Como actividad de inicio del semestre, el Doctorado de
Historia que coordina la Dra. Dora Dávila, organizó una conferencia y un taller
dictados por el Dr. Germán Cardozo Galué. La conferencia se titula
"El circuito agroexportador de la macreo región de Maracaibo, siglos
XVI-XIX", y tendrá lugar en el aula P1-1, del Edificio de Postgrado de la
UCAB, el miércoles 13 a las 2:30pm. El taller versará sobre el tema de
"Región, Nación e Historia". Será el día jueves 14, en el mismo
sitio, a las 2:00pm. Su costo es de Bs. 300,00
martes, marzo 12, 2013
lunes, marzo 11, 2013
Hoy fallece el historiador venezolano Simón Alberto Consalvi
Para mi siempre será, junto a Manuel Caballero y tantos otros, defensor de: la historiografía profesional nunca la propaganda que hacen muchos hoy en día, y de los principios republicanos y democráticos en estos tiempos oscuros que vivimos.
Profeballa
Les dejo el correo que nos mandó el colega e historia Tomás Straka
En recuerdo al luchador, al editor, al periodista, al
ensayista, al diplomático, al historiador que se nos fue esta tarde, una nota
que publicqué sobre él hace un tiempo en El Nacional. Paz a su restos.
El republicanismo constante de Simón Alberto Consalvi
Un protagonista a la sordina Aquella noche todos los
venezolanos estuvimos frente al televisor. Un hecho insólito para las últimas
generaciones estaba por ocurrir: un presidente no terminaría su periodo
constitucional. Con el eco de los cohetes en el fondo –porque su defenestración
fue muy celebrada– Carlos Andrés Pérez anunciaba su renuncia al país. Quien
había llegado dos veces a Miraflores surfeando una gran ola de votos, quien fue
considerado uno de los “duros” del gobierno de Rómulo Betancourt, quien llegó a
considerarse uno de los líderes del Tercer Mundo y quien logró unos niveles de
popularidad pocas veces vistos (antes y después) en nuestra historia, al final
ya no pudo más. Se le quebró la voz. “Hubiera preferido otra muerte”. Sobre su
vida política cayó el telón.
Hoy repasamos sus palabras y nos parecen premonitorias de
todo lo que ha venido después. Pero entonces (20 de mayo de 1993) la mayor
parte estaba en el paroxismo del desencanto. Hay que haber vivido aquellos días
para comprender el clima de rabia que se respiraba en el país. Rabia contra él
–tan amado hasta la víspera– y contra un régimen que ya acumulaba, la verdad,
demasiadas fallas. Por eso no sólo salió buena parte de los venezolanos a
celebrar, sino que pronto se encargaría de elegir a los “náufragos políticos de
las últimas cinco décadas” –así los definió– que en gran medida lo acababan de
tumbar. Para Simón Alberto Consalvi aquello es un recuerdo doloroso. No sólo
por su amistad con el hoy reivindicado –al menos para muchos– presidente Pérez,
sino porque a su talento se debió el discurso. Fue él quien creó las figuras
estremecedoras (incluso para los que más odiaban a Pérez) y contundentes, que
ya tienen su lugar en la historia, en especial estas del naufragio y de la
muerte.
Es este tipo de protagonismo a la sordina el que ha
caracterizado la larga vida política de Consalvi (Santa Cruz de Mora, 1927).
Cuando se haga una historia de aquellos hombres y mujeres que edificaron la
república liberal y democrática que fuimos entre 1958 y 1998, con todos sus
defectos pero también con sus grandes virtudes, tal vez Consalvi encabece la
lista de políticos, funcionarios y tecnócratas a cuyo trabajo paciente,
normalmente callado, generalmente honesto (¡en un país con tanta corrupción!),
se debe mucho de lo mejor que somos. Consalvi se encuentra entre ellos. Y no es
que pretendamos una realidad idílica que no fue, o que negamos todas las fallas
que se agudizaron hacia la década de 1980, los casos de corrupción e impunidad
que generaron justa indignación, el frenazo en la movilidad social, las
debilidades estructurales del modelo rentista, el colapso final. Es que esos
aspectos no opacan (más bien al contrario) la labor de aquellos venezolanos más
bien anónimos que aguardan por su lugar en los libros de historia nacional.
El de Ramón Hernández que se reseña en estas líneas (Contra
el olvido. Conversaciones con Simón Alberto Consalvi) es una contribución a
ello. Su éxito entrevistando a Germán Carrera Damas (El asedio inútil.
Conversación con Germán Carrera Damas, Caracas, Libros Marcados, 2009), junto
con el deseo cada vez más amplio de la sociedad por comprenderse en el tiempo,
auguraban otros proyectos similares. Enhorabuena este lo vino continuar.
Además, Venezuela está dejando de ser un país en el que “no
se escriben memorias”. Por eso resulta tan significativo que las memorias de
Enrique Tejera París hayan alcanzado el éxito editorial que tienen, o que en
poco tiempo hayan aparecido las de Ramón Escovar Salom y Miguel Ángel Burelli
Rivas. O la densa entrevista que Agustín Blanco Muñoz le hizo a Carlos Andrés
Pérez. Tal vez ellas nos demuestren que alcanzamos otra tesitura política en la
que los políticos son también hombres letrados; el ejercicio del poder se
siente confrontado por sus ciudadanos (y por la historia), y esos ciudadanos
tienen el cacumen y el interés pedir sus cuentas. Si no todos, por lo menos
bastantes para comprar varias tiradas de estos libros. Siempre lamentaremos que
Rómulo Betancourt falleciera antes de culminar sus memorias, así como la
aparente desaparición de las notas en las que ya tenía, hasta donde se sabe,
algunos capítulos muy avanzados.
La larga entrevista que Hernández le hace a Consalvi
no tiene una vocación biográfi ca. Pero sin duda será una fuente para quien
intente hacer una.
Es, sobre todo, una conversación sobre la actualidad.
En esto, como en tantas cosas, Betancourt fue un adelantado
de nuestra modernidad.
La verdad es que larga entrevista que Ramón Hernández le
hace a Consalvi no tiene una vocación biográfica.
Pero sin duda será una fuente para quien intente hacer una.
Es, sobre todo, una conversación sobre la actualidad. Pero
al menos quien escribe echó de menos una indagación más honda en el alma y en
el pasado del entrevistado, por mucho de que nos dé valiosas pistas al
respecto. Sabemos que eso no se debe a poquedad de Hernández, cuya veteranía
está más allá de toda duda. Es que Consalvi también conoce los trucos del
oficio y tiene con qué eludir aquello que, por una razón u otra, prefiere no
comentar. Hernández lo advierte en varias partes: “Consalvi no es dado a
compartir cuitas personales” (p. 133); “reservado, no va contando sus cuitas al
primer transeúnte que se tropieza” (p. 185). Es evidente que no lo quiere, pero
con lo que dice ya se revela como un estupendo personaje para biografiar.
Esquema para una biografía. Simón Alberto
Consalvi es un andino que mira y oye con atención, pero que pesa muy bien el
valor de lo que dice. O, para no caer en estereotipos, es un periodista que
precisamente porque conoce el poder de la palabra, entiende cuándo emplearla y
cuándo dejarla en paz. Tiene también la discreción del militante de Acción
Democrática, que conspiró contra la dictadura militar y pagó su atrevimiento
con tres años en la cárcel de Ciudad Bolívar; del exiliado en Cuba, donde se
relacionó estrechamente con el elenco de la Revolución; del diplomático que en
el Belgrado de los años sesenta supo a qué sabía el socialismo real,
indistintamente que fuera en su versión ligth de Tito. A lo mejor fue esta dura
pedagogía la que lo enseñó a callar. Cuando se acercó a los 40 años terminó de
convertirse en el personaje que es. Inició su labor como gerente cultural
heredando a Mariano PicónSalas (que muere en la víspera de su apertura) en el
Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (Inciba), y fundando la revista
Imagen, todo un hito en la cultura venezolana. Es en su gestión cuando comienza
a otorgarse el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Finalmente
remata con la fundación Monte Ávila Editores, una referencia editorial en el
continente.
Entre la cultura y la diplomacia seguirá su carrera.
Ministro de Relaciones Exteriores en el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez
(aquí desliza una de las pocas confesiones del libro: considera aquél su mejor
momento en la vida), tendrá un papel fundamental en la rea lpolitik del
gobierno que se abre hacia el campo socialista, en especial Cuba. No se trataba
de cualquier cosa cuando gobernaba el gran vencedor de la guerrilla en los
sesenta.
Es la época de la Gran Venezuela que aspiraba a ser líder en
el Tercer Mundo, que participaba en procesos tan neurálgicos como el de la
Revolución Sandinista o en la entrega del Canal al gobierno de Panamá; y que
hablaba de antiimperialismo y no alineación.
Durante los años ochenta –ya más grises en Venezuela, pero
especialmente dorados en su diplomacia– Consalvi vuelve a la cancillería, ahora
bajo el muy controvertido gobierno de Jaime Lusinchi (del que sale con el
prestigio indemne). Pudiera pensarse que para entonces lo más interesante de su
vida quedó atrás, pero son los años de Contadora y la pacificación de
Centroamérica; de la democratización de Sudamérica; de los grandes avances en
la integración; de la crisis de la deuda. También de la crisis del “Caldas”,
que casi nos lleva a una guerra con Colombia y que la diplomacia que entonces
dirigía supo enfrentar y resolver. Escala en el firmamento político y Lusinchi
lo nombra Ministro de Relaciones Interiores, que entonces equivalía a tener las
responsabilidades de un vicepresidente, y Secretario de la Presidencia de la
República. En 1988, como presidente encargado durante un viaje del primer
magistrado al exterior, le toca sortear “la Noche de los Tanques”, la primera
intentona que anunciaba el retorno del golpismo a la vida venezolana. Intentona
que debela sin disparar un tiro y, hasta donde sabemos, sin otro concurso que
el de la autoridad de su investidura constitucional (y de su coraje físico),
pero de la que no termina a atreverse a hablar en el libro.
Por lo menos no como tantos quisiéramos que hiciera.
Las pasiones del repúblico La suya es una pasión constante
por hacer república.
Pasión que lo lleva ya en la década del noventa a la
historia. Siempre la había sondeado (como lector tanto como protagonista), y
nunca dejó de escribir como periodista, ensayista y hasta como narrador. Pero
quien esquiva a sus propios biógrafos se estrena con una biografía de George
Washington en el año 2000, para no parar hasta hoy: ya es Individuo de Número
de la Academia Nacional de la Historia. El retorno definitivo al periodismo
viene con el nuevo siglo. Editor adjunto de El Nacional emprende, entre otras,
la formidable empresa de publicar una biografía cada quince días.
Al principio se piensa sólo en cien. Pensar en cien
venezolanos biografiables y en cien autores capaces de escribirlos, podía
parecer una temeridad. Sin embargo, hoy ya se extendió la Biblioteca Biográfica
Venezolana a ciento cincuenta volúmenes, y es un rotundo éxito editorial cuya
trascendencia para la cultura nacional ya se vislumbra.
Pero Consalvi es sólo callado con su vida y su obra. Cuando
se le pregunta sobre Chávez (porque los más de ochenta años no obstan para que
desistiera de la lucha política) o cuando se le tocan determinados aspectos que
lo sensibilizan, se explaya, incluso se vuelve intenso. Sus ideas sobre la
evolución de AD; los sacerdotes, al menos los de su Mérida de los años
cuarenta, cada vez que llegan a su recuerdo lo vuelven un severo anticlerical;
el triunfo de Rafael Caldera todavía no le cuadra (y acá hace acusaciones
sensacionales: por ejemplo que se trató de un fraude tramado y perpetrado,
entre otros, ¡por Guillermo Morón!); pero por sobre todo se destacan sus
diferencias con Arturo Uslar Pietri. Es el gran villano de su discurso, a su
juicio el súmmum de los náufragos rebelados contra el presidente Pérez. Para
quienes nos criamos viendo en Uslar un héroe y sinceramente admiramos su obra,
resulta toda una sorpresa la andanada de acusaciones que le hace. Lo ve como el
principal enemigo y el conspirador mayor contra la democracia. Ninguno tuvo más
saña y doblez. Sus ideas y ambiciones se quedaron intactas el 17 de octubre de
1945. Jamás comprendió la revolución que estalló un día después. Siempre
desconfió del pueblo, despreció el voto universal y apostó a un gobierno
oligárquico. Con sus Notables fue uno de los que allanó el camino para que Hugo
Chávez llegara al poder. Hasta donde sepamos, nadie había escrito (hablado sí,
pero siempre a la chita) algo así de Uslar Pietri.
Como vemos, la pasión republicana de Consalvi sabe de
estremecimientos. Ante quienes considera adversarios de la república y la
libertad, no pide ni ofrece cuartel. Tiene, naturalmente, otras pasiones. La
escritura, los viajes, los libros y, como abruptamente revela en cierta
anécdota de su exilio en La Habana que Hernández le logra arrancar, tambiénen
esas cualidades que siempre, según se dice, lo hicieron muy popular entre las
damas… pero, para la historia, lo que definitivamente sobresale es su constante
republicanismo. Su constante lucha por la libertad. Es lo que en claro deja el
libro de Hernández sobre él. Y es lo que sin duda habrá de ser motivo para
varios libros más. Simón Alberto Consalvi, gran repúblico venezolano del siglo
XX, es todo un personaje en búsqueda de un autor.
domingo, marzo 10, 2013
Sobre el momento histórico que vive Venezuela con la muerte de Chávez: la opinión de una historiadora: Inés Quintero
"Las revoluciones sólo triunfan cuando se hacen
irreversibles"
"Es prematuro afirmar que el modelo chavista se impuso,
es perdurable y determina el futuro" "La gran revolución en este país
ha sido la de la Independencia porque salió de la monarquía "
Inés Quintero sostiene que durante el mandato de Hugo Chávez
no se derrumbaron las instituciones, aunque si se trastocó su funcionamiento
VENANCIO ALCÁZARES
ROBERTO GIUSTI , INÉS QUINTERO , HISTORIADORA | EL
UNIVERSAL
domingo 10 de marzo de 2013 12:00 AM
Reposada pero vivaz, Inés Quintero elude los tópicos cuando
se trata de explorar respuestas. Pero así como no se resigna a los enfoques
convencionales, tampoco se decanta por las frases efectistas. Doctora en
Historia, miembro de la Academia Nacional respectiva y autora de numerosos
libros que "bajan" a la comprensión del común, se anima a considerar
la trascendencia o no del chavismo ante la muerte de su conductor.
Luego de advertir que los liderazgos no son transferibles, reconoce que
"gracias al proceso histórico y a una cultura política de construcción de
valores ciudadanos, la situación, a la muerte del Presidente, se ha revelado
serena, a pesar de la tensión y la incertidumbre". Luego apunta cómo
"el paroxismo del duelo y el fervor legítimo de la gente expresan la
identidad política y afectiva con lo que fue y sigue siendo la figura de
Chávez. Y ver en vivo los elementos fundacionales del mito es algo
excepcional".
-Dices "mito", pero el término puede tener una acepción de
irrealidad.
-El mito tiene fundamento. No se construye sobre la imaginación. Bolívar
existió, tuvo una presencia, una dimensión, fue una figura controversial. Hay
una realidad objetiva que le da sustento a un mito que luego puede lucir gran
frondosidad y muchas interpretaciones.
-Bolívar trastocó el orden vigente y si liberó al país, la guerra lo dejó
arruinado. ¿Hizo Chávez algo parecido?
-Ha habido un fortalecimiento y también distorsión de los vicios del pasado.
Todas las fortalezas clientelares del sistema político se han visto exacerbadas
en los últimos 14 años.
-La cultura del rentismo.
-No sólo eso, sino también la exacerbación del clientelismo: "Si estás
conmigo tienes derecho a recibir y si no lo estás, te las arreglas". Ese
es un elemento de continuidad, intensificado, que ha estado presente en la
Historia de Venezuela desde antes del rentismo petrolero.
-Es decir, Chávez no creó nada nuevo.
-En este caso lo vería de esa manera. La desinstitucionalización, como
consecuencia de las intervenciones de los intereses políticos, la veo, también,
como una exacerbación de los vicios que criticábamos (y seguimos criticando) en
el sistema democrático venezolano.
-Toda revolución implica el derrumbe de las instituciones y Chávez...
-No ha derrumbado las instituciones. Si bien han sido trastocadas en su
funcionamiento, ahí están los tres poderes, el sistema electoral. No ha habido
una irrupción que acabe con el sistema político tal cual estaba concebido.
Incluso, la discusión sobre el sistema de alternabilidad es consecuencia de un
intento por forzar un determinado sesgo, pero la alternabilidad se distorsiona
sin romper el recurso de legitimación del poder público, que debe ser a través
de la elección.
-¿No implican un cambio de paradigma las políticas sociales?
-No es esta la primera vez que los pobres merecen atención. El sistema
clientelar siempre estuvo muy permeado por este factor. El tema es haberlo
convertido en eje central del discurso político. ¿Significa eso que el problema
la pobreza ha sido resuelto? Ciertamente no puedes oponerte a que se apoye a
quienes han tenido menos oportunidades y no accedieron a la educación o a la
salud. El asunto está en los costos políticos que conlleva la aplicación de
estos planes . Uno aspiraría a que se cumplan en el contexto del Estado de
Derecho y de respeto a las diferencias por un sistema capaz de entender la
diversidad y la complejidad de una sociedad producto de un proceso histórico.
-¿Qué significa exactamente lo último que has dicho?
-Que no puedes desentenderte de lo que ha sido la construcción histórica de
esta sociedad, con sus valores, carencias y dificultades. Hay un proceso
histórico en el cual esas variables han sido producto del esfuerzo de una
sociedad y no de la voluntad individual de un mandatario. Y ahí entra en
cuestionamiento la ejecución política del proyecto político de Chávez.
-En síntesis, Chávez no hizo ninguna revolución.
-Las revoluciones se consideran como tales en el momento en que su curso es
irreversible. La gran revolución ocurrida en este país es la de la
independencia. Y eso es así porque había un sistema monárquico y absolutista
que se modificó y no sólo por un decreto. A partir de allí no había vuelta
atrás. En la actualidad ha habido un intento por conducir las cosas en una dirección,
pero dejando intacto el fundamento esencial de la sociedad venezolana.
-¿La democracia?
-No la democracia. Nuestra sociedad no se caracteriza sólo por la democracia
sino también por la institucionalidad. Prefiero hablar de la condición
republicana de la sociedad. República y democracia pueden ir de la mano, pero
en muchos casos la República tiene mayor arraigo como paraguas de la
estructuración de una historia.
-¿Cuales son, entonces, las conquistas y las transformaciones que los chavistas
dicen que deben consolidar?
-Todos los venezolanos, más allá de las diferencias, somos protagonistas y
responsables de lo que estamos viviendo. Quienes valoramos el esfuerzo continuo
por consolidar la República no podemos decir que ésta haya sido desmantelada.
-Es decir, Chávez no logró imponer su modelo.
-Es prematuro afirmar que ese modelo se impuso, es perdurable y determina el
futuro de la sociedad venezolana.
-¿Por qué no lo impuso si lo votaba la mayoría?
-No hay una sola causalidad, sino una conjunción de elementos a la hora de
entender los ritmos históricos. En el proceso que hemos vivido hay una voluntad
de transformación declarativamente revolucionaria. Pero es difícil observarlo
como fenómeno coherente si se considera conceptos como "revolución
bolivariana y socialista". Ahora, ese proyecto ha tenido al frente una
sociedad crítica que ha impedido una aplanadora que transforme a la sociedad en
su totalidad
-¿La demostración de apoyo popular que recibe el Chávez ya desaparecido
físicamente, la presencia de más de 30 jefes de estado en sus funerales y todo
el ejercicio hiperbólico ("Chávez es el nuevo Libertador, Chávez es como
Cristo") no auguran que ahora, después la muerte del fundador, el chavismo
puede pasar la aplanadora?
-Es natural que se produzca el paroxismo y la emocionalidad . Pero el proceso
tiene ritmos históricos. Hay que dialogar en múltiples direcciones y quienes
tenemos posiciones críticas debemos entenderlo.
-¿Es válido equiparar a Chávez con Bolívar?
-Puedes hacerlo. El drama está en pensar que es la única comparación posible.
El mismo Chávez estimuló esa comparación. También lo hizo Guzmán. Bolívar ha
estado presente, lo está y seguirá estándolo. Chávez ha estado, ahora está y
pregunto: ¿puede convertirse en una figura como Bolívar? Ahí tengo mis dudas.
-La decisión de momificar a Chávez remite a Lenin, Stalin y Mao. ¿No confirma
eso una tendencia, en los herederos de Chávez, hacia el totalitarismo, que al
perpetuar la imagen de líder, lo hace con el régimen?
-Puedes tener la voluntad política de hacerlo, pero las consecuencias no las
decides tú. Ahí está la momia de Lenin con la que no sabían qué hacer.
-¿Las momias no cambian la historia?
-No la cambian.
-Afirmas que no hubo revolución, pero los chavistas dicen que la vida les
cambió (para bien) y los de oposición lo mismo (pero para mal).
-No dudo que haya transformaciones en la biografía individual de muchos
venezolanos, Pero una revolución debe transformar a la sociedad en su conjunto
de manera inescapable. Este es un proceso en el que confrontación y vocación
transformadora están activas, no se han resuelto.
--Una cosa es el tiempo histórico y otra el tiempo real.
-Todos vivimos el tiempo real de este proceso. Ahora, desde el tiempo
histórico, (la historia de la sociedad), es un lapso brevísimo.
-Pero muy intenso.
-Esa intensidad la abordas desde la perspectiva del tiempo histórico.
-Y para ese análisis es necesario servirse de la experiencia histórica.
-Claro. La gente reacciona ante un hecho estableciendo comparaciones: "Ah,
mira esto es igualito a... " Pero la historia obedece a la particularidad
y cada historia es particular en sí misma. La comparación te permite determinar
la diferencia entre un proceso y otro.
-¿Cómo conservar la ecuanimidad?
-Vivimos un momento en el que la exacerbación de las emociones está por encima
de la realidad. Cuando estás a punto de sufrir la pérdida de un familiar deseas
que eso no ocurra y cuando la persona se muere la relación con ella cambia.
Después debes construir tu duelo con esas ausencia. Estamos en un duelo
colectivo muy intenso y para cualquiera persona, pero para mí, como
historiadora, es un momento excepcional. No hay manera de ser indiferente.
Esto, al final, deja huella, no es coyuntural, no es contingente sino algo
digno de consideración y de reflexión.
jueves, marzo 07, 2013
Con la muerte de Chávez pareciera cerrarse un ciclo histórico en Venezuela (1992-2013)
En este blog, desde hace un tiempo para acá, decidimos mantener la historia actual separada del mismo. Es por ello que establecimos un blog donde pondríamos lo relativo a este aspecto y nuestras opiniones como ciudadanos (ver acá); pero al morir Chávez el pasado martes 05 de marzo creemos que debemos colocar algún texto que recapitule este tiempo y la vida de un personaje que quedará en los libros de la historia de Venezuela. Creemos que el siguiente artículo tomado de El Nacional logra este objetivo. De igual forma les recomendamos este excelente post de un amigo y colega historiador: Daniel Terán Solano, el cual tiene una muy completa lista de todos los análisis que se han hecho ante su muerte en la prensa nacional e internacional, pero le faltó este artículo de Krauze y este otro de Jon Lee Anderson.
Profeballa
Hugo Chávez o
la reinvención del caudillismo
CRISTINA
MARCANO6 DE MARZO 2013 - 02:05 AM
Hugo Chávez
nació tres veces. La primera, en 1954, en una casa de palma cerca de Sabaneta.
La segunda, 17 años después, en la Academia Militar "mi cuna", solía
llamarla- donde inició su carrera política. Y la tercera, en 1992, cuando las
cámaras de televisión enfocaron su rostro tras la fallida insurrección del 4F.
Desde entonces, vivió como dos hombres.
Para unos, el mejor gobernante que haya tenido Venezuela desde los tiempos de Bolívar. El redentor de los pobres; el hombre fuerte, humilde y paternal, que dedicó su vida al bienestar de los venezolanos; el vengador justiciero que rescató a la Patria de manos de los corruptos; un revolucionario indoblegable que acabaría con la desigualdad.
Para otros, el peor gobernante que haya tenido Venezuela desde los tiempos de Bolívar. El autócrata populista que monopolizó todos los poderes públicos y dinamitó la democracia; un caudillo mediático y manipulador, invidente a la corrupción; el ególatra adicto al poder, que dividió al país y derrochó el petróleo; un pupilo desfasado de Fidel Castro.
Su autorretrato era el del hombre marcado por el fulgor de una misión patriótica. El comandante destinado a culminar la gesta de Bolívar; el sucesor de una estirpe de guerreros, atraído al poder desde muy joven "por una voluntad interna, tal vez secreta", como dijo una vez; un superhombre nietzscheano que sembraría nuevos valores en la masa que creía encarnar. "Yo no soy yo, yo soy el pueblo", aseguraba.
Entre tales representaciones -derivadas de su propia retórica y su empeño en polarizar, de su concepción marcial de la política, de su propia autopercepción y, también, de los prejuicios y la miopía de sus oponentes- parecía imposible hallar todas las piezas para armar el rompecabezas del hombre de carne y hueso que desató tantas pasiones.
La historia de su vida -su origen humilde, su lento y atropellado ascenso al poder, sus peripecias para mantenerlo, su dramático final- tuvo una redondez de película.
Hugo Rafael Chávez Frías, segundo de los seis hijos de un modesto maestro de primaria y su joven esposa, el niño que vendía las "arañitas" de lechosa que preparaba su abuela, llegó a ser el presidente elegido más poderoso del país. El que habitó más tiempo Miraflores.
El más polémico. El más carismático. El único militar.
"Quisiera que algún día me tocara llevar la responsabilidad de toda una patria, la Patria del Gran Bolívar", escribió en su diario cuando era un cadete de 19 años. Un deseo que incorporaría después a su propio mito como una "señal precursora" de su destino de grandeza.
En ese temprano registro personal, en el que se vislumbra ya su carácter contradictorio -a veces conservador, a veces rebelde- anotaría pocos meses después: "Sé muy bien lo que busco y lo que hago, por qué me sacrifico". Siempre se empeñó a fondo. Nunca, ni en los peores momentos, se dio por vencido.
Chávez se graduó entre los primeros de su promoción. Se relacionó con ex guerrilleros izquierdistas. Conspiró por tres lustros. Estudió Ciencias Políticas. Encabezó un golpe de Estado. Fracasó militarmente y conoció la magia de la TV. Vivió dos años de fama en la cárcel y otros cuatro llevando su palabra por todo el país como un predicador incansable. Seguro del advenimiento.
Finalmente, 25 años después, llegó adonde tanto había soñado por el largo camino de los votos. Y no quiso marcharse nunca más. Tenía la esperanza de gobernar décadas. Hasta 2030, "hasta que el cuerpo aguante", diría tiempo después.
En sus 14 años en el poder tuvo casi todo lo que quiso.
Una nueva Constitución, contundentes victorias electorales, el dominio de las instituciones y los cuarteles, su propia milicia, la reelección ilimitada, poderes para legislar, medios de comunicación, celebridad internacional y una popularidad incombustible gracias a una mezcla de carisma, petróleo y propaganda.
Ése era el hombre al que tantos subestimaron cuando ascendió al poder el año en que acabó el siglo XX.
Un pez en el agua I Su abuela Rosa Inés Chávez, ejerció una influencia fundamental en su formación. "He vivido 20 años, 16 de los cuales los pasé contigo, y aprendí muchas cosas de ti, a ser humilde pero muy orgulloso, y lo más importante, que heredé de ti ese espíritu de sacrificio que a lo mejor me lleve muy lejos", le agradeció en una carta.
De ella, también habría heredado la compasión por los más débiles. "Siempre me llamó la atención su sensibilidad social. Siendo un niño humilde, si Hugo veía a otro en peores condiciones que las suyas lo incorporaba al juego y le daba sus metras", aseguró un compañero barinés.
En su propio diario, el cadete dejó evidencia de ese rasgo que le ganaría después el fervor de tantos pobres: "Siento como hierve la sangre en mis venas y me convenzo de la necesidad de hacer algo, lo que sea, por esa gente", anotó luego de ver a unos niños desnutridos.
De padre copeyano -recordado como un maestro bueno y riguroso- Hugo bebió la política de otras fuentes. Lo atraían más las leyendas de los caudillos que cruzaron los llanos en el siglo XIX y las improvisadas lecciones del comunista José Esteban Ruiz Guevara, padre de unos amigos del liceo.
Según sus conocidos, era un estudiante promedio, cariñoso y de pocas palabras. "Después fue que se metió a hablachento", decía Ruiz, que lo introdujo a Rousseau, Maquiavelo y el Che Guevara; y quien también reforzó su admiración por Bolívar y Ezequiel Zamora, el gran caudillo de la Revolución Federal.
Así que no fue una sorpresa que sus primeras aficiones, la pintura y el beisbol, pasaran a un segundo plano y Hugo optara por los cuarteles. Recién cumplidos los 17 años, el joven vivió su entrada a la Academia Militar como una verdadera epifanía. "Me sentí como pez en el agua. Como si hubiera descubierto la esencia o parte de la esencia de la vida, mi verdadera vocación", dijo a VTV.
En ese mundo vertical donde se aprende a obedecer y anhelar el mando, Hugo comenzó a pensar que su vocación trascendía los cuarteles. "Ya yo andaba asaltado por la voluntad de poder, Nietzsche dixit, la voluntad de vivir", dijo a José Vicente Rangel en 2011, en una entrevista salpicada de citas de Heiddeger, Kant y Bretch.
Chávez tenía una excelente memoria -"un papel secante que todo lo absorbe", según Rangel- pero editaba lo que leía de acuerdo con sus intereses, olvidando aquello que chocaba con su manera de ser y de ejercer el poder. Ya fueran discursos de Bolívar, la Biblia, o Niestzche, el filósofo que definió la voluntad de poder como "el afecto del mando".
Cuando comenzó a hablar de socialismo muchos pensaron que había sido infiltrado en las fuerzas armadas por la ultraizquierda. Ruiz lo negaba categóricamente: "Él no entró al Ejército catequizado. El Partido Comunista no influyó para nada en eso pero, indudablemente, que ya iba influido por unas teorías políticas".
En todo caso, el Ejército no fue sólo un medio. El uniforme verde era para Chávez como una segunda piel. Nunca dejó de reivindicar su naturaleza militar, de hacer política como militar. "Yo soy hijo de un cuartel", le gustaba repetir.
Un pez en el agua II Luces, cámaras, acción: "Primero que nada quiero dar los buenos días a todo el pueblo de Venezuela", saludó el teniente coronel, consciente de que sería visto por todo el país en aquella espontánea cadena nacional de radio y televisión.
"Lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados / Ante el país y ante ustedes, asumo la responsabilidad de este movimiento bolivariano".
Aquel desconocido de 37 años que asumía la jefatura del frustrado golpe de Estado del 4F de 1992 no olvidó presentarse durante su primer gran minuto de rating. "Oigan mi palabra. Oigan al Comandante Chávez".
Hablaba con evidente pesar pero sin titubeos.
De no haber sido porque pestañeaba como si tuviera arena en los ojos, se habría podido pensar que había ensayado, que ante la posibilidad del fracaso se había preparado para brindar un adelanto del inmenso talento comunicacional que derrocharía después.
Su voz gruesa y potente era perfecta para los micrófonos.
En los medios, Hugo Chávez también nadaba como pez en el agua. Allí descubrió su otra verdadera vocación. No era necesario que lo dijera. Bastaba con ver una sola de las 1.656 horas que dedicó a sus 378 maratones dominicales, equivalente a 69 días seguidos; o alguna de las más de 2.334 cadenas.
La TV fue para él trampolín político e instrumento de poder. El presidente más histriónico que hayan tenido los venezolanos era un espectáculo.
Improvisaba larguísimos discursos. Cantaba y bailaba. Entrevistaba invitados. Respondía peticiones de un público uniformado de rojo y presentaba grupos folklóricos. También dirigía las cámaras y los pases a otro set, con un increíble dominio de escena.
Era igualmente capaz de cambiar de registro emocional con absoluta naturalidad.
Pasaba de la nostalgia a la indignación, de la burla al regaño, del tono pedagógico a la copla llanera, de insultar a la oposición a citar versículos de la Biblia, de proclamar rotundas verdades a fabular.
A veces compresivo a veces destemplado con sus colaboradores, estaba habituado al aplauso de su tropa de ministros. "La gente tiene que, por lo menos, fingirle absoluta sumisión. Es uno de sus rasgos más negativos", llegó a decir el general Alberto Muller Rojas, su primer jefe de campaña y cercano colaborador.
Cálido y paternal con sus seguidores, Chávez demandaba lealtad electoral a los beneficiarios de los programas de asistencia social. "Amor con amor se paga", repetía, convocando una reciprocidad que aplicó también, en el desamor, a la disidencia política. Implacable con aquellos a quienes consideró sus enemigos, Chávez entraba en erupción ante preguntas incómodas o coberturas periodísticas desfavorables.
Una vez, tras el rechazo de la reforma constitucional de 2007, gritó por televisión que la oposición había obtenido una "victoria de mierda" ¿Realmente se salía de sus casillas? "Él es un ser humano también. No todo lo que hace es acertado pero sí hay en algunas manifestaciones como ésa algo de cálculo. No quiero decir que es un comediante pero sí es un hombre que sabe administrar muy bien los sentimientos. Se maneja con mucha habilidad", señaló Rangel en 2012.
El "primer comunicador del país", como lo llamaba un portal oficial, el gobernante que tuvo mayor presupuesto, más radios y televisoras, más diarios, más páginas web, más propaganda y mayor rating, demostró con palabras y hechos su alergia a los medios críticos, a los que consideraba golpistas y algunos de los cuales lo apoyaron en 1998.
Visto como un exótico líder tropical, Chávez ganó titulares en todo el mundo con su irreverencia, su solidaridad petrolera, sus frecuentes giras internacionales y su revival de la Guerra Fría. También en el exterior tenía seguidores y detractores tan ciegos como los venezolanos para los matices.
Era desconcertante, impulsivo y racional a la vez, desfachatado y solemne, incluso ritual, pero siempre consciente de las cámaras, la audiencia y el mensaje.
Uno y dos Vietnam A Hugo Chávez le tomó mucho tiempo darse cuenta de que los venezolanos podían llevar en su ADN la herencia militarista pero no estaban ganados para la vía armada que idealizaba desde 1977, cuando ya hablaba de "mi pueblo" y de "crear las condiciones para agitar la llama" de la revolución.
Creía entonces, y no cambió de opinión hasta su muerte, que la única salvación era "aferrarnos al pasado heroico". Lo invocó el 4F, apelando a Bolívar, Zamora y Simón Rodríguez, con un proyecto que preveía una junta de gobierno, juicio a los corruptos, el cese temporal de los partidos, desmantelar todas las instituciones y convocar una asamblea constituyente.
Nunca en veinte años pensó tomar el camino electoral.
Creía que estaba secuestrado por AD y Copei. Quizá tampoco le parecía lo suficientemente épico para un descendiente de Maisanta, como llamaban a su bisabuelo, el caudillo Pedro Pérez Delgado. Hasta que entendió el arraigo que tiene en los venezolanos la cultura electoral y cambió de táctica.
"Nos dimos cuenta de que buena parte de nuestro pueblo no quería movimientos violentos", dijo a la marxista Marta Harnecker. Chávez arrasó en 1998 gracias al voto castigo, con un discurso nacionalista y fogoso, aunque ideológicamente ambiguo. Su gesto de batalla, aquel puño izquierdo que golpeaba con fuerza su mano derecha, era el mejor símbolo de lo que sería su conducta en el gobierno.
Su belicosidad verbal y actos irritantes para la oposición, como un paquete de polémicas leyes y los despidos destemplados de gerentes de Pdvsa, allanaron el camino hacia el abismo del golpe y la huelga petrolera en 2002.
"La gente cree que es un hombre que se va de bruces, vehemente, apasionado. Desde luego, eso lo tiene, pero sabe administrar la prudencia cuando es necesaria. Es pragmático. Cuando muchos de los que están cerca de él se desbordan, él tiene un sentido del momento, de cómo reaccionar", señaló Rangel en 2012, al valorar su conducta el 4F y diez años después, cuando se invirtieron los roles y le tocó estar en los zapatos del ex presidente Carlos Andrés Pérez.
Sagaz e intuitivo, Chávez sabía aprovechar las adversidades. Del fugaz golpe del 11 de abril, obtuvo la épica que le faltaba, la oportunidad de purgar las fuerzas armadas y manejar a Pdvsa a su antojo. Si no veía margen de acción, aguardaba en la retaguardia y cuando volvía al ataque ganaba más terreno del que había perdido.
Sin embargo, desde 2002 vivió acosado por el fantasma de la traición.
Para él la pugnacidad no fue una reacción política imprevista ni indeseable. "Este año esperamos polarizar a Venezuela", había dicho ya en 1994 en Cuba, donde dio pistas de sus intenciones. Entonces habló de un proyecto "de un horizonte de 20 a 40 años, en el cual los cubanos tienen mucho que aportar". Aquella visita a La Habana fue para él una consagración.
Jamás soñó cuando era un subteniente de 23 años que citaba en su diario al Che - "Vietnam. Uno y dos Vietnam"- que algún sería recibido con honores, y aplaudido, por Fidel Castro. Jamás lo imaginaron los izquierdistas con quienes conspiró durante años y que le decían "el loco Chávez". Jamás, Ruiz, quien le aconsejó quedarse en el Ejército cuando estuvo a punto de tirar la toalla.
En 1998 se presentó como un político moderado y no se declaró socialista hasta sentirse bien afianzado en Miraflores.
Lo hizo en enero de 2005, tras ganar el referendo revocatorio de 2004 gracias al éxito de las misiones sociales ideadas por Castro, según su propia versión- y luego de su reforma maestra, la del Tribunal Supremo de Justicia, que le permitió avanzar a sus anchas y radicalizarse.
Castro sería su influencia política más definitiva y la revolución cubana un modelo de "democracia verdadera"como él mismo lo señaló.
Tras su apoteosis electoral en 2006, al ganar la reelección con un récord histórico de más de 62 % de los votos, se aventuró a realizar una maniobra tal vez más audaz que el golpe del 4F: plantear una reforma constitucional de aroma cubano a un país petrolero y consumista donde "el mar de la felicidad" era visto como un pantano.
Allí quedó el Chávez invicto.
Ante ese primer revés electoral en 2007 el Presidente no reaccionó con el mismo aplomo de sus capitulaciones militares. Y volvió a la carga en un año, logrando lo que más ansiaba de aquella reforma, la reelección ilimitada, con la idea de imponer después, por otras vías, su reforma.
Carisma petrolero Dos mujeres dieron luces del Hugo más íntimo. Su ex esposa Marisabel Rodríguez, luego de haberlo criticado -"este proceso es él y sólo él"- terminó por definirlo como "un hombre honrado, transparente, capaz de equivocarse pero nunca de mala fe", en una entrevista para Colombia.
Herma Marksman, su amante por nueve años, lo definía como un ser bueno, sensible romántico y atormentado que cambió con el poder. "Que me lo presenten porque no sé quién es", dijo sorprendida de su fiereza verbal.
Padre de cuatro hijos, el enérgico presidente no tomaba vacaciones ni descansaba los fines de semana. Aunque tuvo fama de mujeriego, después de su segundo divorcio transmitió la impresión de que para él la vida sentimental era un lujo. "Yo estoy casado con la patria", sostenía. Un matrimonio que alimentó el mito.
Para sus fieles nada en él era imposible, nada exagerado, nada incoherente. Chávez podía decir que tomó "el único camino posible del socialismo" a causa del golpe de 2002 y afirmar después que, en realidad, era un ardiente socialista desde muy joven. Podía garantizar la propiedad privada hoy y expropiar mañana. Tachar de genocida a un colega extranjero y abrazarlo la próxima vez que lo viera. Todo sin que les produjera un mínimo parpadeo.
"Diga lo que dijere el líder, pida lo que pidiere, es correcto aunque sea contradictorio.
Es correcto porque el líder lo dice", asegura el antropólogo Charles Lindholm en su tratado sobre el carisma, una palabra indispensable para descifrar las claves del éxito de Hugo Chávez.
Su ascendencia sobre las masas derivaba de una conexión sentimental - casi religiosa para algunos- propia de ese hechizo que surge sólo en tiempos de crisis. Chávez era emoción, era esperanza. Había llegado en el momento preciso y el posterior boom petrolero potenció enormemente su atractivo. No sólo era carismático, era un líder carismático que manejaba miles de miles de millones de petrodólares en primera persona.
Sus creyentes sentían que su proclamado "socialismo cristiano" era genuino y puro. Los infieles, el marco más propicio para la concentración de poder. ¿Hasta qué punto importaban las definiciones ideológicas a los más necesitados? ¿Les preocupaba si el poder popular era verdaderamente popular o si estaba dirigido desde Miraflores? "Nosotros antes éramos como invisibles", decía una fervorosa seguidora, convencida de que el presidente cambió su vida. No era la única. Desde el principio, Chávez apuntó a los pobres como motivo y centro de su agenda. Con él, los más humildes no sólo se sintieron identificados, reconocidos e incorporados a un proyecto de país, a lo que quiera que entendiesen por Socialismo del siglo XXI, sino que cobraron un sentido de trascendencia.
El mandatario entendía sus padecimientos porque los había vivido de niño. Era además el líder desprendido que fustigaba a los ricos y repartía generosamente el maná petrolero. Las misiones fueron el gran hallazgo. Multiplicadas, recicladas y reforzadas en época electoral. Siempre vinculadas a su imagen y promovidas con la advertencia: "no dejes que te las quiten", en una gigantesca operación propagandística.
En el terreno de lo simbólico, así no tuvieran más oportunidades que antes, aunque en realidad miles sí las tuvieron, los más humildes se sintieron empoderados y ganaron autoestima. Chávez dio a la pobreza la relevancia que ameritaba y colocó el tema en el tope de la agenda política para siempre. Hasta sus adversarios -para él escuálidos, pitiyanquis, la nada, como les decía- reconocieron su aporte en ese terreno, aunque consideraban sectaria y chantajista su acción social.
Desde el poder, construyó la mayor fuerza política del país, un partido cuyo evangelio era Chávez y, tal vez, pudiera seguirlo siendo a la manera del peronismo. También unas fuerzas armadas a su imagen y semejanza. "Revolucionarias, antiimperialistas y chavistas", como proclamó. Y un desbordante e ilimitado culto a la personalidad. "Ser chavista es ser patriota", llegó a decir ya en el ocaso de su vida.
Omnipotente y omnipresente, su rostro estaba en todas partes. En los aeropuertos, edificios públicos, mercados, hospitales, escuelas, avisos publicitarios de 20 pisos, en calendarios, en la TV. A ritmo de joropo, bolero y ranchera. En graffitis junto a Bolívar, Zamora, Castro, Marx y Cristo. Imposible no verlo. No oírlo. No sentir nada por él. Vivir como si tan sólo fuera un presidente.
Rumbo al olimpo Hugo Chávez era un hombre afortunado. Pero no podía bajar la guardia. Después de muchos extravíos, la oposición ganaba terreno en las ciudades y en el parlamento; aquella "nada" llegó incluso a superar sus votos en 2010. Un revés contra el que se blindó antes y que no lo afectó más que emocionalmente porque en la práctica poco cambió. Seguía teniendo mayoría. Su margen de acción parecía intacto. Su poderío, inexpugnable.
Y, de pronto, se topó con un enemigo imprevisto contra el que no había blindaje posible.
Inmune al carisma, las palabras, los petrodólares o la propaganda. Cáncer. Esa fatalidad, esa ironía del destino, presagiaba un dramático final.
"Me fui al baño a verme los ojos. Lloré, lloré, lloré. Lloré por mis hijos. Lloré como lloré el 12 de abril también frente a un espejito", reaccionó en junio de 2011 al saberse enfermo. "¡Cáncer, ¿qué es eso para mí?¡", se rebeló después. "Cristo, dame tu cruz pero no me lleves todavía", rogó meses más tarde, desde el púlpito de una iglesia. Totalmente curado, celebró al año. Siempre en TV.
"No me importa la muerte. Ya uno trascendió", había dicho Chávez a Rangel cuatro meses antes del diagnóstico, cuando la veía como algo lejano. Ante la fatalidad, actuó como si el mal que se negaba a explicar, y tal vez a comprender, no pudiera derrotarlo ni apartarlo del poder.
Tras superar tres operaciones, avanzó como un tanque empujado por todo el aparato estatal en su última campaña y vivió la breve apoteosis de una cuarta reelección, empeñado en convertir al país en un Estado Comunal. Pero su destino era otro.
El jefe de la revolución "pacífica pero armada" no pudo ganar su más trascendental batalla. Su cuerpo no aguantó.
Luego de una última cirugía y una larga agonía, el hombre que estremeció a Venezuela con su voz murió calladamente a los 58 años, dejando el enorme vacío de los liderazgos personalistas, un sucesor encargado de continuar su proyecto y su propio rompecabezas incompleto.
Nunca sabremos si su carisma hubiera resistido una debacle de los precios del petróleo, cómo habría actuado ante un desalojo electoral de Miraflores, qué hubiera hecho como líder opositor.
Para sus millones de fieles, heredó un mejor país, más independiente, menos desigual, más solidario y humano. Para sus millones de críticos, una democracia reducida a elecciones, un país más corrupto, dividido, anárquico, dependiente y violento.
Producto y espejo de las contradicciones del único petroestado de Latinoamérica, el Comandante-Presidente, como era llamado en permanente recordatorio de su naturaleza militar, marcó una época, la bisagra entre dos siglos, y dejó tras de sí una profunda huella, convertido en un mito que tardará en diluirse en el tiempo.
Hugo Chávez, el niño humilde de Sabaneta que escaló con obstinación y audacia la cúspide del poder, entró a la Historia por una puerta ancha y brumosa. Como los dos hombres que fue.
Para unos, el mejor gobernante que haya tenido Venezuela desde los tiempos de Bolívar. El redentor de los pobres; el hombre fuerte, humilde y paternal, que dedicó su vida al bienestar de los venezolanos; el vengador justiciero que rescató a la Patria de manos de los corruptos; un revolucionario indoblegable que acabaría con la desigualdad.
Para otros, el peor gobernante que haya tenido Venezuela desde los tiempos de Bolívar. El autócrata populista que monopolizó todos los poderes públicos y dinamitó la democracia; un caudillo mediático y manipulador, invidente a la corrupción; el ególatra adicto al poder, que dividió al país y derrochó el petróleo; un pupilo desfasado de Fidel Castro.
Su autorretrato era el del hombre marcado por el fulgor de una misión patriótica. El comandante destinado a culminar la gesta de Bolívar; el sucesor de una estirpe de guerreros, atraído al poder desde muy joven "por una voluntad interna, tal vez secreta", como dijo una vez; un superhombre nietzscheano que sembraría nuevos valores en la masa que creía encarnar. "Yo no soy yo, yo soy el pueblo", aseguraba.
Entre tales representaciones -derivadas de su propia retórica y su empeño en polarizar, de su concepción marcial de la política, de su propia autopercepción y, también, de los prejuicios y la miopía de sus oponentes- parecía imposible hallar todas las piezas para armar el rompecabezas del hombre de carne y hueso que desató tantas pasiones.
La historia de su vida -su origen humilde, su lento y atropellado ascenso al poder, sus peripecias para mantenerlo, su dramático final- tuvo una redondez de película.
Hugo Rafael Chávez Frías, segundo de los seis hijos de un modesto maestro de primaria y su joven esposa, el niño que vendía las "arañitas" de lechosa que preparaba su abuela, llegó a ser el presidente elegido más poderoso del país. El que habitó más tiempo Miraflores.
El más polémico. El más carismático. El único militar.
"Quisiera que algún día me tocara llevar la responsabilidad de toda una patria, la Patria del Gran Bolívar", escribió en su diario cuando era un cadete de 19 años. Un deseo que incorporaría después a su propio mito como una "señal precursora" de su destino de grandeza.
En ese temprano registro personal, en el que se vislumbra ya su carácter contradictorio -a veces conservador, a veces rebelde- anotaría pocos meses después: "Sé muy bien lo que busco y lo que hago, por qué me sacrifico". Siempre se empeñó a fondo. Nunca, ni en los peores momentos, se dio por vencido.
Chávez se graduó entre los primeros de su promoción. Se relacionó con ex guerrilleros izquierdistas. Conspiró por tres lustros. Estudió Ciencias Políticas. Encabezó un golpe de Estado. Fracasó militarmente y conoció la magia de la TV. Vivió dos años de fama en la cárcel y otros cuatro llevando su palabra por todo el país como un predicador incansable. Seguro del advenimiento.
Finalmente, 25 años después, llegó adonde tanto había soñado por el largo camino de los votos. Y no quiso marcharse nunca más. Tenía la esperanza de gobernar décadas. Hasta 2030, "hasta que el cuerpo aguante", diría tiempo después.
En sus 14 años en el poder tuvo casi todo lo que quiso.
Una nueva Constitución, contundentes victorias electorales, el dominio de las instituciones y los cuarteles, su propia milicia, la reelección ilimitada, poderes para legislar, medios de comunicación, celebridad internacional y una popularidad incombustible gracias a una mezcla de carisma, petróleo y propaganda.
Ése era el hombre al que tantos subestimaron cuando ascendió al poder el año en que acabó el siglo XX.
Un pez en el agua I Su abuela Rosa Inés Chávez, ejerció una influencia fundamental en su formación. "He vivido 20 años, 16 de los cuales los pasé contigo, y aprendí muchas cosas de ti, a ser humilde pero muy orgulloso, y lo más importante, que heredé de ti ese espíritu de sacrificio que a lo mejor me lleve muy lejos", le agradeció en una carta.
De ella, también habría heredado la compasión por los más débiles. "Siempre me llamó la atención su sensibilidad social. Siendo un niño humilde, si Hugo veía a otro en peores condiciones que las suyas lo incorporaba al juego y le daba sus metras", aseguró un compañero barinés.
En su propio diario, el cadete dejó evidencia de ese rasgo que le ganaría después el fervor de tantos pobres: "Siento como hierve la sangre en mis venas y me convenzo de la necesidad de hacer algo, lo que sea, por esa gente", anotó luego de ver a unos niños desnutridos.
De padre copeyano -recordado como un maestro bueno y riguroso- Hugo bebió la política de otras fuentes. Lo atraían más las leyendas de los caudillos que cruzaron los llanos en el siglo XIX y las improvisadas lecciones del comunista José Esteban Ruiz Guevara, padre de unos amigos del liceo.
Según sus conocidos, era un estudiante promedio, cariñoso y de pocas palabras. "Después fue que se metió a hablachento", decía Ruiz, que lo introdujo a Rousseau, Maquiavelo y el Che Guevara; y quien también reforzó su admiración por Bolívar y Ezequiel Zamora, el gran caudillo de la Revolución Federal.
Así que no fue una sorpresa que sus primeras aficiones, la pintura y el beisbol, pasaran a un segundo plano y Hugo optara por los cuarteles. Recién cumplidos los 17 años, el joven vivió su entrada a la Academia Militar como una verdadera epifanía. "Me sentí como pez en el agua. Como si hubiera descubierto la esencia o parte de la esencia de la vida, mi verdadera vocación", dijo a VTV.
En ese mundo vertical donde se aprende a obedecer y anhelar el mando, Hugo comenzó a pensar que su vocación trascendía los cuarteles. "Ya yo andaba asaltado por la voluntad de poder, Nietzsche dixit, la voluntad de vivir", dijo a José Vicente Rangel en 2011, en una entrevista salpicada de citas de Heiddeger, Kant y Bretch.
Chávez tenía una excelente memoria -"un papel secante que todo lo absorbe", según Rangel- pero editaba lo que leía de acuerdo con sus intereses, olvidando aquello que chocaba con su manera de ser y de ejercer el poder. Ya fueran discursos de Bolívar, la Biblia, o Niestzche, el filósofo que definió la voluntad de poder como "el afecto del mando".
Cuando comenzó a hablar de socialismo muchos pensaron que había sido infiltrado en las fuerzas armadas por la ultraizquierda. Ruiz lo negaba categóricamente: "Él no entró al Ejército catequizado. El Partido Comunista no influyó para nada en eso pero, indudablemente, que ya iba influido por unas teorías políticas".
En todo caso, el Ejército no fue sólo un medio. El uniforme verde era para Chávez como una segunda piel. Nunca dejó de reivindicar su naturaleza militar, de hacer política como militar. "Yo soy hijo de un cuartel", le gustaba repetir.
Un pez en el agua II Luces, cámaras, acción: "Primero que nada quiero dar los buenos días a todo el pueblo de Venezuela", saludó el teniente coronel, consciente de que sería visto por todo el país en aquella espontánea cadena nacional de radio y televisión.
"Lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados / Ante el país y ante ustedes, asumo la responsabilidad de este movimiento bolivariano".
Aquel desconocido de 37 años que asumía la jefatura del frustrado golpe de Estado del 4F de 1992 no olvidó presentarse durante su primer gran minuto de rating. "Oigan mi palabra. Oigan al Comandante Chávez".
Hablaba con evidente pesar pero sin titubeos.
De no haber sido porque pestañeaba como si tuviera arena en los ojos, se habría podido pensar que había ensayado, que ante la posibilidad del fracaso se había preparado para brindar un adelanto del inmenso talento comunicacional que derrocharía después.
Su voz gruesa y potente era perfecta para los micrófonos.
En los medios, Hugo Chávez también nadaba como pez en el agua. Allí descubrió su otra verdadera vocación. No era necesario que lo dijera. Bastaba con ver una sola de las 1.656 horas que dedicó a sus 378 maratones dominicales, equivalente a 69 días seguidos; o alguna de las más de 2.334 cadenas.
La TV fue para él trampolín político e instrumento de poder. El presidente más histriónico que hayan tenido los venezolanos era un espectáculo.
Improvisaba larguísimos discursos. Cantaba y bailaba. Entrevistaba invitados. Respondía peticiones de un público uniformado de rojo y presentaba grupos folklóricos. También dirigía las cámaras y los pases a otro set, con un increíble dominio de escena.
Era igualmente capaz de cambiar de registro emocional con absoluta naturalidad.
Pasaba de la nostalgia a la indignación, de la burla al regaño, del tono pedagógico a la copla llanera, de insultar a la oposición a citar versículos de la Biblia, de proclamar rotundas verdades a fabular.
A veces compresivo a veces destemplado con sus colaboradores, estaba habituado al aplauso de su tropa de ministros. "La gente tiene que, por lo menos, fingirle absoluta sumisión. Es uno de sus rasgos más negativos", llegó a decir el general Alberto Muller Rojas, su primer jefe de campaña y cercano colaborador.
Cálido y paternal con sus seguidores, Chávez demandaba lealtad electoral a los beneficiarios de los programas de asistencia social. "Amor con amor se paga", repetía, convocando una reciprocidad que aplicó también, en el desamor, a la disidencia política. Implacable con aquellos a quienes consideró sus enemigos, Chávez entraba en erupción ante preguntas incómodas o coberturas periodísticas desfavorables.
Una vez, tras el rechazo de la reforma constitucional de 2007, gritó por televisión que la oposición había obtenido una "victoria de mierda" ¿Realmente se salía de sus casillas? "Él es un ser humano también. No todo lo que hace es acertado pero sí hay en algunas manifestaciones como ésa algo de cálculo. No quiero decir que es un comediante pero sí es un hombre que sabe administrar muy bien los sentimientos. Se maneja con mucha habilidad", señaló Rangel en 2012.
El "primer comunicador del país", como lo llamaba un portal oficial, el gobernante que tuvo mayor presupuesto, más radios y televisoras, más diarios, más páginas web, más propaganda y mayor rating, demostró con palabras y hechos su alergia a los medios críticos, a los que consideraba golpistas y algunos de los cuales lo apoyaron en 1998.
Visto como un exótico líder tropical, Chávez ganó titulares en todo el mundo con su irreverencia, su solidaridad petrolera, sus frecuentes giras internacionales y su revival de la Guerra Fría. También en el exterior tenía seguidores y detractores tan ciegos como los venezolanos para los matices.
Era desconcertante, impulsivo y racional a la vez, desfachatado y solemne, incluso ritual, pero siempre consciente de las cámaras, la audiencia y el mensaje.
Uno y dos Vietnam A Hugo Chávez le tomó mucho tiempo darse cuenta de que los venezolanos podían llevar en su ADN la herencia militarista pero no estaban ganados para la vía armada que idealizaba desde 1977, cuando ya hablaba de "mi pueblo" y de "crear las condiciones para agitar la llama" de la revolución.
Creía entonces, y no cambió de opinión hasta su muerte, que la única salvación era "aferrarnos al pasado heroico". Lo invocó el 4F, apelando a Bolívar, Zamora y Simón Rodríguez, con un proyecto que preveía una junta de gobierno, juicio a los corruptos, el cese temporal de los partidos, desmantelar todas las instituciones y convocar una asamblea constituyente.
Nunca en veinte años pensó tomar el camino electoral.
Creía que estaba secuestrado por AD y Copei. Quizá tampoco le parecía lo suficientemente épico para un descendiente de Maisanta, como llamaban a su bisabuelo, el caudillo Pedro Pérez Delgado. Hasta que entendió el arraigo que tiene en los venezolanos la cultura electoral y cambió de táctica.
"Nos dimos cuenta de que buena parte de nuestro pueblo no quería movimientos violentos", dijo a la marxista Marta Harnecker. Chávez arrasó en 1998 gracias al voto castigo, con un discurso nacionalista y fogoso, aunque ideológicamente ambiguo. Su gesto de batalla, aquel puño izquierdo que golpeaba con fuerza su mano derecha, era el mejor símbolo de lo que sería su conducta en el gobierno.
Su belicosidad verbal y actos irritantes para la oposición, como un paquete de polémicas leyes y los despidos destemplados de gerentes de Pdvsa, allanaron el camino hacia el abismo del golpe y la huelga petrolera en 2002.
"La gente cree que es un hombre que se va de bruces, vehemente, apasionado. Desde luego, eso lo tiene, pero sabe administrar la prudencia cuando es necesaria. Es pragmático. Cuando muchos de los que están cerca de él se desbordan, él tiene un sentido del momento, de cómo reaccionar", señaló Rangel en 2012, al valorar su conducta el 4F y diez años después, cuando se invirtieron los roles y le tocó estar en los zapatos del ex presidente Carlos Andrés Pérez.
Sagaz e intuitivo, Chávez sabía aprovechar las adversidades. Del fugaz golpe del 11 de abril, obtuvo la épica que le faltaba, la oportunidad de purgar las fuerzas armadas y manejar a Pdvsa a su antojo. Si no veía margen de acción, aguardaba en la retaguardia y cuando volvía al ataque ganaba más terreno del que había perdido.
Sin embargo, desde 2002 vivió acosado por el fantasma de la traición.
Para él la pugnacidad no fue una reacción política imprevista ni indeseable. "Este año esperamos polarizar a Venezuela", había dicho ya en 1994 en Cuba, donde dio pistas de sus intenciones. Entonces habló de un proyecto "de un horizonte de 20 a 40 años, en el cual los cubanos tienen mucho que aportar". Aquella visita a La Habana fue para él una consagración.
Jamás soñó cuando era un subteniente de 23 años que citaba en su diario al Che - "Vietnam. Uno y dos Vietnam"- que algún sería recibido con honores, y aplaudido, por Fidel Castro. Jamás lo imaginaron los izquierdistas con quienes conspiró durante años y que le decían "el loco Chávez". Jamás, Ruiz, quien le aconsejó quedarse en el Ejército cuando estuvo a punto de tirar la toalla.
En 1998 se presentó como un político moderado y no se declaró socialista hasta sentirse bien afianzado en Miraflores.
Lo hizo en enero de 2005, tras ganar el referendo revocatorio de 2004 gracias al éxito de las misiones sociales ideadas por Castro, según su propia versión- y luego de su reforma maestra, la del Tribunal Supremo de Justicia, que le permitió avanzar a sus anchas y radicalizarse.
Castro sería su influencia política más definitiva y la revolución cubana un modelo de "democracia verdadera"como él mismo lo señaló.
Tras su apoteosis electoral en 2006, al ganar la reelección con un récord histórico de más de 62 % de los votos, se aventuró a realizar una maniobra tal vez más audaz que el golpe del 4F: plantear una reforma constitucional de aroma cubano a un país petrolero y consumista donde "el mar de la felicidad" era visto como un pantano.
Allí quedó el Chávez invicto.
Ante ese primer revés electoral en 2007 el Presidente no reaccionó con el mismo aplomo de sus capitulaciones militares. Y volvió a la carga en un año, logrando lo que más ansiaba de aquella reforma, la reelección ilimitada, con la idea de imponer después, por otras vías, su reforma.
Carisma petrolero Dos mujeres dieron luces del Hugo más íntimo. Su ex esposa Marisabel Rodríguez, luego de haberlo criticado -"este proceso es él y sólo él"- terminó por definirlo como "un hombre honrado, transparente, capaz de equivocarse pero nunca de mala fe", en una entrevista para Colombia.
Herma Marksman, su amante por nueve años, lo definía como un ser bueno, sensible romántico y atormentado que cambió con el poder. "Que me lo presenten porque no sé quién es", dijo sorprendida de su fiereza verbal.
Padre de cuatro hijos, el enérgico presidente no tomaba vacaciones ni descansaba los fines de semana. Aunque tuvo fama de mujeriego, después de su segundo divorcio transmitió la impresión de que para él la vida sentimental era un lujo. "Yo estoy casado con la patria", sostenía. Un matrimonio que alimentó el mito.
Para sus fieles nada en él era imposible, nada exagerado, nada incoherente. Chávez podía decir que tomó "el único camino posible del socialismo" a causa del golpe de 2002 y afirmar después que, en realidad, era un ardiente socialista desde muy joven. Podía garantizar la propiedad privada hoy y expropiar mañana. Tachar de genocida a un colega extranjero y abrazarlo la próxima vez que lo viera. Todo sin que les produjera un mínimo parpadeo.
"Diga lo que dijere el líder, pida lo que pidiere, es correcto aunque sea contradictorio.
Es correcto porque el líder lo dice", asegura el antropólogo Charles Lindholm en su tratado sobre el carisma, una palabra indispensable para descifrar las claves del éxito de Hugo Chávez.
Su ascendencia sobre las masas derivaba de una conexión sentimental - casi religiosa para algunos- propia de ese hechizo que surge sólo en tiempos de crisis. Chávez era emoción, era esperanza. Había llegado en el momento preciso y el posterior boom petrolero potenció enormemente su atractivo. No sólo era carismático, era un líder carismático que manejaba miles de miles de millones de petrodólares en primera persona.
Sus creyentes sentían que su proclamado "socialismo cristiano" era genuino y puro. Los infieles, el marco más propicio para la concentración de poder. ¿Hasta qué punto importaban las definiciones ideológicas a los más necesitados? ¿Les preocupaba si el poder popular era verdaderamente popular o si estaba dirigido desde Miraflores? "Nosotros antes éramos como invisibles", decía una fervorosa seguidora, convencida de que el presidente cambió su vida. No era la única. Desde el principio, Chávez apuntó a los pobres como motivo y centro de su agenda. Con él, los más humildes no sólo se sintieron identificados, reconocidos e incorporados a un proyecto de país, a lo que quiera que entendiesen por Socialismo del siglo XXI, sino que cobraron un sentido de trascendencia.
El mandatario entendía sus padecimientos porque los había vivido de niño. Era además el líder desprendido que fustigaba a los ricos y repartía generosamente el maná petrolero. Las misiones fueron el gran hallazgo. Multiplicadas, recicladas y reforzadas en época electoral. Siempre vinculadas a su imagen y promovidas con la advertencia: "no dejes que te las quiten", en una gigantesca operación propagandística.
En el terreno de lo simbólico, así no tuvieran más oportunidades que antes, aunque en realidad miles sí las tuvieron, los más humildes se sintieron empoderados y ganaron autoestima. Chávez dio a la pobreza la relevancia que ameritaba y colocó el tema en el tope de la agenda política para siempre. Hasta sus adversarios -para él escuálidos, pitiyanquis, la nada, como les decía- reconocieron su aporte en ese terreno, aunque consideraban sectaria y chantajista su acción social.
Desde el poder, construyó la mayor fuerza política del país, un partido cuyo evangelio era Chávez y, tal vez, pudiera seguirlo siendo a la manera del peronismo. También unas fuerzas armadas a su imagen y semejanza. "Revolucionarias, antiimperialistas y chavistas", como proclamó. Y un desbordante e ilimitado culto a la personalidad. "Ser chavista es ser patriota", llegó a decir ya en el ocaso de su vida.
Omnipotente y omnipresente, su rostro estaba en todas partes. En los aeropuertos, edificios públicos, mercados, hospitales, escuelas, avisos publicitarios de 20 pisos, en calendarios, en la TV. A ritmo de joropo, bolero y ranchera. En graffitis junto a Bolívar, Zamora, Castro, Marx y Cristo. Imposible no verlo. No oírlo. No sentir nada por él. Vivir como si tan sólo fuera un presidente.
Rumbo al olimpo Hugo Chávez era un hombre afortunado. Pero no podía bajar la guardia. Después de muchos extravíos, la oposición ganaba terreno en las ciudades y en el parlamento; aquella "nada" llegó incluso a superar sus votos en 2010. Un revés contra el que se blindó antes y que no lo afectó más que emocionalmente porque en la práctica poco cambió. Seguía teniendo mayoría. Su margen de acción parecía intacto. Su poderío, inexpugnable.
Y, de pronto, se topó con un enemigo imprevisto contra el que no había blindaje posible.
Inmune al carisma, las palabras, los petrodólares o la propaganda. Cáncer. Esa fatalidad, esa ironía del destino, presagiaba un dramático final.
"Me fui al baño a verme los ojos. Lloré, lloré, lloré. Lloré por mis hijos. Lloré como lloré el 12 de abril también frente a un espejito", reaccionó en junio de 2011 al saberse enfermo. "¡Cáncer, ¿qué es eso para mí?¡", se rebeló después. "Cristo, dame tu cruz pero no me lleves todavía", rogó meses más tarde, desde el púlpito de una iglesia. Totalmente curado, celebró al año. Siempre en TV.
"No me importa la muerte. Ya uno trascendió", había dicho Chávez a Rangel cuatro meses antes del diagnóstico, cuando la veía como algo lejano. Ante la fatalidad, actuó como si el mal que se negaba a explicar, y tal vez a comprender, no pudiera derrotarlo ni apartarlo del poder.
Tras superar tres operaciones, avanzó como un tanque empujado por todo el aparato estatal en su última campaña y vivió la breve apoteosis de una cuarta reelección, empeñado en convertir al país en un Estado Comunal. Pero su destino era otro.
El jefe de la revolución "pacífica pero armada" no pudo ganar su más trascendental batalla. Su cuerpo no aguantó.
Luego de una última cirugía y una larga agonía, el hombre que estremeció a Venezuela con su voz murió calladamente a los 58 años, dejando el enorme vacío de los liderazgos personalistas, un sucesor encargado de continuar su proyecto y su propio rompecabezas incompleto.
Nunca sabremos si su carisma hubiera resistido una debacle de los precios del petróleo, cómo habría actuado ante un desalojo electoral de Miraflores, qué hubiera hecho como líder opositor.
Para sus millones de fieles, heredó un mejor país, más independiente, menos desigual, más solidario y humano. Para sus millones de críticos, una democracia reducida a elecciones, un país más corrupto, dividido, anárquico, dependiente y violento.
Producto y espejo de las contradicciones del único petroestado de Latinoamérica, el Comandante-Presidente, como era llamado en permanente recordatorio de su naturaleza militar, marcó una época, la bisagra entre dos siglos, y dejó tras de sí una profunda huella, convertido en un mito que tardará en diluirse en el tiempo.
Hugo Chávez, el niño humilde de Sabaneta que escaló con obstinación y audacia la cúspide del poder, entró a la Historia por una puerta ancha y brumosa. Como los dos hombres que fue.