo constante cuyo balance no debe medirse solo por la amplísima bibliografía producida por sus investigadores, sino también por aportes concretos que influyeron, en grados notables, a la vida venezolana. En 1963, por ejemplo, el presidente Rómulo Betancourt nombró a los padres González Oropeza y Ojer asesores de la Cancillería en el reclamo del Esequibo. Así, aquellos documentos reunidos y sistematizados de forma casi romántica y quijotesca en Gran Bretaña, se convirtieron en uno de los principales fundamentos de la contención venezolana. A ello pronto se sumó un renovado esfuerzo de investigación en Gran Bretaña, España y Venezuela. Nuevos investigadores como el P. José del Rey Fajardo, se incorporaron a la tarea. El hermano Nectario María ayudaba desde Sevilla. De todo aquello resultaron las decenas de rollos de microfilme con documentos ingleses y de legajos con traslados del Archivo de Indias, así como una de las mejores mapotecas históricas de Venezuela con las que hoy cuenta el Instituto, así como, en buena medida, en el éxito que la diplomacia venezolana pronto empezó a cosechar, como el Acuerdo de Ginebra (1966), en el que Gran Bretaña y Guyana, en trance de independizarse, aceptan (diga lo que diga David Granger) la nulidad del Laudo de 1899 y se comprometen a llegar a una solución práctica.

Pero no solo en historia territorial el Instituto ha hecho aportes significativos.  En torno a él comenzaron a aparecer en la década de 1960 nuevos centros de investigación que al final, cuando se convirtió en Instituto, se integraron a su estructura. Hablamos  del Centro de Investigaciones Literarias (1965), cuyo primer director fue Efraín Subero (1931-2007); del Centro de Lenguas Indígenas (1968), cuyo primer director fue fray Cesáreo de Armellada (1908-1996); del Centro de Religiones Comparadas (1972), bajo la dirección de la destacada antropóloga austríaca Angelina Pollak-Eltz; y del Centro Venezolano de Historia Eclesiástica (1977), bajo la dirección del padre Hermann. Fueron centros pequeños, a veces casi iniciativas individuales, pero que precisamente por eso tuvieron una producción sorprendente, tanto por la cantidad como por la calidad. Baste decir, por ejemplo, que la condición pluriétnica y multicultural que actualmente proclama la nación venezolana en gran medida se debió a la tarea paciente de investigadores como el P. Jesús Olza, que se encargaron de estudiar y sistematizar las gramáticas de las lenguas indígenas. Sin ellas la educación intercultural bilingüe y todo lo que ha significado para la formación de un liderazgo indígena con mayores herramientas para defender su identidad y luchar por sus derechos, hubiera sido, cuando menos, difícil. La Gramática guajira (1977) y el Diccionario guajiro(1978) publicados por el padre Olza y Miguel Ángel Jusayú; así como la gramática (1994), el diccionario (1981) y las leyendas (1972) de lengua pemón elaboradas por fray Cesáreo de Armellada, valdrían por sí solos para garantizarle un nombre al Instituto en la historia.
Si vamos a hablar de libros que marcaron un hito es imposible soslayar el monumental La formación del Oriente venezolano (1966), de Ojer, texto indispensable para comprender a toda la región; la compilación documental Iglesia-Estado en Venezuela (1977) y el erudito (y hermosamente editado) Atlas de historia cartográfica de Venezuela (1987) del padre Hermann;  Vestigios africanos en la cultura del pueblo venezolano (1972), La familia negra en Venezuela(1976),  María Lionza: mito y culto venezolano (1985) y Medicina popular venezolana (1987), entre otros, de Angelina Pollak-Eltz; o la segunda edición del Fuero Indígena Venezolano (1977), de fray Cesáreo de Armellada. Origen y expansión de la quema de Judas(1974) y La décima popular venezolana (1977), por solo nombrar dos de los numerosos libros de Efraín Subero. La revista Montalbán que empezó a editarse en 1972 y hoy suma 46 números, llegó a canjearse con más de 500 publicaciones en el mundo, convirtiéndose en una referencia en áreas tales como la antropología y la historia. La Colección Manoa comprendió 33 libros de bolsillo, aparecidos entre 1977 y 1981, muchos de los cuales se convirtieron en clásicos (pensemos en el ineludible Programas políticos venezolanos de la primera mitad del siglo XX de Naudy Suárez). En 1979 nace la Maestría de Historia de las Américas por iniciativa del profesor Oscar Abdala y del P. Del Rey Fajardo, a la que se le sumaron en 1990 el doctorado en Historia y la Maestría de Historia de Venezuela. Hasta el día de hoy estos programas están estrechamente vinculados al Instituto, sus investigadores dictan clase en ellos y su fondo bibliográfico y documental respalda los trabajos de los cursantes.

Hacia mediados de la década de 1980 el Instituto entra en una nueva etapa.  Los centros fueron desdibujándose en la medida en que sus líderes se marcharon a otros sitios o se jubilaron, y la investigación comenzó a enfocarse en lo específicamente histórico bajo la dirección de Elías Pino Iturrieta, que asumió la dirección tras la muerte del P. Hermann en 1998. Manuel Donís, su discípulo más cercano, mantuvo viva la llama de la historia territorial, al tiempo que los postgrados de historia se fueron posicionando entre los más importantes del país y Montalbán, reconvertida en una revista exclusivamente historiográfica, lograba indizaciones internacionales. También se avanzó en la organización del archivo y la biblioteca, que suma varios miles de volúmenes que aún no están del todo catalogados. Los legajos con los traslados del Archivo General de Indias tienen un índice y están a disposición de los investigadores; así como está organizada y preservada la mapoteca bajo los más estrictos criterios de conservación. No obstante aún queda trabajo por hacer. Los archivos de Pedro Pablo Barnola, Hermann González Oropeza, Ángel Grisanti y Miriam Blanco-Fombona de Hood, aún aguardan por un investigador que termine de trabajarlos y sistematizarlos.


Es, en definitiva, un legado por el que la UCAB debe sentir legítimo orgullo.  Y un compromiso para quienes hemos tomado el testigo en el Instituto. Hoy, con el P. Del Rey Fajardo otra vez en la dirección, se ha planteado el rescate de algunas líneas en las que se hicieron grandes aportes y que parecen no tener continuadores, como la de las lenguas indígenas. El actual reavivamiento del problema del Esequibo ha servido para recordar que hay un legado de investigación que puede seguir siendo útil para la nación. Además del P. Del Rey, en el Instituto trabajan Manuel Donís, Francisco Javier Pérez, Dora Dávila, Ricardo Castillo, María Soledad Hernández y quien escribe esta nota.  Esto significa que hay dos individuos de número de la Academia de la Historia (Del Rey y Donís) y uno de la Lengua (Pérez). Hasta su reciente jubilación estuvieron con nosotros Elías Pino Iturrieta y Demetrio Boersner. Todos coincidimos en el compromiso con la historia, la cultura y la nación que representa formar parte de aquel esfuerzo que dos jóvenes soñadores echaron a andar en un “rascacielos” del centro de Caracas en 1955.

 @thstraka

martes, octubre 20, 2015

Este miércoles 21 de octubre en la UCAB: "Aportes del Instituto de Investigaciones Históricas al conocimiento de las lenguas indígenas venezolanas" (Dr. Horacio Biord Castillo)



El Instituto de Investigaciones Históricas y el Centro Cultural Padre Carlos Guillermo Plaza, se complacen en invitarle (recordatorio) a la charla "Aportes del Instituto de Investigaciones Históricas al conocimiento de las lenguas indígenas venezolanas" la cual será dictada por el especialista Dr. Horacio Biord Castillo, actual Presidente de la Academia Venezolana de la Lengua correspondiente de la Real Academia Española, y cuyo moderador será el Dr. Francisco Javier Pérez. Esta actividad se realizará el miércoles 21 de octubre a las 3 y 30 pm, en la Sala de Usos Múltiples (pequeña) del Centro Cultural Padre Carlos Guillermo Plaza.

domingo, octubre 18, 2015

El historiador Tomás Straka nos explica el significado del 18 de octubre de 1945 en su 70º aniversario



La revolución del voto: a 70 años del 18 de octubre de 1945; por Tomás Straka (Publicado en Prodavinci).

Ya ha corrido suficiente agua en los años que nos separan del 18 de octubre de 1945 como para seguir insistiendo en muchas de las viejas polémicas que siempre lo han acompañado. Más allá de lo que pueda decirse sobre lo apresurado (o no) del golpe y la revolución que lo siguió, de la honestidad, que ya nadie discute, del presidente Isaías Medina Angarita, o de los pasos hacia la modernización que sin duda impulsó, hay un hecho central que no debe distraernos y que deja en segundo plano todo lo demás: el voto, principal consecuencia de la jornada.  Centrarnos en él nos ayudará a definir históricamente el hecho, apartándonos de juicios morales, anécdotas sobre personas o ejercicios de imaginación sobre lo que pudo haber sido y no fue. El voto no sólo cambió el destino de los venezolanos de una forma definitiva, sino que sigue siendo un aspecto esencial para la definición de nuestro porvenir. En momentos en los que nos encaminamos hacia unas elecciones que pudieran tener un impacto significativo para toda la nación, lo que el voto, y con él el 18 de octubre, significa, se demuestra en toda su amplitud.

Con el voto universal, secreto y directo que la Junta Revolucionaria de Gobierno estableció en 1946, la estructura de la república venezolana experimentó su transformación más importante desde su fundación. Ni el federalismo, que nunca se vivió realmente; ni el triunfo de la “anti-república” durante la larga era de dominio caudillista (entre 1870 y 1935) representaron una mutación en las reglas de juego tan honda. Y no  porque antes de 1946 no se lo ejerciera, sino que su peso político para definir la vida de la sociedad era, por decir lo menos, extremadamente restringido, como expresión de  un sistema que Germán Carrera Damas ha llamado “liberal autocrático” (o, agregamos nosotros, en todo caso oligárquico entre 1830 y 1870, que es cuando comienza una autocracia en toda ley). Es decir una república dirigida por una élite que aspiraba a implementar reformas liberales, pero cuyo origen y ejercicio del poder no estaba en la aprobación de las mayorías. Aunque en 1830 la constitución venezolana era tan amplia como la de los países más democráticos del mundo entonces, cosa que los críticos posteriores no suelen considerar; en conjunto el voto fue débil por su carácter censitario en una sociedad carente de una burguesía amplia, es decir, sin una clase media agraria y urbana numerosa.  Por eso, a diferencia de lo que pudiera haber ocurrido en Inglaterra o los Estados Unidos donde las condiciones de ser propietario o profesional con un nivel de ingresos relativamente elevado abarcaba a un sector significativo de la población, para 1846 en Venezuela de casi un millón de habitantes había sólo 8.798 electores de segundo grado (y ese año sólo votaron 342). Después que el ensayo oligárquico quiebra durante la Guerra Federal (1859-63), el voto estuvo muy mediatizado por el poder de los caudillos, que impedía el ejercicio libre de la democracia. Aunque en 1864 se estableció el voto universal para varones que supieran leer y escribir (algo así como el 10% de la población), rápidamente se le cortó las alas con el voto público y firmado en 1874 (¿quién en su sano juicio iba a hacerle un firmazo a Guzmán Blanco? Firmaba el que quería manifestar su apoyo). La Constitución Suiza de 1881 puso aún más distancia entre el elector y la elección presidencial: éste habría de votar por unos diputados, que a su vez elegirían los miembros de un Consejo Federal que a su vez escogerían entre ellos mismos al presidente. Y aunque en 1893 se volvió al voto universal, las dictaduras andinas se encargaron de irlo estrangulando. En 1901 se estableció el complicadísimo sistema de segundo grado que se mantuvo hasta 1945. Los electores (hombres, alfabetos, mayores de 21 años) elegían al Concejo Municipal, éste a los diputados y las Asambleas Legislativas estadales; después los primeros elegían al presidente y los segundos a los senadores. Si le sumamos a estos procedimientos de toma y daca el hecho de que las elecciones estaban supervisadas por los jefes civiles de Juan Vicente Gómez, podemos comprender no sólo la manera en que siempre ganó sin grandes problemas (al cabo, solía ser candidato único, “candidato de la nación”), sino el motivo por el que a casi nadie le interesaban los comicios.

Ante este panorama muchos de los nudos que caracterizan los debates en torno al 18 de octubre adquieren otra perspectiva. Por ejemplo, uno muy manido: el de la afirmación de que los gobiernos de López Contreras y Medina Angarita fueron democráticos; incluso que el primero fue el que fundó la democracia. Sin duda los dos tuvieron el enorme mérito de liberalizar el sistema gomecista, limpiarlo de sus aspectos más odiosos (Elías Pino Iturrieta llama a López Contreras “el tintorero”), de permitir una libertad política y ciudadana impensable pocos años atrás, de legalizar partidos y sindicatos, desatar reformas educativas y sanitarias de entidad, de suprimir la tortura, el homicidio político y el exilio como prácticas; de adecentar, hasta donde les fue posible, un sistema hundido en la corrupción; y de demostrar unas honorabilidad y honestidad personales de las que no hay dudas importantes, pero eso no niega que ni tuvieron su origen ni establecieron para su sucesión un sistema auténticamente democrático. En el gobierno de Medina Angarita se dio el paso histórico de permitirles a las mujeres votar en unas elecciones municipales cada vez más libres, pero el complicado sistema de segundo grado, restringido a la minoría letrada, no se puso en duda y por el contrario lo que continúo funcionando fue una especie de sistema “antonino”, donde un presidente nombraba a dedo un sucesor (eso sí, uno de gran calibre) y eso en el marco, dentro del medinismo, de una especie de aristocracia ilustrada que se arrogaba el derecho de tutorar al pueblo ignorante hacia su bienestar.

El 18 de octubre cambia eso. Aun cuando no entremos en detalle sobre lo acertada o no que estuvo el “Ala Lumninosa” del medinismo (después de todo, las vanguardias políticas siempre se consideran a sí mismas con ese derecho), se trata de un hecho que por sí solo representa un parte aguas.  Ya en el acta constitutiva de la Junta, el día 19, se habla de la convocatoria a elecciones generales. Aunque eso suele declararse después de casi todos los golpes, en este caso hubo la diferencia de que sí se cumplió: tan temprano como en el Decreto No. 1 de la Junta (20 de octubre 1945) se establece la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, en el Decreto No. 9 (el “Decreto Harakiri”, 22 de octubre) se inhabilita a los miembros de la Junta a presentarse a las elecciones (nunca se había visto a unos políticos renunciando al poder: por eso se acogió la imagen empleada por Betancourt de un harakiri) y, finalmente, el Decreto 216 (15 de marzo de 1946) establece un Estatuto Electoral que le da el derecho al voto a todos los venezolanos mayores de 18 años.
Desde entonces, y salvo en los grandes fraudes perpetrados por los militares en 1952 y 1957, los poderes públicos venezolanos han sido expresión de la voluntad mayoritaria del país. Incluso las mayorías han sido capaces de imponer sus candidatos en contra de la voluntad de las clases medias y altas, como pasó con Acción Democrática en 1946 (y en menor medida en los años 60s) y con Hugo Chávez a partir de las elecciones de 2001 (a pesar de las dudas razonables sobre la pulcritud de las elecciones durante el chavismo, todas las evidencias apuntan a que fue mayoritario hasta la muerte del Comandante). Esto puede significar muchas cosas, no todas necesariamente complacientes con el pueblo venezolano, ya que al contrario del manido expediente de que “los políticos nos engañaron” o de que ellos “se llevaron la plata”, aparece como un colectivo mucho más responsable de su suerte de lo que parece estar dispuesto a reconocer. Lo cual nos conduce a otro de los típicos nudos que se han tejido en torno al 18 de octubre: que fue precipitado, que el pueblo aún no estaba preparado. Tal fue el argumento esencial del medinismo y merece ser analizado sin rodeos. Por una parte, está el desmentido de quienes señalan que sólo se aprende a vivir en democracia ejerciéndola, que si no se lo entrenaba nunca iba a ser un verdadero ciudadano (de hecho, el medinismo lo sostuvo con las “repúblicas escolares” que se crearon entonces, aunque en el esquema de que esos ciudadanos del futuro se entrenarían en ellas para cuando, algún día, llegara la democracia).  Pero por la otra está la evidencia de que no siempre los venezolanos hemos sido lo suficientemente severos con los políticos corruptos e ineficientes, que nos suelen seducir los cantos de sirena del populismo y que nos pocas veces, al contrario de quienes ven una dicotomía entre pueblo-honesto y políticos-corruptos, hemos aceptado ser cómplices en sus negociados, aunque sea obteniendo migajas (un cargo de bedel acá, una plancha se zinc allá, la ayuda para sacar a un sobrino malandro de la cárcel, etc.).

Es, como vemos, un tema en el que hay mucha tela que cortar, pero que restringiéndonos a la coyuntura de 1945 demuestra en el fondo, al ser formulado de esta forma, cierta falta de sentido histórico. Primero, sólo podríamos saber si se trató de una decisión precipitada si pudiéramos ver la película alternativa en la que el medinismo triunfa y Diógenes Escalante llega a la presidencia, poco a poco hace algunas reformas y le entregara el poder quizás a Arturo Uslar Pietri en 1951 en unas elecciones universales y directas, aunque probablemente sólo de varones que supieran leer. Pero eso es contra-factual y escapa del análisis histórico, que debe estar centrado en lo que efectivamente ocurrió, o al menos en lo que las evidencias nos insinúan al respecto. En segundo lugar, se suele callar o minimizar que el golpe lo dieron los militares por razones netamente pretorianas. Betancourt entró al reparto más o menos en último momento. El cierre de la presidencia como coronación de la carrera militar, que Medina Angarita propició al escoger al muy civil embajador Escalante (gesto cívico que no debe despreciarse, más allá de que fuera tachirense y de joven haya combatido en una guerra civil), fue un detonante para que jóvenes y ambiciosos oficiales de la Unión Patriótica Militar (UPM) terminaran de movilizarse. Como la otra opción era regresar a López Contreras y los viejos “chopo de piedra” (militares surgidos en las guerras civiles de finales de siglo), decidieron aliarse con el principal partido de oposición. Eran, como veremos, sus interlocutores naturales, históricamente naturales.

Tercero, aunque puede acusarse de inmoral el argumento de Betancourt de que aceptó participar porque el golpe era ya un hecho consumado cuando se enteró de los planes (¿por qué no salió entonces a denunciarlo, a defender la institucionalidad que, imperfecta y todo, era la que había?), en términos políticos e históricos su apuesta de surfear la ola y tratar de canalizarla hacia una democracia, como a la larga logró, parece levantarle la mano. De hecho, cuarto, el pueblo salió a votar masivamente, con alacridad, por Acción Democrática, cosa que demuestra hasta qué medida el 18 de octubre liberó las obstrucciones que para las aspiraciones de la mayoría era la lenta evolución propuesta por el medinismo. Tal es a nuestro juicio el quid del asunto. Es razonable pensar que la legitimidad del medinismo, como representantes de la nación, era muy limitada. Eso significa que ni las virtudes personales del presidente Medina Angarita (Manuel Caballero hablaba del problema que él suscitaba entre la idea “el presidente bueno” y la del “buen presidente”) ni las aprehensiones que nos generan el que lo hayan tumbado siendo tan simpático y honesto, deben desviarnos de lo esencial: los jóvenes oficiales de la Unión Patriótica Militar y los líderes de Acción Democrática sí representaban a los nuevos sectores sociales (la clase obrera, aunque entonces aún tenía una gran influencia comunista; las clases medias urbanas, la burguesía en ascenso por la renta petrolera) y políticos (los nuevos partidos, las Fuerzas Armadas) que no se identificaban con el medinismo y que no veían en su lenta evolución la posibilidad de llegar al poder. El golpe del 18 de octubre y la revolución que detonó se la dieron. Por eso la abrumadora mayoría apoyó la acción, ratificándola con los votos; por eso los medinistas no lograron nunca reagruparse como una fuerza importante (el movimiento de Uslar Pietri en 1963 no fue precisamente su resurrección, sino otra cosa); y por eso hasta el día de hoy seguimos creyendo en lo más revolucionario de la “Revolución de Octubre”: el voto, la restructuración de la república en términos democráticos.

Por último, hay otro nudo más, en este caso dado por omisión. En lo que es una tendencia lamentablemente generalizada en nuestra sociedad, se estudia el caso de un modo aislado, como si el 17 de octubre de 1945 no se hubieran dado los disturbios que llevaron a Juan Domingo Perón al poder; como si no hubiera ocurrido ya otra Revolución de Octubre en Guatemala un año antes, que tendría una honda repercusión entre nosotros; como si en 1944 una revolución no hubiera llevado a José María Velasco Ibarra al poder en Ecuador; como si el Frente Nacional Democrático no hubiera ganado las elecciones en Perú en el mes de mayo del 45; como si en breve la Guerra Civil de Costa Rica (1948) no hubiera fundado la Segunda República en aquel país. ¡Qué cortos se quedan quienes ven acontecimiento sólo en términos venezolanos sin contextualizarlo en una ola regional!  En todo el continente habían cambiado las sociedades, habían aparecido nuevas demandas y nuevos actores políticos y, teniendo como fondo la Segunda Guerra Mundial y la “lucha por la democracia” asumida de las manos de los Estados Unidos, iban conquistando el poder.

No se trata, por lo tanto, de un asunto de buenos y malos. Como siempre en la historia, a nivel de los personajes, hay un abanico de moralidades e intenciones, no siempre confesables; pero todas ellas a lo sumo representaron formas de insertarse en un proceso mucho más amplio, que se llevó a Medina Angarita en su talante. “Presidente bueno” no supo o no pudo ser los suficientemente “buen presidente”, es decir, estar a la altura de los cambios que reclamaba una sociedad cada vez más compleja, que no se sentía representada por él ni mucho menos por su “ala luminosa” (hay que dejar a cada quien la conclusión si eso fue para su bien o para su mal). Tal vez en al menos un sentido las cosas sí se precipitaron efectivamente cuando Escalante, acaso la última esperanza de consenso, enferma y los jóvenes de la UPM resuelven lanzarse al golpe, pero esto no alteró lo esencial de las tendencias sociohistóricas que a lo sumo tomaron un atajo el 18 de octubre. Una nueva Venezuela había emergido y quería al menos sentirse representada en el poder. Los venezolanos de hoy debemos leer todo aquello de cara a nuestros propios problemas. Debemos evitar que a nosotros también nos arrastren las circunstancias. A setenta años volvemos a estar en una coyuntura en la que el destino venezolano parece estar, más que nunca, asociado al voto.  Es el legado que nos dejó la “Revolución de Octubre” y está en nuestras manos usarlo o enfrentarnos a la posibilidad de que la estructura de la república se encamine hacia otra dirección.